Los tres estigmas de Palmer Eldritch, PHILIP K. DICK

Philip K. Dick fue extraordinariamente prolífico a mediados de la década del sesenta. Sólo en 1964 publicó cinco novelas, la ya men­cionada Tiempo de Marte, otras tres menores, pero muy interesantes, originalmente publicadas en ediciones de bolsillo, Los Simulacra, Clans of the Alphane Moon y La penúltima Verdad. Y, por último, quizá la más importante, Los tres estigmas de Palmer Eldritch (The Three Stig­mata of Palmer Eldritch). Éste fue el libro a través del cual descubrí a Dick (lo digo como un consejo), a los dieciséis años. Entonces no lo comprendí plenamente, y no estoy seguro de comprenderlo ahora, pues aquí aparece Dick en su faceta más salvaje y desconocida. En­tre otras cosas, es una novela sobre drogas, lo que parece hacerla muy apropiada para su década.

Empieza como una sátira a la manera de Pohl y Kornbluth. Barney Mayerson es un vidente; tiene facultad de prever el futuro dentro de ciertos límites. Trabaja como especialista en «premoda» para una compañía de Nueva York llamada Perky Pat Layouts, Inc., donde su tarea consiste en predecir las modas en vestidos, or­namentos y diseño interior. P. P. Layouts fabrica muñecas y casas de muñecas para los consumidores de una droga conocida como Can–D. Todo aquel que consume la droga puede entrar en el mundo de Perky Pat y otras muñecas semejantes, para llevar una vida ilusoria de ocio y erotismo. Este hobby escapista es especial­mente atractivo para los aburridos y nostálgicos colonos de Marte. Aunque es uno de los mejores videntes de la especialidad, Barney tiene problemas. Se siente amenazado por su nuevo asistente, Roni Fugate (se van juntos a la cama poco después de conocerse: «Los dos sois videntes», le explica su psiquiatra computarizado a la ma­ñana siguiente. «Habéis visto con anticipación que terminarías eró­ticamente comprometidos. De modo que habéis decidido… ¿para qué esperar?»). También ha recibido la noticia de su reclutamiento –la exigencia de convertirse en colono de Marte– y a partir de ese momento lleva a su psiquiatra portátil, el doctor Smile, a todas par­tes, con la esperanza de que lo convierta en suficientemente neuró­tico como para no aprobar el test de emigración. Mientras tanto, Nueva York se sofoca bajo una ola de calor de 180 grados de tempe­ratura permanente (supuestamente provocada por el efecto inver­nadero, estamos en el siglo veintiuno), y el grueso de la población vive en vastos «Conapts», donde tienen que pagar una fortuna por facturas de refrigeración.

El jefe de Barney, Leo Bulero, es uno de los pocos privilegiados que pueden permitirse una Terapia de Evolución en una clínica alemana, lo cual lo vuelve poco a poco un «cabeza burbuja». Él se jacta en estos términos: «Debido a que me someto a la Terapia E, tengo un lóbulo frontal gigantesco; yo también soy prácticamen­te un vidente; soy muy avanzado». Pero de poco le sirve cuando se entera de que su rival industrial, Palmer Eldritch, ha regresado de un viaje de diez años a Próxima Centauri con algunos líquenes que pueden servir como base de una nueva droga que compita con Can–D. Bulero vuela a la Luna para enfrentarse a Eldritch y ma­tarlo si es necesario. Pero llega demasiado tarde, pues ya se ha or­ganizado una corporación para comercializar la maravillosa droga de Eldritch, la Chew–Z; y comienzan a llegar a Marte cargamen­tos de la nueva sustancia. A diferencia de la Can–D, la Chew–Z se supone que no crea adicción; ha sido aprobada por las Naciones Unidas, y pronto todo el mundo la consumirá, tanto en la Tierra como en Marte y en las diversas y desdichadas lunas del sistema solar. Pero la nueva droga tiene efectos mucho más poderosos que la Can–D. Como descubren Bulero y Barney Mayerson, puede llegar a hundir a un sujeto en un mundo de ilusión permanente, en un mundo controlado por Palmer Eldritch (cuyos «estigmas» son una mano artificial, ojos mecánicos y dientes de acero), o por algún ente demoníaco que opera a través de Eldritch.

