UN DÍA EN LA VIDA DE IVÁN DENISOVICH (Alexandr Solzhenitsin), comentado por Mario Vargas Llosa

Un día en la vida de Ivan Denisovich

Un día en la vida de Ivan Denisovich

Quien lee ahora, por vez primera, Un día en la vida de Iván Denisovich queda perplejo. ¿Es posible que este breve relato provocara al aparecer, en 1962, semejante conmoción? Un cuarto de siglo después nadie ignora la realidad del Gulag y los genocidios de la era de Stalin, que el propio Nikita Jruschev denunció en el XXII Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética. Pero, en 1962, innumerables progresistas del mundo entero se resistían todavía a aceptar aquel brutal desmentido a la quimera del paraíso socialista. El discurso de Jruschev era negado, atribuido a maniobras del imperialismo y sus agentes. En estas circunstancias, A. Tvardovski, con autorización del propio Jruschev, publicó en Novy Mir el texto que daría a conocer al mundo a Solzhenitsin y marcaría el inicio de su carrera literaria.

El efecto del libro fue explosivo. ¿Quién podía, ahora, negar la evidencia? El hombre que testimoniaba lo hacía en la propia Unión Soviética y a partir de la experiencia, pues el universo concentracionario que describía lo había padecido en persona y por causas tan crueles y estúpidas como las que sepultan en el Gulag al oscuro campesino Iván Denisovich Shujov de la novela. El famoso deshielo jruscheviano duró poco pero sus efectos no se extinguirían, al menos en lo que se refiere a la destrucción de una cierta visión ingenua, mítica, del primer estado marxista-leninista de la historia. Y acaso ningún texto, ni siquiera el discurso de Jruschev en el XXII Congreso del PCUS, simboliza de manera tan vivida aquel violento trizarse del sueño comunista, como esta pequeña novela.

Cuando lo leí por primera vez —en 1965, en Cuba, donde la gente se lo arrebataba de las manos y era la comidilla de todas las conversaciones— resultaba imposible considerar el libro de Solzhenitsin de otro modo que como un testimonio político. La ficción servía de pretexto para revelar las ignominias cometidas en nombre del socialismo en el período bautizado —eufemismo delicioso— como el del «culto de la personalidad». ¿Podemos hoy, en 1988, hacer una lectura más neutra, puramente literaria, de esta novela? Creo que no. Ella todavía muerde carne, a cada línea, en una realidad viva, de inmensa trascendencia política y moral, y los problemas a los que alude se hallan aún vigentes y son objeto de apasionadas controversias como para soslayarlos. Pretender juzgar Un día en la vida de Iván Denisovich cercenándola de su contexto histórico e ideológico, como aséptica creación artística, sería un escamoteo que privaría a la obra de aquello que le imprime dramatismo y vitalidad: su carácter documental y crítico.

No hay duda de que esta naturaleza polémica, tan dependiente de la actualidad, dificulta el juicio literario sobre este libro. Sus virtudes y defectos no pueden ser señalados en los términos formales —estilo, construcción, diseño de caracteres, vivacidad de la anécdota, etc-como el común de las novelas, pues en este caso lo más importante de la ficción no es su capacidad emancipadora de un modelo, la forja de un mundo soberano e independiente del real, sino la luz que arroja sobre una realidad preexistente. Como La condición humana y La esperanza, de Malraux, o Recuerdos de la casa de los muertos de Dostoievski, Un día en la vida de Iván Denisovich está más cerca de la historia que de la literatura.

Según indica su título, el relato describe una jornada cualquiera, sin sorpresas ni sobresaltos excepcionales, de un hombre internado en un campo de concentración en algún punto perdido de la estepa siberiana. Iván Denisovich Shujov, campesino del poblado de Temgeniovo, lleva ya nueve años preso, cumpliendo una condena de diez, impuesta por «traición a la patria». Lo que motivó esta sentencia es un episodio de macabra estupidez, donde la vesania del sistema totalitario transparece en toda su crudeza. Durante la guerra contra los nazis, Iván Denisovich fue capturado por el enemigo, pero, aprovechando un descuido de sus captores, logró huir y reintegrarse a las filas soviéticas. Entonces, según una práctica que parece haber sido habitual contra los soldados que vivían situaciones parecidas, fue juzgado por haberse rendido «con intención de traicionar» y haber retornado «para cumplir una misión de espionaje alemán». Puesto ante la disyuntiva de admitir la acusación o ser ejecutado sumariamente, Iván Denisovich reconoció ser espía y traidor.

