Josep Carner

Poeta y escritor catalán. Nació en Barcelona el 6 de febrero de 1884. Su padre era descendiente de «Mas Carner», masía secular de la comarca del Bages; su madre había nacido en la barcelonesa calle de Monteada, núcleo de la nobleza catalana, entonces ya sustituida en gran parte por la próspera burguesía mercantil del último tercio del pasado siglo.

Su condición de hijo único determina una infancia monó­tona y más bien triste; las primeras lectu­ras en catalán son los periódicos de carácter popular de la época, entre los cuales so­bresale Lo tros de paper, con los artículos costumbristas de Robert Robert, en cuyos trazos de sátira benévola descubrimos un remoto antecedente de las prosas humorís­ticas de nuestro autor.

Más adelante pudo leer un libro de la pequeña biblioteca fami­liar: el Romancer Feudal Cavalleresc, del erudito mallorquín Mariá Aguiló, que bien pudo haber despertado en él, junto con la visión de un mundo de aventura y poesía, el amor a la lengua literaria renacida.

El poeta inició sus estudios en el colegio de San Miguel, de Barcelona, donde tuvo un profe­sor de retórica que era pariente del poeta y dramaturgo Víctor Balaguer. En 1896, apenas cumplidos los doce años, C. veía publicados sus primeros versos en la revista L’Aureneta.

Años después entra en la Uni­versidad catalana, donde cursa simultánea­mente, sin esfuerzo aparente, las carreras de Derecho y de Filosofía y Letras, de las que luego se doctora en Madrid; nuestro autor contaba a la sazón veinte años.

En aquel momento, la figura de Maragall ocupa ya un puesto destacado como poeta renova­dor y periodista que define y orienta, sesudo pero apasionado, desde el Diario de Barce­lona. El joven C. ya tiene un nombre como poeta; colabora en las revistas Joventut y Catalunya, en las que a menudo aparecen las firmas de Alcover, Costa i Llobera y Alo­mar, los líricos mallorquines que han de­jado huella en la obra carneriana.

A los dieciséis años había obtenido su primer premio en los Juegos Florales y ocho años más tarde, en 1910, sería proclamado «mestre en gai saber». Publicó su primera colec­ción de poesías, Llibre deis poetes, en 1904, y en los dos años subsiguientes aparecieron Primer llibre de sonets y Els fruits saborosos. Siguieron Segon llibre de sonets (1907), Verger de les galanies (1911) y Les monjoies (1912) (v. Poesías), con el que se cie­rra la etapa modernista de nuestro poeta.

Crece su fama, y es admirado y combati­do; conoce a Prat de la Riba y se convierte en amigo y colaborador del gran estadista; desde La Veu de Catalunya, C. desarrolla una intensa campaña patriótica; crea un nuevo estilo de periodismo político, se des­dobla en múltiples seudónimos. Como poeta, abandona muy pronto el influjo de los par­nasianos y abraza el simbolismo, para de­jarlo en seguida atrás, en una constante renovación de formas y motivos, siempre en busca de su auténtica voz de poeta nato.

Vienen luego La paraula en el vent (1914), Auques i ventalls (1914), Bella térra, bella gent (1918), L’oreig entre les canyes (1920), y entre otras colecciones menos significati­vas, La inútil ofrena (1924), un libro de perfecta madurez que configura definitiva­mente su personalidad de poeta genial.

Entre tanto, C. se ha convertido en uno de los apóstoles de la renovación filológica junto a Pompeu Fabra, jefe y maestro de un movimiento que nuestro poeta sirve como escritor y como miembro del Institut d’Estudis Catalans. Dirige las revistas Emporium y Catalunya.

Después de la muerte de Prat de la Riba y del fracaso de la Asam­blea de Parlamentarios, hito en el movi­miento político catalán, C. se siente desen­gañado, abandona el comentario de La Veu y se consagra exclusivamente a sus activi­dades literarias y editoriales.

Durante la dictadura de Primo de Rivera (1923-1929) volvió nuestro autor al periodismo con sus ágiles notas humorístico-políticas, firmadas con el seudónimo de «Bellafila», de las que apareció una selección, Tres esteis i un róssec, en 1927.

En 1920 había ingresado en el cuerpo diplomático y consular; a través de los años, su carrera le ha lle­vado a Génova, Costa Rica, El Havre, Hendaya, Beirut, Bruselas París y Bucarest; en los últimos tiempo de la República fue ministro plenipotenciario en la Emba­jada en París. Terminada la guerra civil, pasó a México, donde residió algunos años.

En la actualidad vive en Bruselas, en cuya Universidad enseña literatura española. Su obra poética, tanto por sus valores intrínse­cos como por la influencia ejercida, sólo admite parangón con la precedente de Jacint Verdaguer. Con Xénius (Eugenio d’Ors), C. ha sido una de las figuras señe­ras del Novecentismo, que abrió nuevos caminos a la cultura y a las letras catala­nas. Verdaguer, Maragall, C. y Riba son indudablemente los cuatro grandes de la poesía moderna en Cataluña, pero a nues­tro autor le corresponde el mérito de haber creado en ella un clima de definitiva nor­malidad, un sentido europeo y un lenguaje con plena aptitud lírica. Su obra equivale a un auténtico movimiento literario y él mismo ha sido reconocido como maestro y jefe de escuela.