La novela no es tanto una sátira como una comedia negra me­tafísica que termina convirtiéndose en una pesadilla. Al final, es di­fícil distinguir ilusión y realidad; y ése, sin duda, es el objetivo. The Three Stigmata of Palmer Eldritch es un libro desconcertante, pero brillante.

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El hombre en el castillo (PHILIP K. DICK)

Esta obra tiene muchas de las características de una novela social. Se refiere a las interacciones de hombres y mujeres en una sociedad descrita con realismo, ambientada en 1962. Incluso tiene algo de las «comedias de costumbres». Sin embargo, no cabe duda de que es ciencia ficción, ni de que pertenece, al igual que Lo que el tiempo se llevó, de Ward Moore, a la subcategoría de historias de «mundos al­ternativos». La base de la que parte El hombre en el castillo (The Man in the High Castle) es que alemania y Japón han ganado la segunda guerra mundial y que se han dividido entre ellos el territorio de los Estados Unidos. En ese 1962, el Reich alemán está ocupado en lle­var a la práctica una atroz solución final en África, mientras ultima los planes para enviar el primer cohete tripulado a Marte. Entre­tanto, un Imperio Japonés relativamente benigno administrará la Costa Oeste de los antiguos Estados Unidos; los funcionarios japoneses están obsesionados con las costumbres populares y con los objetos de la cultura pop de los derrotados californianos.

Robert Childan tiene una tienda de valiosos objetos antiguos, donde vende relojes Mickey Mouse, viejos posters de películas, li­bros de historietas y cosas por el estilo a los japoneses más cultos, dispuestos a pagar elevados precios por esas genuinas artesanías norteamericanas. Childan está ansioso por complacerlos. En una de las escenas mejor logradas y más divertidas de la novela, es invi­tado a la casa de una joven pareja de japoneses chics que desea ha­cerle escuchar algunos de sus estimados registros de jazz de Nueva Orleans. Childan malinterpreta sus motivos y denigra la música negra en términos racistas –en ese mundo, socialmente acepta­bles–, hasta que se da cuenta de que está cometiendo un error. De esa manera, Philip K. Dick consigue, a comienzos de los años se­senta y en la cumbre del imperio norteamericano de posguerra, crear un verosímil mundo imaginario en el cual los norteameri­canos se ven obligados a humillarse en medio de la confusión, el resentimiento y el remordimiento; soportan el mismo peso de la opresión cultural que a lo largo de la historia han soportado tantos otros pueblos del mundo. Es una saludable inversión.

El hombre en el castillo no es sólo la historia de Robert Childan. Es también la historia del señor Tagomi, simpático empresario japo­nés; de Juliana Frink, instructora de judo, que decide ir en busca del recluso Hawthorne Abendsen; del propio Abendsen, el «hom­bre del castillo» del título, que ha escrito una novela de ciencia fic­ción, La langosta se ha posado, en la cual, como es fácil adivinarlo, se imagina que alemania y Japón han perdido la segunda guerra mun­dial. De esta manera, Dick construye cuidadosamente una narra­ción compleja de muchos niveles, en gran parte unidos entre sí por las referencias al I Ching, el antiguo oráculo chino que todos los per­sonajes consultan de tanto en tanto. La novela cuestiona nuestra idea de «realidad», y demuestra cuan frágil puede ser el consenso. Paradójicamente, por tratarse de un libro que se aparta de la reali­dad, los personajes son muy reales. Una de las mayores virtudes de Dick fue su capacidad para crear personajes –cualidad que no suele caracterizar a los escritores de cf–, y que aplica plenamente en esta hermosa y sutil novela. Quizá sea la mejor obra de Dick, y la más notable de las narraciones sobre mundos alternativos, o fanta­sías de posibilidad histórica, que se haya escrito jamás.

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¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (PHILIP K. DICK)

Philip K. Dick

Es la última de las novelas de Philip Dick que he escogido para in­cluir en el presente volumen. Podía haber mencionado su Ubik (1969), Fluyan más lágrimas, dijo el policía (1974), o Una mirada en la obscuridad (1977), a las cuales les sobran méritos para ser recomen­dadas. Incluso pensé incluir su última novela, VALIS (1981), que algunos consideran incomprensible, y que a mi juicio es una con­fesión honesta y dolorosamente divertida, pero en algún sitio hay que trazar la línea. ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (Do Androids Dream of Electric Sheep?) se ha convertido en la novela más leída de Dick desde que se la convirtió en guión del hermoso filme de ciencia ficción Bladerunner en 1982. Es también una de sus mejo­res obras.

