Crepúsculo de los Ídolos, Friedrich Nietzsche

[Gótzendammerung]. Obra de Friedrich Nietzsche (1844-1900), publicada en 1888. Los ídolos son las viejas verdades en las que los hombres han creído hasta ahora.

El primer problema resuelto es el de Sócrates (ya planteado en el Nacimiento de la Tra­gedia, v.) a quien culpa de haber corrom­pido el alma griega con el veneno de la «racionalidad a toda costa». Se enfrenta luego con el problema de la trascendencia: toda metafísica, y especialmente la kan­tiana, trata de escindir el «mundo verda­dero», el de los principios eternos e inco­rruptibles, del «mundo aparente» que es este mundo de fenómenos, reducido a pura contingencia. Pero el primero no es más, según Nietzsche, que el fruto de una exal­tación de la razón, que quiere desconocer y abolir el devenir que los sentidos continuamente nos demuestran, y que es en cam­bio la única verdad. La «cosa en sí», crea­da por la fría abstracción de la razón, sien­do inalcanzable, es inútil y queda, pues, suprimida. El dualismo kantiano entre mun­do «verdadero» y «aparente» no es más que un síntoma de vida declinante, mientras la filosofía nietzschiana señala el final del lar­guísimo error. Nietzsche reemprende luego un tema favorito, la «moral como contranatura», afirmando que la práctica de las iglesias es hostil a la vida. La moral es un contrasentido y algo ridículo, porque trata de modelar sobre esquemas fijos a los in­dividuos, que, siendo fragmentos del Hado, aportan consigo al mundo nuevas leyes y nuevas necesidades; por eso niega el mun­do, por eso es una «idiosincrasia de dege­nerados».

Sucesivamente Nietzsche se di­rige a designar los cuatro grandes errores que han extraviado a los hombres, es decir, la confusión entre causa y efecto, que se en­cuentra en mayoría en el modo vulgar de razonar de los hombres; el concepto de la causalidad, fundado sobre una concepción de la causa derivada de los «hechos inter­nos», que en el fondo no tienen un valor efectivo; el recurso a causas imaginarias para explicar nuestras acciones y procurarnos así cierta seguridad, frente a lo desco­nocido del universo, e incluso de nosotros mismos; y, por fin, el concepto del libre al­bedrío, con el que los hombres se han hecho esclavos de su propia responsabilidad. El hombre es sólo un fragmento de la fatalidad, del Todo; quererlo desviar o cambiar es como querer desviar o cambiar el Todo; para redimir al mundo es preciso restable­cer la inocencia del devenir. Nietzsche cri­tica luego a los llamados «mejoradores» de la humanidad, que no hacen más que mal­gastar la pura inocencia del hombre, ya cuando, como sacerdotes, le domestican y debilitan, suscitando en ellos la conciencia del «pecado», o cuando con un tipo de mo­ral como la hindú, se proponen la eleva­ción de una raza escogida; en tal caso los excluidos son tratados como seres abyectos e inducidos así a la desesperación, de la que nacen las agitaciones más terribles.

En todos los casos el mejoramiento moral se resuelve en una especie de inmoralidad. A la luz de su concepción espiritual, el autor critica luego a los alemanes, pesados y den­sos, el romanticismo, que es exaltación en frío, y la psicología de mercader de los novelistas parisienses de su época. En las anotaciones «para la psicología del artista», donde exalta el arte como el gran estimu­lante de la vida, señala como condición pre­liminar de toda gran creación artística la «embriaguez», que transfigura las cosas idealizándolas. La moral basada en el al­truismo, en el odio y en el temor de la vida es moral de decadencia. La libertad surge sólo de la lucha y del sufrimiento que, si no destrozan al hombre, valoran sus energías, induciéndole a sentir el valor de la responsabilidad personal. El genio es definido como una materia explosiva en la que está acumulada una fuerza enorme, es decir, como el producto de la tensión pro­longada y exasperada de la masa; y el de­lincuente, como un hombre fuerte que se ha puesto enfermo por el hálito moral de circunstancias desfavorables.

Predica, en fin, la vuelta a la naturaleza, pero no «in impuris naturalibus», como pretendía hacer Rousseau, sino en el sentido de un «amor al hado», por el que se sepan aceptar incluso las condiciones más terribles de la vida; y exalta a Goethe porque realizó la gran­diosa tentativa de superar el siglo XVIII mediante una vuelta a la naturaleza, es decir, mediante un «elevarse» a la natura­leza del Renacimiento. Nietzsche concluye reconociendo que debe sobre todo a los la­tinos la belleza de su estilo y haciendo una cita del espíritu dionisíaco, que por pri­mera vez supo descubrir en su significado (v. Nacimiento de la tragedia) y del cual es el último exponente, como «filósofo de la eterna vuelta». Este ensayo de «cómo se filosofa con martillo», es un preludio a la Trasmutación de todos los valores (v.). [Trad. de Luciano de Mantua, en el volu­men últimos opúsculos (Madrid, s. a.)].

G. Alliney