Pequeña gran literatura

Pequeña gran literatura

JOSÉ ABAD

 Lo de "literatura infantil y juvenil" no es sólo una drástica simplificación, como toda etiqueta, sino un marbete impreciso donde los haya que, en vez de presentarnos el producto, hace una valoración equívoca del mismo en virtud de su destinatario potencial. No todas las novelas para jóvenes pueden presumir de juventud, qué más quisieran; infinidad de ellas vienen al mundo con artritis, problemas de vista y acusada sordera, achacosas, irremediablemente asistencia, viejas. Tampoco los libros para niños son siempre infantiles; un adjetivo, además, que en literatura siempre ha arrastrado una estela negativa. Siendo como es para niños, como tal nació, pocos se atreverían a calificar de "infantil" la Alicia en el País de las Maravillas (1865) de Lewis Carroll, un artefacto poético nada inocente, diría subversivo, cuyo objetivo no sólo es construir un universo de fantasía autosuficiente, sino trastocar la concepción de la realidad, más aún: cuestionar el orden social aceptado… Todas estas cuestiones terminológicas son secundarias, ni qué decirlo, pero apuntan la desidia con que la crítica suele afrontar el análisis de un capítulo que atrae a no pocas editoriales e impele a numerosos profesionales, en fin, que mueve muchos dineros.

Las cuestiones principales, por supuesto, se refieren a forma y contenidos: ¿Qué métodos se emplean para retener a un lector joven y, con toda seguridad, tentado por las sirenas de los mil artilugios que hoy ofrece el mercado audiovisual? ¿De qué material poético o narrativo se sirve el escritor para construir su propuesta? Y sobre todo, ¿qué moralejas se enseñan, aunque no sepamos si se aprenden, en este marco literario? A la primera pregunta se responde con una sola palabra: claridad. El escritor que se sube a este tren debe olvidarse de todas las martingalas estilísticas de que es capaz y apostar por la mayor transparencia posible. Al lector bisoño no hay que demostrarle qué bueno se es; más bien al contrario: lo ideal es no hacerse notar. Cuantos menos alardes, mejor. Esto explica por qué un autor como Robert Louis Stevenson o una novela centenaria como La isla del tesoro (1883) todavía hoy consiguen reclutar a enteras generaciones de nuevos lectores. Tiempo tendrán luego éstos, si siguen en la brecha, de extraviarse en esos laberintos revueltos que tanto gustan a algunos adultos. Las otras preguntas pueden responderse, en parte, a través de un ejemplo reciente.

En su última novela, Donde nace el sol, Federico Villalobos, un autor con amplia experiencia en este campo, retoma el argumento milenario de la búsqueda del Vellocino de Oro con un objetivo más que apreciable: rescatar un patrimonio cultural enorme que este tipo de literatura puede descubrirle al joven con mayor eficacia que el mejor de los manuales de Historia (con todos mis respetos por dichos manuales), un material del que aprender, con el que divertirse, al alcance… No obstante, esta herencia no debe (más aún: no puede) recuperarse tal cual; hay que adaptarla, y se adapta, a la sensibilidad hodierna: el niño y el adolescente responden mejor a la identificación que al extrañamiento. Así pues, Jasón ya no es el héroe inmaculado de las antiguas gestas; ahora es un pescador que vive humildemente de su trabajo y se niega a sucumbir al monopolio del ambicioso Pelias, tío suyo para más señas, dueño y señor de la pequeña localidad de Yolco.

Villalobos le habla al lector de países y paisajes lejanos, pero reconocibles en sus trazos esenciales; le habla del mar, siempre el mar, de barcos y marineros, de tormentas y horizontes, de empresas donde satisfacer la sed de aventura y aprender un mínimo de honradez, que tampoco está mal. Este autor, que ha confesado en alguna ocasión su apego a la obra de Stevenson, demuestra que este afecto es auténtico. Su prosa es esmerada, limpia, exacta. ¿Y la moraleja? Hay varias. Desde el primer capítulo al último se pondera ese bien precioso que es la amistad. La novela trenza, asimismo, una defensa de la dignidad individual con una denuncia de toda forma de opresión: "Cuando uno es su propio dueño, la buena y la mala suerte le tocan por igual –dice Jasón a Pelias–. Pero cuando el amo es otro, para él es toda la mala suerte, y el amo se queda con la buena". No escasean los apuntes obscuros. Como buen relato iniciático, el protagonista va al encuentro de lo más grato e ingrato de toda existencia; sin embargo, el mensaje último es constructivo, siempre. La llamada "literatura infantil y juvenil" no pertenece a la escuela del desencanto. Y está bien que así sea.

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