[I giganti della montagna]. «Mito» inacabado de Luigi Pirandello (1867-1936). El autor compuso mentalmente el tercer acto en la penúltima noche de su vida, con la fantasía ya presa del delirio, y solamente unas indicaciones nos permiten concluir su desarrollo.
Los restos de una compañía de comediantes, recogidos en torno a la condesa Ilse, primera actriz, llegan después de diversas peregrinaciones a una villa abandonada y perdida entre los montes. Cotrone, que ocupa la villa con su banda de «desafortunados» («Scalognati»), hace lo imposible para asustarlos y alejarlos, con toda especie de apariciones y diabluras, pero aquéllos toman las intimidaciones por bien logrados trucos de teatro. Cuentan que van vagabundeando para representar la obra de un poeta, La fábula del hijo cambiado (ópera de Pirandello en cuatro actos, musicada por Malipiero); es Use quien los arrastra consigo, acuciada por el deseo de hacer revivir, a través de la continua representación de la obra, al joven poeta que se suicidó cuando ella rehusó su amor para permanecer fiel a su arte. Cotrone los invita entonces a que se queden allí y les enseña su mágico mundo, en los lindes de la realidad, donde la fantasía es la única creadora : los «Scalognati» no necesitan más que esto para fabricarse los fantasmas, las apariciones, las tempestades, la vida, en fin, que más les agrada.
Allí evitan cualquier vínculo con la realidad, cualquier necesidad, con la desaparición de las exigencias de la carne. Pero la inextinguible pasión de Ilse los empuja más lejos: Cotrone se ofrece para acompañarlos a los Gigantes de la Montaña, raza violenta que se prodiga solamente en un presente bienestar, y se ejercita en obras grandiosas para dominar la tierra. Los Gigantes, que no aparecerán nunca en la escena, permiten que los cómicos representen algo, aunque ellos no asisten a causa de su trabajo; dejan, con todo, que el público disfrute del espectáculo de la poesía. Pero gritos, silbidos y chanzas acogen las palabras de Use; ella insulta entonces al público y se enciende una violenta lucha entre éste y los actores, lucha que acaba con la muerte de Use. Con ella ha muerto la Poesía; pero en el fondo es para todos la liberación de una pesadilla. En el último capítulo pirandelliano, el de la acusación y de la muerte de la Poesía, ha aparecido nuevamente el conocido duelo entre la materia y el espíritu: éste pierde por haberse separado de su natural complemento, el cuerpo (el drama de las crisis racionalistas de la postguerra).
Pero en esta obra, a pesar de la multitud de símbolos, se afirma claramente una voluntad de creer. Pirandello, que ha rehusado hasta ahora el testimonio de los sentidos, porque son fuente de ilusiones, los abandona ahora precisamente por la razón contraria, porque son incapaces de construirlas. Reniega por fin, por analogía, de la razón, que no es más que una trama de sensibilidad. Los discursos de Cotrone tienden a algo vago e irracional: «Ya no hay que razonar. Faltos de todo, pero con todo el tiempo para nosotros, riqueza indescifrable, ebullición de quimeras». En tal complacencia por un vocabulario vulgar y una decisión finalmente sentimental, las relaciones entre los hombres y las cosas son borradas forzosamente, y se hunden en una especie de indistinción. Si la Poesía, como todo sentimiento humano, es incomunicable, la villa de los «Scalognati» representa el último refugio, la verdadera Nueva Colonia. A un escritor tan hastiado de la realidad, y obligado a tristes evasiones, le estaba reservada, antes de bajar el telón, la aventura de la fantasía.
Con ella propone de nuevo un dualismo quizá resolutivo: se advierte, no muy lejos, la señal de la victoria en los diálogos ya no ciegos, sino surcados por la esperanza, próximos a una síntesis. Colmadas las inútiles discordias y la angustia que deriva de un demasiado terso realismo, el mundo pirandelliano se habría recompuesto más allá de sus superficiales apariencias. Epílogo inesperado, pero coherente, fiel a las propias evasiones: hay una fe que antes no aparecía, la fe en las cosas en que cada cual quiere creer: y la ilusión, tal vez remota, de un gratuito don de verdad, tras las ofensas.
G. Gundolf