Todo ello ocurrió nueve años antes de que comience la novela (situada en 1951) y parece haberse desvanecido de la memoria del protagonista. Iván Denisovich no es un hombre roído por la amargura ni devastado por el pesimismo a consecuencia de su trágica situación. Tampoco es un héroe que soporta el infortunio movido por razones éticas o un ideal político. Es, simplemente, un hombre del montón, enfrentado a una situación límite. Para él no tiene sentido perder tiempo y energías lamentándose porque de lo que se trata, ahora, es de librar cada hora y cada minuto la batalla para sobrevivir.

Como él, sus compañeros de prisión están allí por razones que hay que llamar políticas aunque esto signifique dar a esta palabra un contenido terriblemente tortuoso y depravado: hombrecillos condenados a veinticinco años por ser baptistas practicantes, u oficiales de la Marina a quienes su profesión deparó durante la guerra estar en contacto con los aliados occidentales de la Unión Soviética y que, por ello, se pudren en el campo como peligrosos apestados. Pero, por lo poco que llegamos a intuir de lo que ocurre en las conciencias de estos seres, ellos, como Iván Denisovich, apenas recuerdan sus desgracias, a las que la rutina concentracionaria ha difuminado y convertido en un suceso casi natural. La prisión los ha despolitizado a todos, incluidos aquellos que, a diferencia del protagonista, fueron políticos activos en su vida anterior. Purgados de toda preocupación ajena a la del sub-mundo en el que languidecen, sus fuerzas y su fantasía se concentran en una obsesiva tarea: durar, no perecer. Por ello dan esa curiosa impresión de seres de otro planeta, semisonámbulos, semiautómatas, despojados de cualquier otra curiosidad o interés que los estrictamente animales de resistir el hambre, evitar el castigo y demorar lo más posible el instante de la muerte.

Iván Denisovich tiene cuarenta años y el escorbuto se ha llevado la mitad de sus dientes; está casi calvo y en Temgeniovo lo esperan una mujer y dos hijas (el único hijo que tenía murió), de las que rara vez recibe noticias pues sólo se le permite escribir y recibir dos cartas al año. Desde el principio de su encarcelamiento pidió a su familia que no le enviaran paquetes de comida, para evitarles sacrificios, de modo que, a diferencia de varios de sus compañeros, su orfandad dentro del campo es total. El frío, el hambre y la fatiga que son para él los cauces de la existencia, no lo han encallecido hasta el extremo de matar en él todo gusto por la vida: la fruición con que aspira la colilla que le pasa César Markovich, o con que roe el mendrugo de pan duro que se lleva a la faena, o el entusiasta frenesí con que se entrega a la tarea de enladrillar un muro de la central termoeléctrica, muestran muy a las claras que el recluso Shujov es capaz todavía, en el fondo de injusticia y opresión en que está sumido, de encontrar una justificación a la vida. En esto reside la grandeza de este oscuro ser sin cultura y sin relieves, que carece de grandes rasgos intelectuales, políticos o morales: en personificar la supervivencia de lo humano en un mundo minuciosamente construido para deshumanizar al hombre y tornarlo zombie, hormiga.

Una historia de esta índole es muy difícil de contar sin caer en la truculencia o la sensiblería, en el miserabilismo o tremendismo, excesos que a veces resultan en excelente literatura pero que a una novela testimonial, que aspira a ser más un documento que una ficción, la empobrecerían y descalificarían. El mérito de Solzhenitsin es haber sorteado esos riesgos gracias a una economía expresiva rigurosa, a un notable ascetismo formal. El horror está descrito sin aspavientos, con objetividad, evitando destacar aquellos hechos que significarían una quiebra de lo rutinario. En las veinticuatro horas del relato no sucede, en verdad, nada que no les haya pasado ya cientos y miles de veces a Shujov y a sus compañeros o que no les vaya a pasar en el futuro. La novela ha extraído del universo concentracionario una especie de átomo que resume su rutina y sus ritos, sus jerarquías y tipos humanos así como la ración cotidiana de sufrimiento y de resistencia que exige de quienes lo habitan. La novela suele ser, por lo general, la relación de hechos y hombres dotados de alguna forma de excepcionalidad. En Un día en la vida de Iván Denisovich, por el contrario, se rehuye todo lo que constituye ruptura y novedad y el relato se concentra en la representación de lo cotidiano, en la experiencia común de los presos.