El primer volumen de Obres completes (1957), que comprende su producción en verso, nos permite contemplar panorámicamente toda la entidad y la variada riqueza de una obra marcada desde su origen con el signo de la gracia, del don, del soberano saber de un poeta genuino y superdotado, que al recoger acentos y formas ajenas ha sabido metamorfosearlos má­gicamente, incorporándolos a su inconfun­dible y poderosa personalidad de creador.

Los mallorquines, los parnasianos y simbo­listas, los Victorianos, Ausiás March y Jordi de Sant Jordi fecundan sucesiva o simul­táneamente sus naturales dotes, pero el nú­cleo sustancial — inspiración, oficio, sanidad moral, júbilo, ingenio, ironía — se mantie­ne y perfecciona a través del largo proceso de su canto.

Cuando el dolor asoma en com­posiciones de la madurez, como «De mal registrar», «Plany en la mort de Guerau de Liost» y en algunas notas elegiacas, pron­to se ve suplantado por una imprevista mú­sica de palabras o un paisaje prodigiosa­mente recreado.

Y en toda ocasión, en paz o en guerra, presente o ausente de sus lares — y no sólo en sus poesías de tono patriótico, como el exaltado y sinfónico «Día revolt» —, el poeta no desmiente jamás sus raíces mediterráneas, el amor encantado por su tierra y su gente (Bella térra, bella gent se titula significativamente, como he­mos visto, uno de sus libros).

C. suscita un mundo feliz y hermoso someramente ara­ñado por la ironía; el amor se ofrece como un enamoramiento de las cosas bellas, sobre todo de la mujer; a veces la voz se torna grave o ardiente y entonces el fino juego galante o trovadoresco se resuelve en un psicologismo meditativo, opaco, a la inglesa — son sus propias palabras — o en clamores de pasión y ademanes trágicos, con un ro­mántico sentido de fatalidad. Pero en su obra juvenil y aun en La inútil ofrena se impone el tono cortesano, un estado como de noviazgo permanente con las palabras gráciles y las imágenes leves e ingeniosas, hechiceras y radiantes.

Un lúcido pudor, un buen gusto radical salva sin desfallecimien­tos los escollos de una poesía que en algu­nos de sus epígonos ha caído en lo gratuito y lo cursi. En 1941 apareció en Buenos Aires su poema Nabí, ambiciosa y trascendente estilización de la historia bíblica de Jonás, monumento de la lengua con cierta ten­dencia a un barroquismo arcaizante, casi siempre refrenado por el instinto y la cien­cia del poeta.

En un estilo épico-lírico de contenido dramático y preocupación meta­física, el acento se eleva y se ahonda la intención, y la obra nos ofrece el resultado máximo de preciosas experiencias poéticas. Es también notabilísima la colección Lluna i llanterna (1935), en la que C. se ejercita en significativas versiones de los grandes líricos y epigramáticos chinos, de los que nos da afortunadas re-creaciones que pa­recen conservar íntegras las esencias origi­nales, enriquecidas si cabe, en los mejores momentos, con la aportación de valores lin­güísticos y personalísimos hallazgos inter­pretativos.

Como prosista, nuestro autor ha dado diversas obras, todas ellas muy carac­terísticas: La malvestat d’Oriana (1910), na­rración de tema y expresión medieval; La creado d’Eva i altres contes (1922), Les planetes del Verdum y Les bonhomies. En esta última, sobre todo, se resumen las vir­tudes más notables de C. como observador de la sociedad que le rodea; su humor, muy catalán aunque ligeramente teñido de britanismo, es más bien frío y clemente, sin mordacidad, y se expresa en una prosa ela­borada, llena de ocurrencias y notas salien­tes, que se adivinan acompañadas de la picara y fina sonrisa del escritor.

El in­flujo de esta manera, derramada además por C. a través de innumerables traduccio­nes de novelas y narraciones francesas e inglesas — entre las que destacan con luz muy propia las Aventures de Tom Sawyer y el Pickwick —, ha sido muy grande en la generación posterior; como su poesía, la prosa de nuestro autor ha creado un incon­fundible estilo «cameriano».

Para la escena ha escrito El giravolt de maig, opereta en verso con música de Eduard Toldrá, y El ben cofat i Valtre, dramatización en prosa poética de una leyenda azteca, escrita en México y publicada también en versión cas­tellana con el título de El misterio de Quanatxata. Como ha dicho Caries Riba, «las cualidades genéricas de la obra de C. hacen de ella el caso más puro de lírica que se ha dado entre nosotros: aquel, en suma, en que la inspiración y el arte se han equili­brado normal y firmemente».

J. Oliver