El héroe, Rick Deckard, es un cazador mercenario, cuya tarea consiste en disparar sobre androides vagabundos. Estas sofisticadas máquinas son casi idénticas a los seres humanos y sólo mediante la aplicación de ciertos tests psicológicos puede Deckard asegurarse de que son efectivamente androides. (El impreciso límite entre lo natural y lo artificial es el tema principal de este libro, como de gran parte de la obra de Dick.) Los androides han sido fabricados para ser utilizados en otros planetas del sistema solar, pero algunos de ellos han escapado de los mundos coloniales y vagan ilícitamente por la Tierra. Se trata de una Tierra decadente y subpoblada dentro de unas cuantas décadas: la guerra mundial ha terminado, y casi todos los animales se han extinguido, muertos por efecto del polvo radiactivo. Gran parte de la humanidad sobreviviente ha emigrado fuera del mundo, e inmensos bloques de apartamentos cubren de­sordenadamente el paisaje californiano, llenos de polvo, de televiso­res inútiles y de todos los detritos entrópicos que el otro personaje principal, J. R. Isidore, llama kipple. Como explica Isidore, kipple son los «objetos inútiles, como la correspondencia publicitaria o una caja de cerillas vacía, el envoltorio de un chicle o el periódico de ayer. Cuando no hay nadie cerca, los kipple se reproducen. Por ejemplo, si uno se va a la cama y deja algunos kipple en el suelo, cuando se despierta, a la mañana siguiente, se han duplicado. Cada vez son más y más». Isidore es tonto, un «cabeza de chorlito», pero hay sabiduría en su simplicidad.

En realidad, todo este mundo degradado es absurdo. Rick Deckard conserva una oveja electrónica sobre el techo de su edificio de apartamentos. Puesto que los animales son tan escasos, el estatus social se mide por la cantidad de animales que uno tiene, y abun­dan las falsificaciones. En relación con esta casi adoración hacia los animales, existe una extraña y nueva religión, el mercerismo, a la que todos los personajes se adhieren: tienen visiones mientras co­gen las manijas de una «caja de empatía». Detalles como éste, que hacen del libro algo más que una narración violenta de persecución y pánico, faltan en la citada película Bladerunner. Por buena que ésta sea, carece de la característica más típicamente dickiana: el humor. Por ejemplo, Deckard y su mujer (en la novela está casado, a dife­rencia del macho solitario de la película) superan sus penas utili­zando un «órgano Penfield de estado de ánimo». Tienen junto a la cama este ingenioso aparato, que les programa el humor para el día. La mujer de Deckard, perversamente, programa para sí misma una «depresión de seis horas». Él se lo reprocha, sugiriéndole que saque el número correspondiente a «deseo mirar TV, no importa cuál sea el programa» o, mejor aún, el de «estoy dispuesta a recono­cer la sabiduría superior del marido en todos los terrenos».

La acción de la novela tiene lugar en un período de veinti-cuatro horas, y la historia se refiere a la persecución que Deckard hace de un grupo de peligrosos androides: «Nexus–6». Eventualmente si­gue el rastro de los últimos androides hasta el solitario apartamento de J. R. Isidore, y allí los mata, pero antes tiene la perturbadora ex­periencia de enamorarse de un androide hembra, la hermosa Rachael Rosen (a quien deja en libertad). Ha «retirado» seis androides en un día, pero no está contento. Vuelve a su casa, y mientras se des­ploma en la cama, su mujer prepara el órgano del estado de ánimo para una «larga y merecida paz».

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Tiempo desarticulado (PHILIP K. DICK)

Tiempo desarticuladoLlegamos ahora al tardío y gran Philip Kindred Dick (1928–1982), uno de los autores de culto en ciencia ficción. Aunque ninguno de sus libros haya sido un bestseller en la primera edición, ganó una ex­traordinaria lealtad y la protección de sus muchos admiradores, sobre todo en Europa, donde algunos lo consideraron el más im­portante autor norteamericano de cf. Pero le costó mucho tiempo alcanzar esa reputación. Sus primeras novelas, entre ellas Lotería solar (1955), El tiempo doblado (The World Jones Made, 1956) y Ojo en el cielo (1957), aparecieron por vez primera en ediciones de bolsillo y pasaron casi inadvertidas en la incontenible marea de las ediciones baratas. Tiempo desarticulado (Time Out of Joint) fue su primer libro encuadernado en tela.