Esto priva a la novela del dinamismo y la efervescencia que llevan al lector, en otras ficciones, a preguntarse «¿Y ahora qué va a pasar?» —en ésta presiente desde las primeras páginas que ningún suceso imprevisto vendrá a transfigurar la grisura ritual y miserable de esa monotonía—, pero, en compensación, le da una personería muy vasta: ésta no es sólo una síntesis de la vida pesadiUesca de Iván Denisovich Shujov, sino también de la de aquella anónima ciudadanía de reprobos a los que la sociedad comunista aisló, puso entre alambradas y dispersó por el océano blanco de Siberia.

Sociedad marginal, casi sin contacto con la otra, ella está lejos de ser homogénea. Salvo en su compartido empeño por sobrevivir, los presos son una variopinta fauna a la que diferencian, fuera de los oficios, las creencias y las nacionalidades —además de rusos, hay ucranianos, letones y estonios—, las cualidades morales. Sólo unos cuantos parecen haber sido degradados al extremo de prestarse a servir de delatores y espías, como Panteleev, o de abusar de los otros, como ese Fetiukov al que sus compañeros apodan «el chacal». Hay, entre los presos, ateos y religiosos, y, también, privilegiados como César Markovich, a quien los paquetes de comida que recibe le permiten sobornar a los celadores y obtener pequeñas ventajas que lo ponen muy por encima del preso promedio. La vida carcelaria no ha mellado el innato instinto de lo bueno y lo malo, de lo justo y lo injusto, en el hombre simple e inculto que es Shujov. Así, él piensa que no es éticamente aceptable ese oficio de pintar tapices nuevos que aparentan ser asistencia, viejos y que, según su mujer, parece haberse puesto de moda entre los jóvenes de Temgeniovo. Iván, en todo caso, en contra de lo que le aconsejó su esposa en la última carta, no se ganará la vida de ese modo cuando cumpla su condena y lo suelten. ¿Lo soltarán? Deberían, el próximo año. Pero Iván Denisovich no se hace muchas ilusiones, pues de este campo nadie ha sido excarcelado todavía… Al presentar en Novy Mir a los lectores soviéticos este texto, A. Tvardovski les explicó que Solzhenitsin no hacía más que criticar «hechos terribles de crueldad y arbitrariedad que fueron resultado de la violación de la justicia soviética». El libro, según él, era algo así como una autocrítica del propio sistema, un texto que reivindicaba el socialismo soviético denunciando sus deformaciones. Ésta fue también la tesis de Georg Lukács, entusiasta defensor de Solzhenitsin, a quien atribuyó haber restablecido, con esta novela, la mejor tradición del «realismo socialista» de los años veinte que el stalinismo luego truncó. Sería injusto ridiculizar estas opiniones recordando la historia posterior de Solzhenitsin, desde su salida de la URSS y su violenta prédica antisocialista y a favor de un esplritualismo autoritario y conservador. En verdad, las opiniones de Tvardovski y Lukács, en lo que se refiere por lo menos a esta primera novela, no están tan desencaminadas. El relato es, desde el punto de vista formal, de un realismo riguroso que no se toma jamás la menor libertad respecto a la experiencia vivida, muy en la línea de lo que fue siempre la gran tradición literaria rusa. Y está impregnado, además, como una novela de Tolstoi, de Dostoievski o de Gorki, de indignación moral por el sufrimiento que causa la injusticia humana. ¿Puede este sentimiento llamarse «socialista»? Sí, sin duda. Una actitud ética y solidaria del pobre y de la víctima, del que por una u otra razón queda al margen o atrás o derrotado en la vida, es la última bandera enhiesta de una doctrina que ha debido arriar, una tras otra, todas las demás, luego de comprobar que el colectivismo conducía a la dictadura en vez de a la libertad y el estatismo planificado y centralista traía, en lugar de progreso, estancamiento y miseria. Por esos extraños pases de prestidigitación que tiene a menudo la existencia, Alexandr Solzhenitsin, el más feroz impugnador del sistema que crearon Lenin y Stalin, podría ser, sí, el último escritor realista socialista.

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ZALACAÍN EL AVENTURERO (Pío Baroja)

La aventura no tiene por qué desarrollarse en paises lejanos, ni en selvas o bosques remotos. La aventura, la más emocionante, puede empezar también en los prados verdes de la España más profunda.

