[Cosí é (se vi pare)]. Comedia en tres actos de Luigi Pirandello (1867-1936) representada en 1916, sacada de la novela «La señora Frola y el señor Ponza, su yerno». Nada de trascendental en la tesis de esta parábola filosófica: la verdad es ésta o aquélla o cualquiera: ¿quién puede llegar a conocer la verdad? Un tópico del que se deriva una de las comedias y de las farsas más sabias de Pirandello. Entre escenas maliciosas y paradójicas, se dibuja un retrato de la provincia, de una excelente medida caricaturesca. El tono ligero y falsamente agudo de la conversación del salón provinciano se enrarece continuamente para acabar en un estupor melancólico y obsesivo. El motivo, ya notorio en Pirandello, de un discreto y experto relativismo, le empuja a emplear toda su pirotécnica; pero el divertido humorista llora de piedad sobre el destino de los hombres, que no sabrán nunca, y que quedarán solos y hostiles, para deplorar su pequeñez sin remedio. Llega a Valdana el señor Ponza, con su mujer y su suegra: ésta se hospeda en el centro de la ciudad, y la pareja en un pisito en las afueras.
Parece que a la suegra le está prohibido ver a su hija, y ésta puede comunicar con ella sólo por medio de tarjetitas. La rareza de la situación es aumentada por la curiosidad general y por las más disparatadas suposiciones. Además la señora Frola rehúsa hacerse ver y evita incluso, extrema descortesía, la visita a los vecinos. El consejero de prefectura, Agazzi, superior del señor Ponza, es obligado por su mujer e hija a apelar al prefecto, y la viejecita se decide por fin a visitarles. Y con los presentes, sedientos de noticias, ésta se excusa patéticamente: todos sus familiares y los de su yerno perecieron en un terremoto. Por lo que se refiere al señor Ponza, sólo su amor exclusivo y violento inventó el expediente de las tarjetas: no permite ni siquiera a la madre acercarse a su hija. Pero, en cuanto ella sale, entra el señor Ponza y les ruega que no hagan caso de lo que acaba de decir la anciana: en realidad ella está loca, y cree que su hija continúa viviendo, cuando en realidad murió hace cuatro años. Y desde entonces él intenta, con todos los medios, evitarle este dolor y hacerle creer que su hija sigue en vida. Después de irse el señor Ponza, vuelve a entrar la señora Frola: que no le hagan caso, el loco es él, que cree tener una segunda mujer, habiendo muerto la primera. En realidad la hija de la señora Frola, sustraída al cariño violento y celoso del marido, fue puesta en una casa de salud. A su regreso el señor Ponza pretendió casarse de nuevo con ella, tomándola por otra y creyendo muerta a su primera mujer.
Las contradictorias revelaciones producen una general excitación: el consejero manda indagar minuciosamente en los registros civiles, pero no consigue averiguar nada, pues todo fue destruido por el terremoto: por fin recurren a un careo, del que no se puede prescindir en estos procesos de la verdad, y constituye el núcleo más llamativo y vivaz de la trama. Llamados los dos a la casa de Agazzi, el señor Ponza se irrita, reprocha con violencia a su suegra y la echa: luego, en cuanto sale la anciana, pide perdón por su escena: declara que es el único medio para salvar su ilusión: hacerle creer la verdad como efecto de su locura. Aparece también el prefecto y se llama, como última esperanza, a la señora Ponza, entre la más abierta y dolorosa oposición de la señora Frola y del yerno contra esta despiadada persecución de la curiosidad. La señora Ponza entra, simbólicamente cubierta de velos; frente a una desgracia tan oculta, ella dice, es inútil y cruel quererla revelar. «La verdad es tan sólo la siguiente: hay, esto es cierto, una hija de la señora Frola, y una segunda mujer del señor Ponza; sí, ¡pero para mí ninguna!, ¡ninguna…! ¡Para mí, yo soy la que los demás me creen!». Tal vez se encuentran reunidos en esta original farsa los motivos más instintivamente humanos del escritor: la soledad humana y su desesperada imposibilidad de comunicarse. Sólo la piedad puede consolarlas, transformando la soledad en solidaridad, para estos hombres condenados a la oscuridad de los sentidos.
G. Guerrieri
Es una farsa filosófica, y, en su género, una verdadera obra maestra. (Tilgher)