De Diego de Saavedra Fajardo (1584-1648), es menos conocida que otras obras con que alternó el ejercicio de la profesión diplomática. Podríamos considerarla, sin violentar las cosas, como inclusa entre las tareas de esta misma. Recluido en Munster para colaborar en los famosos tratados que perfilaron la Europa moderna, su genio activo halló en aquel círculo «más ociosidad que la que convenía en negocio tan grande, de quien pende el remedio de los mayores peligros y calamidades que jamás ha padecido la cristiandad, pasándose los días, los meses y los años sin poderse adelantar la negociación, por las causas que sabe el mundo». Y alivió su inacción con esta historia, que entendía poder ser útil a los tratados que iban a elaborarse, al mostrar el derecho con que el reino de España se fundó y el que le asistía a diversas provincias. También cabe pensar que con el recuerdo que dedica a Suecia como patria de los godos aspirase a atraerla a la causa española, apartándola de Francia. Lo cierto es que, como el título anuncia ya, acentúa todo lo posible la identificación de godo e hispano, prescindiendo de todo el período anterior y empezando la reseña por Alarico y la cesión que de las Galias y España le hizo Honorio, como título de legitimación que le conviene resaltar.
Prosigue la historia hasta Rodrigo, inclusive, alcanzando a referir la invasión musulmana. De la parte segunda, consagrada al reino astur-leonés-castellano, sólo dejó fragmentos sueltos, hasta Alfonso VIII. De la tercera, planeada para la dinastía austríaca, nada. El título es, pues, injustificado. Remedió en parte la falta el cronista Alfonso Núñez de Castro prosiguiendo la obra hasta Enrique II, inclusive; gran admirador de Saavedra, aprovecha todos los fragmentos que dejó y se esfuerza modestamente porque se mantengan independientes de sus añadidos. Como historiador está Saavedra totalmente imbuido del carácter magistral de esta disciplina, que considera como complemento práctico de las disquisiciones políticas, por él preferentemente cultivadas. Enseñar a los príncipes con los ejemplos que la historia ofrece, parece interesarle mucho más que tamizar las noticias con una crítica severa, y no deja de producir extrañeza ver al curtido político reproduciendo asertos que al menos cauto inspiran desconfianza. Claro es que a su posición convenía más no reparar demasiado. En el aspecto literario, en fin, él mismo expresa su propósito de imitar a los historiadores latinos, «que con brevedad y con gala expresaron sus conceptos; despreciando los vanos escrúpulos de aquellos que, afectando en la lengua castellana la pureza y castidad de las voces, la hacen floja y desaliñada». La obra se publicó en Munster, 1646; la continuación de Núñez de Castro, en Madrid, 1671.
B. Sánchez Alonso