Martín Zalacaín es un niño de las montañas del País Vasco, su vida es sencilla y tranquila. Crece y todo le va bien, el amor, el dinero, el contrabando… Hasta que comienza la guerra carlista y con ella la aventura (a la que Baroja parece casi siempre dispuesto), a la lucha por lo que él cree que es justo en contra de los carlistas especialmente contra su enemigo Carlos Ohando. Y el libro se sumerge en historias de acción trepidante, de valor sin medida, de amistad y de amores

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LA NOVIA DE LAMMERMOOR (Walter Scott)

Un best seller de otra época. LA NOVIA DE LAMMERMOOR no pasa de ser paea su día lo que puede ser para hoy una novela cualquiera, bien vendida, y bien apoyada en la fama de su autor.

El Master de Ravenswood y Lucy Ashton se enamoran pero ella es hija del Lord Keeper, enemigo de Ravenswood y asesino indirecto de la muerte de su padre. Como el Lord Keeper conoce las intenciones asesinas del Master, propicia una relación entre éste y su hija, que se prometen en matrimonio. Pero cuando Lady Ashton vuelve de su viaje lo hace con un fin: expulsar al Master de su castillo y casar a su hija con un enemigo del Master, Bucklaw. El Master, que abandonó por amor sus ansias de vengar el honor de su padre y recuperar sus posesiones familiares perdidas por un cambio de política que favoreció al Lord Keeper, huye un año y vuelve cuando Lucy se va a casar para impedir romper su relación.

Comparada con otras obras del autor resulta un poco floja, pewro como siempre, es entretenida.

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LAS AVENTURAS DE ARTHUR GORDON PYM (Edgar Allan Poe)

El libro empieza con una típica explicación de las circunstancias que condujeron a ARTHUR GORDON PYM,  el protagonista, a correr sus aventuras, y luego, poco a poco, la cosa se complica, introduciendo al lector en una bella historia de suspense en la que hay de todo: amenazas, amotinamientos, terror, misterios…

De hecho, el final de la obra es tan abierto que Julio Verne la continuó, o eso quiso, en La Esfinge de los hielos. Pero Julio verne era un señor burgués, que escribía en su casa, cómodamente, sin viajar jamás, y aunque se pueda llegar a ser un gran escritor de ese modo, no se puede competir con Poe, que vivía a veces en la calle y murió alcoholizado. No se puede competir a la hora de suscitar la inquietud del lector, ni el desasosiego, ni el miedo a lo que solamente se sospecha. Poe hablaba de monstruos conocidos, y los de Verne nos resultan unpoco de juguete.

En mi opinión, por tanto, Julio verne no tenía la vena maligna de Poe y la continuación no hace ninguna justicia a la obra original. O sí se la hace, resaltándola, proque eto es lo que sucede cuando escribe uno sobre los cimientos que no debe.

Hay que leerse este clásico,a caballo entre lo terrible y las aventuras, para comprender mejor la grandeza de un autor como Poe, al que a menudo consideramos más contemporáneo de lo que en realidad es.

Nació en 1809, aunque parezca tan actual. Es bueno no olvidarlo.

www.javier-perez.es

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Vivo o muerto (Varios)

Vivo o muerto es una apuesta de Tropo Editores por recuperar para la literatura un género tan clásico como los cuentos de vaqueros. Con prólogo de José Luis Borau (un artículo publicado en Heraldo de Aragón, en 1954) y Anselmo Núñez Marqués, en Vivo o Muerto hacen su especial homenaje al Spaguetti Western autores como los premio Nadal Francisco Casavella o Felipe Benítez Reyes, el argentino Norberto Luis Romero, Hilario J. Rodríguez, José María Latorre, o los aragoneses Carlos Castán, Manuel Vilas, Mario de los Santos, Patricia Esteban Erlés y Óscar Sipán.

“Pero los vaqueros son como nosotros querríamos ser. La gracia y la originalidad son virtudes poco masculinas. Estos hombres duros,  curtidos, nobles e impetuosos, hacen lo que nosotros habríamos querido hacer siempre en vez de sumar en una oficina,  estudiar un texto o poner una tuerca. Son independientes, valerosos, decididos, se juegan todo a la cara de una moneda y saben cantar canciones con una guitarra. No tienen problemas amorosos, que es una de las cosas que más odiamos los hombres. Ven una muchacha al llegar al poblado y ya saben que va a ser para ellos, que les va a querer. Hasta llegar al beso final no hay otro inconveniente que vencer a los bandidos, rescatar el dinero robado o adivinar quién mató a su hermano. Es decir, problemas sencillos, de los que se pueden resolver sin andarse en zarandajas ni complicaciones. Sólo con la fuerza y la destreza”.

