Es el único discurso de Lisias (445?- 380 a. de C. aprox.) pronunciado por él mismo, pues fue de profesión logógrafo, o sea que escribía discursos para los demás. Mas en el año 404 su hermano Polemarco había caído víctima del gobierno oligárquico, establecido en Atenas con el favor de los espartanos, llamado de los Treinta, por el número de los miembros que componían la suprema asamblea del estado. En el 403, los demócratas derrocaron con las armas el régimen oligárquico, y los Treinta huyeron a Eleusis. El nuevo gobierno, preocupado en sanar las profundas heridas que la desgraciada guerra del Peloponeso había infligido a la ciudad, proclamó una amnistía general, que comprendía también a los Treinta, a condición de que se sometieran a una rendición de cuentas. Sólo dos se aprovecharon de tal generosidad, siendo uno de ellos Eratóstenes. Pero cuando se presentó, Lisias, acusándole de haber asesinado a su hermano Polemarco, pidió para él la pena de muerte. Pero Eratóstenes no había asesinado a Polemarco con su propia mano, sino que, cuando el Consejo de los Treinta decidió el arresto y la condena de los metecos más ricos, como sospechosos al régimen, había participado en las detenciones, prendiendo, entre otros, a Polemarco en la vía pública. Éste fue encarcelado y obligado a beber la cicuta, mientras Lisias lograba escapar de las manos de los esbirros que le habían sorprendido en su casa.
El orador cuenta en primer lugar estos lances, extendiéndose largamente sobre los suyos propios, porque de su hermano, fuera del arresto y la condena, poco tenía que contar: cómo habían sido saqueados los bienes de ambos, cómo se había llegado a tanta codicia que hasta arrancaron los pendientes de las orejas de la mujer de Polemarco, y cómo se negó incluso lo necesario para los funerales de éste. Todo esto no guardaba estrecha relación con el proceso, pero Lisias quería con su patética narración conmover a los jueces. En efecto, a Eratóstenes sólo podía reprocharle el haber arrestado a Polemarco en la vía pública, si bien le hubiera sido fácil dejarlo escapar: por esta razón le consideraba directamente responsable. Al alegato de Eratóstenes de que él se había declarado en la asamblea contrario a la persecución de los metecos, y que después no había hecho más que ejecutar órdenes, oponía Lisias que si de verdad se hubiera manifestado en contra, no le hubieran confiado la ejecución precisamente a él. El resto del discurso no es, en sustancia, más que una apasionada evocación de los delitos de los Treinta. Y en cuanto a la pretensión de Eratóstenes de haber sido partidario de Teramenes, el más moderado de los oligarcas, caído víctima de los radicales, Lisias rechaza esta defensa, sea recordando el lejano pasado de Eratóstenes, sea demostrando que Teramenes no merecía mejor consideración que sus compañeros de fechorías.
El hecho es que, si la acusación de Lisias no tenía muy sólidos fundamentos, su requerimiento chocaba con una de las decisiones que más honraron a la democracia ateniense y a su campeón, Trasíbulo: la de perdonar. Los rencores y la venganza privada eran cosas demasiado mezquinas frente a las calamidades en que yacía Atenas por efecto de la espantosa derrota sufrida: sólo la más generosa concordia podía restablecer su bienestar. Por esto, a pesar de la fogosa peroración de Lisias, parece que los jueces absolvieron a Eratóstenes.
A. Passerini