El primer tercio de la novela casi no puede considerarse como ciencia ficción. Más bien parece una novela agradable e ingeniosa sobre la vida cotidiana en los Estados Unidos. Es la historia de Ra­gle Gumm, un cuarentón, que vive tranquilamente con su her­mana, su cuñado y el hijo de éstos, de diez años. El único detalle sig­nificativo es la manera en que Ragle se gana la vida. Se pasa cada día rellenando el formulario de un concurso organizado por un pe­riódico: «¿Dónde estará la próxima vez el hombrecillo verde?».Siempre gana. Ha ganado, indefectiblemente, durante tres años. Se ha convertido en una rutina aburrida, pero es un medio de vida re­gular y no se siente capaz de abandonarlo.

Gradual, peligrosamente, la familia comienza a perder el sen­tido de la realidad. Muchos de los incidentes son humorísticos. Por ejemplo, Ragle encuentra una revista estropeada que muestra la fo­tografía de «una adorable actriz rubia con aspecto de escandina­va … Sonreía de una manera asombrosamente dulce, sencilla, pe­ro sugestiva … La muchacha estaba inclinada hacia adelante ex­hibiendo unos pechos que desbordaban el escote. Parecían los pechos más suaves, más firmes y más naturales del mundo … No reconoció el nombre de la muchacha, pero pensó: He aquí la respuesta a nuestra necesidad de una madre, mira». Le muestra la foto a su cuñado, quien tampoco reconoce a la actriz. Se le dice al lector que se trata de una fotografía de Marilyn Monroe, pero en esta América de 1959, Marilyn no existe…

Luego Ragle capta misteriosos mensajes en el aparato de radio de cristal de su sobrino: al parecer provienen de una aeronave invi­sible, posiblemente de naves espaciales. Oye su propio nombre, Ra­gle Gumm, y tiene un fuerte sentimiento paranoico: «Soy un psicótico retardado. Alucinaciones … Infantil y lunático. ¿Qué estoy haciendo aquí sentado? … Imaginándome que soy el centro de un inmenso esfuerzo de millones de hombres y mujeres que involu­cran miles de millones de dólares y un trabajo infinito… un uni­verso que gira alrededor de mí». Lo irónico del caso es que la supo­sición de Ragle es correcta, que este mundo gira efectivamente alrededor de él. Vive en un medio artificial expresamente diseñado para mantenerlo controlado mientras lleva a cabo un trabajo de enorme importancia militar. En realidad, estamos en el año 1998, y él se encuentra en medio de una guerra de desgaste entre la dicta­dura del «Único Mundo Feliz» y los rebeldes en la Luna. La tarea de Ragle, encubierta por el concurso del hombrecillo verde, con­siste en predecir las características de los futuros misiles, ya que po­see un talento sobrenatural para adivinar dónde tendrán lugar los próximos ataques. A fin de evitar que cuestione el propósito de la guerra y se desanime, el gobierno lo ha empujado a una «psicosis regresiva», es decir, un retorno al mundo de la infancia, al paraíso de una pequeña ciudad artificial de 1959.

El verdadero problema al que se alude en Tiempo desarticu-lado es el funcionamiento del complejo militar–industrial de los Estados Unidos. En cierto modo, es una novela premonitoria, un libro so­bre el «frente interno» de la guerra de Vietnam, escrito con diez años de anticipación. Muchos de los detalles del futuro imagi-nado por Dick fueron más tarde reales, como, por ejemplo, los jóvenes punks con el pelo erizado y las mejillas tatuadas. En esta ficción, una tranquila escena suburbana se ve desgarrada por una pesadi­lla, una pesadilla que en 1959 podía haber parecido increí-ble, pero que hoy se nos impone como paradójicamente verdadera.