JOSÉ LUIS BORAU
(Director, productor, guionista, actor, crítico de cine y académico de la RAE)

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LISTADO DE AUTORES:
PRÓLOGO JOSÉ LUIS BORAU Y ANSELMO NÚÑEZ MARQUÉS
José Luis Borau es director, guionista, actor, productor y crítico de cine. Actualmente compagina la p de la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE) y el sillón B de la Real Academia de la Lengua Española. Con “Brandy” (1963) arrancó su carrera en el cine y en un género: el spaghetti-western.
Anselmo Núñez Marqués es  licenciado en Historia por la Universidad Complutense de Madrid y Doctorado en Arte Contemporáneo. Autor del libro “Western a la europea… Un plato que se sirve frío”.
        
FRANCISCO CASAVELLA

Francisco Casavella inicia su trayectoria literaria a los 28 años con la novela El Triunfo (Versal, 1990, Premio Tigre Juan). A ésta le seguirán Quédate (Ediciones B, 1993), Un enano español se suicida en Las Vegas (Anagrama, 1997) y la novela juvenil El secreto de las fiestas (Anaya, 1997). Su última obra es la trilogía El día del Watusi (Mondadori, 2002), formada por "Los juegos feroces", "Viento y joyas" y "El idioma imposible", un fresco de la Barcelona, del último cuarto de siglo XX, desde el chabolismo del tardofranquismo hasta las Olimpiadas y los escándalos financieros de los 90. Fue guionista de Antártida, primera película de Manuel Huerga (1995), y en la actualidad escribe para distintos periódicos y revistas. Ha sido traducido a varios idiomas. En 2008 gana el prestigioso Premio Nadal con Lo que sé de los vampiros.
Dos de sus novelas han sido llevadas a la pantalla: Volverás (Antonio Chavarrías, 2002), adaptación de Un enano español se suicida en Las Vegas, y El triunfo (Mireia Ros, 2006).

FELIPE BENÍTEZ REYES
Poeta, novelista y ensayista español nacido en Rota (Cádiz). Excelente dominador del lenguaje, que abarca desde el neo-simbolismo de su primera época hasta la gran versatilidad de sus trabajos poéticos posteriores, está considerado como una de las voces más influyentes del panorama literario español. Es autor de los libros de poemas, Paraíso manuscrito (1982), Los vanos mundos (1985), La mala compañía (1989), Poesía (1992), Sombras particulares (1992, Premio Loewe), Vidas improbables (1994, Premio Nacional de Poesía 1996), Paraísos y mundos (1996), El equipaje abierto (1996) y Escaparate de venenos (2000). En todos ellos se ven influencias de los poetas de la generación del 27 (Lorca, Aleixandre, etc). Ha obtenido entre otros los premios, Luis Cernuda, Ojo Crítico, Loewe, de la Crítica y Nacional de Literatura. Su labor como novelista y ensayista es también notable, sobresaliendo su primera novela, Chistera de duende (1991).  Premio Nadal 2007 por Mercado de Espejismos.
HILARIO J. RODRÍGUEZ
 

Hilario J. Rodríguez (Santiago de Compostela, 1963) es licenciado en Filología Anglogermánica y en Filología Hispánica. Durante varios años dio clases de lengua, literatura e inglés en España, República de Irlanda, Gran Bretaña y Estados Unidos. Ha ganado varios certámenes literarios y ha publicado la colección de relatos Aunque vuestro lugar sea el infierno y muy recientemente la novela Construyendo Babel (editorial Tropismos). Como crítico 

cinematográfico, colabora con Dirigido por, Imágenes de actualidad o Abc, y es director adjunto de la revista Versión original. Entre sus libros, cabe destacar Eyes Wide Shut: Los sueños diurnos, Museo del miedo, Lars von Trier: El cine sin dogmas (finalista del premio al Mejor Libro del Año de la Asociación de Críticos Cinematográficos) y El cine bélico: Una propuesta de análisis (de próxima aparición en la editorial Paidós).
NORBERTO LUIS ROMERO
Norberto Luis Romero nació en Córdoba, Argentina (1951). Es director y profesor de cine. En 1983 publica en Editorial Noega, de Asturias, su primer libro de cuentos, Transgresiones, y en 1988 el mismo libro aparece en Argentina publicado por Alción Editora. Tras un largo silencio aparece en 1996 “El momento del unicornio”, en Ediciones Nobel, de Asturias, simultáneamente con su primera novela Signos de descomposición, en la editorial Valdemar, de Madrid, donde en 1999 publica su segunda novela “La noche del Zeppelín” y en 2002 la tercera: “Isla de sirenas”. En 2003 la novela “Ceremonia de máscaras”, en Laertes, Barcelona. En "Leaping dog press", Virginia, “The Last night of carnaval”, libro de relatos en traducción de H. E. Francis; y en 2005, "Editorial Egales" de Madrid, publica la novela “Bajo el signo de Aries”. En 2007, "Ediciones Amargord", en su colección de minilibros "1003 libros para cruzar la noche", publica el cuento Capitán Seymour Sea.

