Serie de 26 breves diálogos satíricos que, junto con los Diálogos marinos (v.), son probablemente los primeros escritos en los que el autor había ensayado la forma de diálogo que tan vasta aplicación había de hallar más tarde en su obra. El tema de estos diálogos son las aventuras mitológicas de las principales divinidades del Olimpo, como las proezas de Hermes niño (diál. VII), sus constantes y graves ocupaciones (diál. XXIV), el nacimiento de Atenea del cerebro de Zeus (diál. VIII), las visitas amorosas de Selene a Endimión (diál. XI), el juicio de Paris (diál. XX), los altercados o litigios entre las divinidades, como el ocurrido entre Heracles y Asclepio a propósito de la prioridad en la mesa (diál. XIII), entre Hera y Latona celosas de sus hijos (diál. XVI) y entre Hera y Zeus a propósito de Vulcano (diál. XVIII).
En estos diálogos, como en los marinos, el autor no se presenta en persona a criticar o a burlarse, como hace en obras posteriores, por ej. en el Banquete (v.), ni tampoco, como en los diálogos menipeos, se oculta bajo las apariencias de un personaje casi siempre presente; más bien se representan aquí en tono aparentemente serio las escenas de la vida mitológica, tal como la tradición poética las había creado y transmitido, adornando y disimulando con admirable arte la puerilidad de la intriga; de ésta proviene en Luciano la sátira, ya que son los mismos dioses los que se muestran ridículos, revelando en sus diálogos los defectos propios y los de sus compañeros.
Así, Zeus, en el segundo diálogo, echando en cara a Eros sus fechorías, narra todas sus cómicas y no por cierto muy honorables aventuras amorosas, con sus, a veces, dolo- rosas consecuencias; harto pueril, en cambio, aparece en su función de juez cuando debe intervenir para poner fin a los ridículos dimes y diretes entre Heracles y Asclepio (diál. XIII), o cuando, después de haber reprendido severamente al Sol por haber cedido el carro a Faetón y después de haber concedido al joven muerto el honor de ser llorado con lágrimas de ámbar por sus hermanas, concluye intimando al Sol que repare al instante el timón y las ruedas del carro que se han roto en la caída (diál. XXV). El estilo de esta, como de las demás obras de Luciano, es de una gallardía y Vivacidad verdaderamente notables; el lenguaje, que con su agilidad y riqueza demuestra la extraordinaria fuerza de asimilación de Luciano, siríaco de nacimiento, no es exclusiva y pedantemente ático, como el de algunos neosofistas de su tiempo, en cuyas exageraciones le gusta a veces divertirse, y resiste la comparación con el de los mejores escritores de la edad clásica. [Trad. de Federico Baraibar, en Obras completas, 4 vols. (Madrid, 1889-1890)].
C. Schick
Luciano, el genio más diverso que jamás ha existido. (Wieland)
*Fruto de un largo y paciente estudio, que por espacio de tres años Christoph Martin Wieland (1733-1813) dedicó a Luciano de Samosata, de quien tradujo todas las obras, son los Diálogos de los Dioses [Die Gottergesprache], aparecidos en 1790. Los Diálogos están divididos en dos partes: en los primeros sólo aparecen personajes mitológicos, y en los segundos personajes históricos. Mientras en los diálogos de Luciano tienen gran importancia solamente las divinidades secundarias, en Wieland Júpiter (v.) tiene una parte preponderante. El primer diálogo se desarrolla entre Júpiter y Hércules (v.); éste le pregunta si realmente se interesa por todas las cosas que suceden en el mundo, aun las más insignificantes. Júpiter le responde que el poder de los dioses es limitado, puesto que ellos también están sujetos al hado; ningún dios puede romper la férrea ley de causalidad.
Júpiter, después de una disertación sobre el concepto de la divinidad, fundada en los principios de Epicuro, ensalza al filósofo Menipo que derroca la necia creencia en la omnipotencia divina. El tercer diálogo es el más importante y el más original. Licino y Atenágoras discuten ante la estatua de Júpiter Olimpo. Atenágoras, cristiano fanático, arremete contra Fidias que ha esculpido en el mármol un dios falso y engañoso. La estatua de Júpiter se anima y se mueve, y mientras Atenágoras, aterrorizado, hace los exorcismos de ritual, Júpiter dice que no hay necesidad de indignarse y vociferar: los dioses del Olimpo no pueden o no quieren quitar el puesto al Dios eterno sin forma y todo espíritu. Pero ellos seguirán viviendo a través del arte, en la serena representación de lo bello.
El Olimpo vivirá en el ánimo de todo el que crea y siente lo bello y no será jamás objeto de las disputas teológicas y filosóficas de los pensadores abstractos. El mismo tema es reanudado en el diálogo sexto, que tiene lugar en el Olimpo; Mercurio (v.) anuncia que el Senado Romano ha decretado la deposición de Júpiter; éste responde a los dioses, disgustados por la noticia, que es necesario aceptar las férreas leyes del destino y que vendrá un día en que los hombres, cansados de la rígida concepción ascética del cristianismo, sentirán la necesidad de aligerar su espíritu con las serenas visiones del Olimpo pagano. En los últimos diálogos los antiguos dioses discuten sobre recientes sucesos históricos y especialmente sobre la Revolución Francesa; oímos hablar a Júpiter y a Juno con Luis XIV, con Enrique IV y con San Luis. Júpiter, al contrario de Juno que se encierra en un intransigente legitimismo, comprende que la historia supone una evolución continua, y hace responsable de los inconscientes excesos de algunos a la ciega incomprensión de los que quisieran cristalizar la vida de los hombres y de los pueblos.
Luciano, a quien Wieland admiró e imitó, sin comprender acaso su íntima esencia, había sido un de- moledor. La destrucción del «pantheon» griego fue sólo el medio a través del cual quería llegar a las extremas consecuencias ce su credo filosófico, a la demostración de la nulidad de lo que parece a los hombres deseable y sublime. Wieland comprendió muy poco a Luciano y a la esencia de la filosofía griega de la decadencia que halló en Luciano una de sus manifestaciones más típicas. Así, se revela aquí admirador de lo que Luciano quería destruir. Los Dioses ¿el Olimpo son para él ideas platónicas que están por encima de toda contingencia; fantasmas que apagan el instinto estético del que busca la paz del espíritu en el culto de la belleza, y como tales viven eternos. Políticamente, Wieland era partidario ce las nuevas ideas de la revolución francesa, que él deseaba encauzar en una iluminada concepción liberal, y era contrario tanto a la corriente reaccionaria de las altas esferas alemanas, como al caótico extremismo del «Sturm und Drang» (v.). Este eclectismo de fondo optimista es la razón principal de estos Diálogos.
G. Fornelli