¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (PHILIP K. DICK)

Philip K. Dick

Es la última de las novelas de Philip Dick que he escogido para in­cluir en el presente volumen. Podía haber mencionado su Ubik (1969), Fluyan más lágrimas, dijo el policía (1974), o Una mirada en la obscuridad (1977), a las cuales les sobran méritos para ser recomen­dadas. Incluso pensé incluir su última novela, VALIS (1981), que algunos consideran incomprensible, y que a mi juicio es una con­fesión honesta y dolorosamente divertida, pero en algún sitio hay que trazar la línea. ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (Do Androids Dream of Electric Sheep?) se ha convertido en la novela más leída de Dick desde que se la convirtió en guión del hermoso filme de ciencia ficción Bladerunner en 1982. Es también una de sus mejo­res obras.

El héroe, Rick Deckard, es un cazador mercenario, cuya tarea consiste en disparar sobre androides vagabundos. Estas sofisticadas máquinas son casi idénticas a los seres humanos y sólo mediante la aplicación de ciertos tests psicológicos puede Deckard asegurarse de que son efectivamente androides. (El impreciso límite entre lo natural y lo artificial es el tema principal de este libro, como de gran parte de la obra de Dick.) Los androides han sido fabricados para ser utilizados en otros planetas del sistema solar, pero algunos de ellos han escapado de los mundos coloniales y vagan ilícitamente por la Tierra. Se trata de una Tierra decadente y subpoblada dentro de unas cuantas décadas: la guerra mundial ha terminado, y casi todos los animales se han extinguido, muertos por efecto del polvo radiactivo. Gran parte de la humanidad sobreviviente ha emigrado fuera del mundo, e inmensos bloques de apartamentos cubren de­sordenadamente el paisaje californiano, llenos de polvo, de televiso­res inútiles y de todos los detritos entrópicos que el otro personaje principal, J. R. Isidore, llama kipple. Como explica Isidore, kipple son los «objetos inútiles, como la correspondencia publicitaria o una caja de cerillas vacía, el envoltorio de un chicle o el periódico de ayer. Cuando no hay nadie cerca, los kipple se reproducen. Por ejemplo, si uno se va a la cama y deja algunos kipple en el suelo, cuando se despierta, a la mañana siguiente, se han duplicado. Cada vez son más y más». Isidore es tonto, un «cabeza de chorlito», pero hay sabiduría en su simplicidad.

En realidad, todo este mundo degradado es absurdo. Rick Deckard conserva una oveja electrónica sobre el techo de su edificio de apartamentos. Puesto que los animales son tan escasos, el estatus social se mide por la cantidad de animales que uno tiene, y abun­dan las falsificaciones. En relación con esta casi adoración hacia los animales, existe una extraña y nueva religión, el mercerismo, a la que todos los personajes se adhieren: tienen visiones mientras co­gen las manijas de una «caja de empatía». Detalles como éste, que hacen del libro algo más que una narración violenta de persecución y pánico, faltan en la citada película Bladerunner. Por buena que ésta sea, carece de la característica más típicamente dickiana: el humor. Por ejemplo, Deckard y su mujer (en la novela está casado, a dife­rencia del macho solitario de la película) superan sus penas utili­zando un «órgano Penfield de estado de ánimo». Tienen junto a la cama este ingenioso aparato, que les programa el humor para el día. La mujer de Deckard, perversamente, programa para sí misma una «depresión de seis horas». Él se lo reprocha, sugiriéndole que saque el número correspondiente a «deseo mirar TV, no importa cuál sea el programa» o, mejor aún, el de «estoy dispuesta a recono­cer la sabiduría superior del marido en todos los terrenos».

La acción de la novela tiene lugar en un período de veinti-cuatro horas, y la historia se refiere a la persecución que Deckard hace de un grupo de peligrosos androides: «Nexus–6». Eventualmente si­gue el rastro de los últimos androides hasta el solitario apartamento de J. R. Isidore, y allí los mata, pero antes tiene la perturbadora ex­periencia de enamorarse de un androide hembra, la hermosa Rachael Rosen (a quien deja en libertad). Ha «retirado» seis androides en un día, pero no está contento. Vuelve a su casa, y mientras se des­ploma en la cama, su mujer prepara el órgano del estado de ánimo para una «larga y merecida paz».