CARLOS CASTÁN

Barcelona, 1960. Es autor de los libros Frío de vivir (Zócalo, 1997;  Emecé, 1997;  Salamandra, 1998. Traducción al alemán: Gern ein Rebell. Nagel&Kimche: 2000), Museo de la soledad. (Espasa, 2000; Círculo de Lectores, 2001; Tropo Editores, 2007) y Sólo de lo perdido (Destino, 2008).

MANUEL VILAS
Manuel Vilas nació en Barbastro en 1962. Ha publicado la novela Dos años felices y una serie de relatos sobre la vida contemporánea reunidos en La región intermedia. Es autor de los libros de poesía El rumor de las llamas, El mal gobierno, Las arenas de Libia, El cielo y Resurrección (XV Premio Gil de Biedma). Autor de las novelas Zeta, Magia y España.
JOSÉ MARÍA LATORRE
Nacido en Zaragoza, actualmente reside en Barcelona. Coordina la revista «Dirigido» y dirige la colección de libros «Programa Doble». Colabora en revistas y periódicos de España e Italia sobre temas de literatura, cine y música y ha escrito dieciséis guiones para televisión a partir de clásicos de la literatura fantástica. Su guión para el cortometraje "El sistema de Robert Hein", a partir de un cuento de Pere Calders, obtuvo el premio de la Generalitat catalana.
Novelista, ha publicado cuentos en las revistas de España "Turia", ”Clarín” "La Mosca", "Revista de Literatura Rey Lagarto", "Quimera", "Penthouse", "Trébede", "Rolde", "Prima Littera" y cuentos que es hoy en día. Ella esgrime los siguientes argumentos para justificar un latrocinio tan especializado: “elemental, queridos, los libros de relatos son más fáciles de ocultar en  el bolsillo de un abrigo e infinitamente mejores que las novelas que se escriben actualmente en  aqueste país”. Espera  poder robar su primer libro publicado, “Manderley en venta” (TROPO EDITORES, 2008), en cualquier gran superficie o pequeña librería de viejo, a principios del próximo año. Premio Isabel de Portugal de Narrativa 2007,  Premio Universidad de Zaragoza de Narrativa 2007, Premio “Tierra de Monegros” 2007.
MARIO DE LOS SANTOS 
Nacido en Zaragoza, en 1977. Doctor por la Universidad de Zaragoza. Autor de las novelas Al final de la cebada (Zócalo, 2004) y "Cuando tu rostro era niebla" (Onagro, 2008). Ganador del Premio de Novela Fundación 2009 con "La brújula del universo" (Huerga y Fierro, 2008).
OSCAR SIPÁN.
Nacido en Huesca, en 1974. Galardonado en numerosos certámenes literarios, entre los que destacan el VIII Certamen Literario Alfonso Martínez-Mena 2008, de Alhama de Murcia, el XXXV Premio Ciudad de Villajoyosa 2007, IX Premio de Libro Ilustrado para Adultos 2006, que convoca la Diputación de Badajoz, el Premio “Don Alonso Quijano 2006, Málaga, el Premio Paradores de Turismo de España 2003, el Premio Odaluna de Novela 1998 de Albacete o el XVII Premio Isabel de Portugal 2002. Autor de los libros “Rompiendo corazones con los dientes” (Premio Odaluna, 1998), Pólvora Mojada (Premio Isabel de Portugal 2003), Leyendario (2004), Escupir sobre París (2005), Tornaviajes (2006, Premio Búho), Guía de hoteles inventados (Premio de libro ilustrado para Adulto 2006, Diputación de Badajoz), Leyendario, Criaturas de agua (2007). En 2008 publicará “Avisos de derrota” (Beca de creación, Ayuntamiento de Zaragoza 2008).
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Prólogo