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El doctor Moneda Sangrienta (PHILIP K. DICK)

Bob Dylan cantó una vez «Puedes estar en mi sueño si yo puedo es­tar en el tuyo», y en esencia ése es el tema de este libro. El «doctor Moneda Sangrienta» del título es Bruno Bluthgeld, un científico nacido en alemania que trabaja para los militares norte-america­nos. La época es la década de 1980; el lugar, California. Bluthgeld sufre una crisis nerviosa. Diez años antes fue responsable de un te­rrible error de cálculo que produjo la contaminación de muchas personas por radiación nuclear. Ahora tiene la fantasía de que está desfigurado, de que tiene la cara cubierta de manchas. También cree que lo persigue una «conspiración comunista internacional». Aparte de Bluthgeld, peligrosamente paranoico, hay muchos otros personajes (es una novela ricamente poblada): Stuart McConchie, un vendedor negro de aparatos de TV estereofónica; Hoppy Harrington, un joven víctima de la talidomida, sin brazos y sin pier­nas, que trabaja como técnico de reparaciones en una tienda de TV; Walt Dangerfield, un gracioso astronauta –«una mezcla de Voltaire y Will Rogers»– que queda atrapado en una órbita in­finita alrededor de la Tierra, y Bonny Keller, una frívola hechi­cera, que dará nacimiento a una niña que lleva un gemelo siamés en el estómago.

La historia comienza el día en que estalla la tercera guerra mun­dial. San Francisco es destruida, pero la vida continúa en el con­dado de West Marin, al norte. Los sobrevivientes rehacen allí su vida, y en unos cuantos años construyen una economía rural de trueque. Superficialmente, la situación se parece a la de Ay, Babilo­nia, de Pat Frank. Sin embargo, como en todas las novelas de Philip K. Dick, el desarrollo no es convencionalmente realista. Esa socie­dad bucólica posterior a la bomba se mantiene unida gracias a la perspicacia y la sabiduría de un disc jockey. Walt Dangerfield, el as­tronauta lanzado al espacio el día en que cayeron las bombas, tiene «un millón y medio de kilómetros de cintas de vídeo y de audio», y transmite incesantemente música y lecturas de libros clásicos a la gente de allá abajo (Servidumbre humana, de Somerset Maugham, es muy popular).

Ese estado de cosas relativamente feliz es amenazado por dos personajes que desean rehacer el mundo según sus propios y enfer­mizos patrones. Bruno Bluthgeld se cree responsable de las bom­bas H, lo que en cierto sentido es verdad. Al principio vive tranqui­lamente bajo un nombre falso, protegido por Bonny Keller, el único personaje que conoce su verdadera identidad. Cuando otros comienzan a sospechar que es el terrible doctor Moneda San­grienta, la locura de Bluthgeld vuelve a aparecer, más fuerte que nunca. Amenaza con destruir el mundo otra vez. El otro personaje con características megalomaníacas es Hoppy Harrington, el me­cánico sin extremidades. Hoppy se traslada en un carro mecánico inventado por él mismo; repara las cosas por medios telequiné-sicos. En ese loco mundo de anormalidades biológicas, el talento de Hoppy crece sin medida. Es capaz de llegar al satélite en órbita y controlar los reproductores de Walt Dangerfield; imitando la voz de Dangerfield, intenta transmitir sus propios mensajes al mundo. Choca con Bluthgeld, a quien mata arrojándolo por el aire. El único personaje que puede enfrentarse con Hoppy e impedirle con­vertirse en dictador es Bill Keller, el insospechado hijo de Bonny, de siete años, que lleva una vida invisible en el interior del vientre de su hermana…

El doctor Moneda Sangrienta (Dr. Blood Money) es un libro dispara­tado, grotesco y cautivante. En cierto momento, el simpáti-co Stuart McConchie, que después de la guerra se gana la vida vendiendo trampas para animales pequeños, se encuentra con un hombre que le habla de su ratita, un mutante como tantas criaturas de la novela: «Es muy lista; puede tocar la flauta. No te estoy engañando. Es ver­dad. Le he hecho una pequeña flauta de madera y la toca con la na­riz… Es prácticamente una flauta asiática de nariz, como las que tienen en la India». Esa imagen de una rata que toca la flauta con la nariz es, en cierto modo, central. Resume la visión cómica que Dick tiene de la vida, que se reproduce de mil maneras diferentes, a pesar de los «malos sueños» de los Hoppy Harrington y de los doctores Moneda Sangrienta.

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