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Tiempo de Marte, de PHILIP K. DICK

El Marte de esta novela «está pintado con precisión y vivacidad», escribe Brian Aldiss en su introducción a la edición inglesa. «No es el Marte de Edgar Rice Burroughs –un campo de aventuras–, ni el Marte de Ray Bradbury, un paralelo de la Prístina América; aquí, Marte se describe, con elegancia y pericia, como metáfora de la pobreza espiritual.» Lo que no quiere decir que sea un retrato realista del desolado Marte que conocemos a través de la NASA. Por el contrario, Dick utiliza muchos elementos tradicionales –una red de canales, una civilización marciana hace mucho tiempo en decadencia– que son meras fantasías, pero los recrea, ajustándolos a la visión personal de un futuro próximo en el cual las maravillas de los viajes espaciales y la tecnología avanzada no han conseguido transformar la condición humana. En este libro, los co­lonizadores terrestres de Marte llevan una existencia magra (adje­tivo preferido de Dick); tienen que luchar contra el polvo y el abu­rrimiento, con máquinas obsoletas y una escasa provisión de agua. Un canal típico es «un verde perezoso y repelente … mostraba el paso del tiempo, el fango, la arena y las sustancias tóxicas que ha­cían que el agua fuera cualquier cosa, menos potable. Sólo Dios sa­bía qué elementos alcalinos había absorbido la población y llevaba ya en los huesos. Sin embargo, estaban vivos».

En este libro hay muchos personajes, pero ninguno de ellos es, en última instancia, ni héroe ni villano. El más simpático, Jack Bohlen, es un mecánico hábil, especialista en la reparación de aparatos ave­riados; está preocupado por la recurrencia de la esquizofrenia que una vez lo afectó, pero continúa viviendo de la mejor manera posi­ble. El personaje menos agradable es Arnie Kott, un corrupto diri­gente gremial, quien llama despectivamente «negros» a los bleekmen (aparentemente, los primitivos habitantes de Marte). La historia envuelve un negocio de tierras que transformará una región salvaje –territorio sagrado para los bleekmen– en una vasta extensión de viviendas para una nueva inmigración de colonos de la Tierra. Boh­len y Kott se relacionan con un niño autista de diez años cuyo padre se ha suicidado. El niño parece tener capacidad para ver el futuro, y ha quedado petrificado en ese estado autista debido a la visión de su propia muerte lejana.  Los bleekmen son los únicos que pueden «cu­rarlo».

Aburrimiento, esquizofrenia, suicidio, corrupción, muerte: en realidad, una lúgubre letanía. Pero lo sorprendente (y he aquí la pa­radoja que esperamos de Philip K. Dick) es que a menudo la novela es entretenida, a veces hasta divertida. Veamos un pequeño ejem­plo del humor de Dick: en Tiempo de Marte (Martian Time–Slip) hay un psiquiatra que ha sido despreciado por Arnie Kott y desea ven­garse. Preocupado por sus problemas personales, se convence de que no es «el tipo anal–expulsivo, ni oral–sarcástico … tiempo atrás se había clasificado como tipo genital tardío, entregado a impulsos genitales maduros». Los personajes de las novelas de Dick están analizándose permanentemente, y siempre con el resultado de gro­tescas caídas psicológicas.

Pero además de humor hay ternura. Al final de la novela, Kott tiene su merecido castigo: mientras trata de presentar un reclamo fraudulento en las montañas marcianas, es tiroteado por un contra­bandista de segundo orden. Jack Bohlen (a quien en determinado momento Kott ha tratado de matar) está a su lado: «La muerte de Arnie Kott, incomprensiblemente, lo llenó de pena … En silencio, continuaron hacia Lewistown, con el cadáver de Arnie. Llevaron a Arnie a su casa, a su cofradía, donde era –y probablemente siem­pre lo será–Jefe Supremo del Sindicato de Trabajadores del Agua, Sección del Cuarto Planeta». No hay aquí pretensiones heroicas de ningún tipo. No hay grandes victorias. Simplemente, la vida con­tinúa.

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