 

 

             Hace dos años di por concluido un afanoso e inolvidable viaje de algo más de un lustro, en el que me propuse rescatar tempranas pasiones y en ello desentrañar el misterio de mi cinefilia adolescente.
             Recuerdo que el planteamiento inicial estuvo cargado de incertidumbres sobre el camino a seguir, pues descarté posibilidades como la de tomar la muy lejana ruta de Alderaán o la del Planeta Prohibido -antiguos anhelos-, quizá impelido por una cuestión de modestia tecnológica o de visado. Descarté igualmente aquella otra que conducía a la recóndita floresta de Sherwood o a las más exuberantes selvas de Mompracem, tal vez porque sentí haber rebasado ya la edad de las utopías libertarias o simplemente por evitar andar entre las ramas de una ficción definitivamente ajena, atendiendo a las mutaciones de un temperamento, el mío, cada vez más escéptico y reaccionario.
            Fue así que decidí buscar otras añoranzas no menos arraigadas, pero más cercanas, adentrándome en el territorio proscrito del Western patrio o mediterráneo, más conocido como Spaghetti Western. Bautizado así de forma maliciosa y despectiva por quienes elevaban a la categoría de Séptimo Arte sólo aquellos productos que consideraban representativos de la tradición o bien de la innovación, si se trataba de una determinada escuela o generación definida por su progresismo ideológico. Los mismos que con alambicadas justificaciones seudo filosóficas, moralistas y recurriendo de forma impúdica a un criterio tan subjetivo como el estético, terminaron por condenarlo al ostracismo, desatando una corriente menospreciativa sin precedentes. Un clima de opinión que afectó, incluso, al gremio de realizadores europeos, al punto de que un amplio sector renegara de esa caterva de atrevidos colegas que había osado recrear aquí, en el viejo continente, la iconografía del género americano por excelencia. (Recuerdo, con menos severidad, declaraciones como las de Damiano Damiani al subrayar –por si acaso- que su película “Yo soy la revolución” no era un western, pese a utilizar sin ambages todos sus clichés, además de otros surgidos de la chistera del inolvidable Sergio Leone).
           Elegí, en definitiva, ese camino, por todo lo dicho y porque las exigencias de nuevos tiempos cinematográficos, marcados por el desarrollo de los denominados “efectos especiales”, terminaron relegando al olvido, a vagar por las tinieblas de la historia del cine, a un género con el estigma de impostor.
           Sí, sopesando motivos relacionados con el carácter, se me antojó entonces que este era un rumbo prometedor: suponía ir contra corriente, afrontar causas perdidas y frecuentar poéticas decadentes (“En otro tiempo, si mal no recuerdo, mi vida era un festín en el que se abrían todos los corazones y en el que se derramaban todos los vinos”  resonaba Rimbaud).
            Asumí que para desmontar prejuicios y descifrar secretos habría de rehacerme a cada andanada desmitificadora. El compromiso requería convicción, la senda a seguir estaba desdibujada, pero yo conservaba en lo profundo de mi memoria y en el vértice de mi retina imágenes, y éstas me acercaban ese prurito arrebatado de infancia del que todos presumimos cuando nuestro físico nos la niega rotundamente.
            Como si de un viaje iniciático se tratara, me propuse participar de una historia pasada sin saber bien cómo, poniéndole a mi corazón freno y marcha atrás, para recalar en aquellas aventuras del Oeste vividas en el cine hacía treinta años. Y comencé por irrumpir en sus fotogramas rayados, visitando decorados mantenidos y rehabilitados por obra y gracia de asistencia, viejos y curtidos especialistas como Paco Ardura o Rafael Molina. Pero allí, el eco de voces pasadas, tan sordo como el crujir de la madera o el vaivén chirriante de sus puertas, transmitía una nostalgia fantasmagórica. Rastreé a pie algunos de los desolados parajes, ramblas, desfiladeros e incluso dunas de la geografía hispana por donde transcurrieron aquellas emocionantes galopadas, adornadas por el énfasis musical de Ennio Morricone, en busca de vestigios de antiguos ranchos, fuertes o minas abandonadas, pero entre la ventisca encontré ruinas y, en el peor de los casos, una magnificente soledad. E intenté capturar encuadres, localizaciones y realizar comparativas de escarpados perfiles paisajísticos mudados por la desgaste del tiempo (emulando -dicho sea de paso- la pericia de Carlo Gaberscek), aunque sólo alcanzara a ver y reconocer cuando cerraba los ojos.
            Y lejos de estar vacío en espíritu por tan sutiles hallazgos, me propuse -costase lo que costase- averiguar el paradero de aquellos héroes impertérritos y villanos despiadados que en algún momento, por exigencias del guión, tuvieron que abandonar aquel territorio, para colgar -como confesara Robert Hundar- el cinturón y el Colt en un clavo cercano a la puerta de sus casas. Aquella generación maldita de actores de rostro y de raza. Y sí, aunque no eran pocos los que habían quedado ya en el camino -y no precisamente abatidos por las balas-, encontré a otros soportando el anonimato con frágil dignidad y con el consuelo de estar vivos, pero derrumbándose en gratitud ante la simple y sincera manifestación de admiración. Lamentando y maldiciendo los derroteros de una industria que les fue olvidando al dar la espalda a ese género en el que terminaron encasillados. Ni siquiera esa experiencia, que fue un auténtico descenso a los infiernos, resultó prosaica o decepcionante, pese a asistir a sus anécdotas adulteradas y olvidos no deliberados, a sus rencores y rivalidades no disimuladas, a sus achaques y cicatrices mal restañadas. La silicosis que arrastraría de su primera época de minero, nunca fue impedimento para que un septuagenario Frank Braña presumiera de sus 17 fracturas acumuladas por saltar del caballo y realizar acrobacias y machadas propias de un actor que siempre dio la cara al riesgo, a la profesión; sin embargo, la traiciones sufridas le devoraban el hígado cada mañana.
           Aquel universo en el que la ficción y la realidad estaban tan engarzadas, que resultaba en sus arrabales, en sus reliquias, entre bastidores tan desconcertante y decadente a la par que apasionante, era el Spaghetti Western en estado puro. Extinto pero presente. Contenía definitivamente una arrebatadora carga poética, más allá de lo que intuí al comienzo del camino, a la que no pude resistirme. Y según lo previsto, me entregué a ese intento particular de rehabilitación a través del relato de lo que fue, de lo que fueron y de lo que dejó en mí. No obstante, cuando ya, reconfortado por el esfuerzo, se imponía el regreso, en aquel rojizo atardecer de la última página, sentí que había tenido que pagar un precio, el de haber latido tan cerca: aquella emoción vibrante, ingenua, contagiosa y vital que para mí había destilado el western desde su ficción, terminó por transformarse en taciturna melancolía. Quizá también atendiendo a las mutaciones de un temperamento, el mío, cada vez más escéptico y reaccionario.

 

             Pasados –como dije- dos años de aquella experiencia, tengo la fortuna de asistir como espectador de excepción, a esta nueva propuesta literaria de revisitación, que nos asalta con una consigna determinativa, “Vivo o muerto”. Un título que nos invita a frecuentar una vez más -desde la imaginación- aquella poética, a riesgo de hacernos partícipes de su decadencia y de una épica marcada por el exceso, la precariedad y el desafío de la existencia: Si estas vivo, dispara, de otra forma prepárate la tumba.
         “Vivo o muerto” proclama rotundamente, como en aquellos pasquines de SE BUSCA, la reivindicación de esta temática de la única forma posible, desde la dualidad  de un universo primario y salvaje en el que todo se divide o se encuadra en dos categorías. Si a esos extremos añadimos algunos de los rasgos distintivos del temperamento latino, tales como la pasión o la venganza, estos cuentos del Spaghetti Western prometen acercarnos el aroma y la aventura de una frontera no muy lejana, sin dejar a nadie indiferente.
            Por experiencia sé que no es fácil evocar y recrear con palabras un mundo que apenas necesitaba de ellas, tan elocuente en sus primeros primerísimos planos, en su laconismo sentencioso, en su aridez, en su letárgica desolación. Pero, la prosa luminaria de esta obra coral nos concede nuevamente la magia de sus imágenes y de su iconografía, proponiéndonos diversos caminos a seguir más allá de la realidad (también con historias posibles detrás de las bambalinas).
           Un regalo, en fin, que incita a quienes dormitamos con el sombrero calado hasta las cejas, a alzar la mirada, con lánguida cadencia, hacia ese nostálgico horizonte por donde siempre se pone el sol.

 

 

Anselmo Núñez Marqués

 

Juan Sin Letras. Una cruzada literaria.

Juan Sin Letras. Una cruzada literaria.

Viaje a la historia de la publicidad gráfica. Arte y nostalgia

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