Monte Sinaí (José Luís Sampedro)

El autor nos narra lo vivido desde su ingreso en la unidad de vigilancia intensiva de cardiología en el hospital Mount Sinaí en Nueva York, hasta su salida. Es una frontera que ha de pasar como antes tuvo que hacerlo muchas veces a lo largo de su vida, pero preguntándose en esta ocasión ¿Porqué esta frontera después de haber vivido tanto?

Me ha gustado su lectura, es de esas que calificaría de agradables y tranquilas. Permite conocer de qué forma percibe el autor este trance por el que ha de pasar. Me ha llamado la atención la manera sosegada con la que lo vive todo, lo que le ocurre, a pesar de no entender muy bien qué nueva frontera es ésta que parece que ha de franquear a sus años y después de haber cumplido sus grandes objetivos en esta vida. Es una reflexión, quizás, normal a ciertas edades.

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la campana de cristal (sylvia Plath)

Argumento:

Esther Greenwood, es una joven que junto a otras once chicas, de distintas procedencias, ganan un concurso de una revista de modas escribiendo ensayos, cuentos, poemas y reportajes de modas. El premio consiste en la estancia en Nueva York, durante un mes, con un empleo, todos los gastos pagados y regalos, ropas, entradas a espectáculos, etc…
Algo que aparentemente le iba a reportar algunos beneficios en su futuro profesional, irá diluyéndose poco a poco.

Esta novela consta de veinte capítulos. Al comienzo de su lectura, aproximadamente hasta el capítulo siete u ocho, lo que me estaba pareciendo una historia, aunque entretenida, de la más o menos típica vida de una adolescente, de repente, como si la autora cargara de años a la protagonista, se convierte en una historia compleja, solitaria, dura… y es que más que una historia, la autora nos muestra su complicado y cerrado mundo interior. Incluso se encuentran similitudes del personaje con la vida real de Sylvia.

Su prosa es a veces sencilla, a veces pura poesía, algo que podría considerarse inestable pero que no lo es, y es que el conjunto de la novela, lo que cuenta y cómo lo cuenta van de la mano.

http://reginairae.blogcindario.com/2004/11/00013-la-campana-de-cristal-de-sylvia-plath.html

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FRANCIS SCOTT & ZELDA FITZGERALD

 

Cuando se conocieron eran jóvenes y hermosos. Una vez casados, alternaron estancias en Nueva York con viajes a París y a la Costa Azul y pertenecieron al grupo de artistas e intelectuales norteamericanos que veraneaban en La Riviera. Y, sin embargo, en ocasiones se vislumbra también, ya desde el principio, que hubo algo febril y precipitado en el impulso que llevó al escritor a unirse a aquella diosa desasosegante.

Su estilo cosmopolita, sus continuos viajes y su dorada bohemia no fueron alicientes suficientes para sostener su vertiginosa y finalmente inestable vida en común. En ella se transparenta un ajetreo en parte lógico por ser él escritor y necesitar de otros escenarios, los de la mítica Europa, pero también se aprecia un ir y venir ciego e inquietante que no pudo frenar el tedio primero y más tarde el permanente tributo al alcohol de Scott y la locura de Zelda. Como tampoco evitó que el prometedor Fitzgerald, autor de obras como El gran Gatsby, Hermosos y malditos o Suave es la noche, se sumergiera en un mundo de amargura que marcó el tono maldito de muchos de sus personajes. ¿Cómo no iba a saber contar él esa mezcla de hastío e infelicidad de las clases medias más privilegiadas? ¿Cómo no iba a fabricar perdedores y ganadores que se intercambiaban los papeles en pocas horas, si estaba retratando el desmoronamiento de sus sueños y la imposible comunión con Zelda? La obsesión por el éxito y el sentimiento enfermizo de que todo lo que hacía le conducía al fracaso le hizo cada vez más vulnerable. En Suave es la noche se adivina a Scott y Zelda y a sus amigos de La Riviera en la piel de unos personajes que esperan algo, no se sabe qué, mientras se desplazan por la costa francesa y alternan amantes y borracheras.

    

Francis Scott Fitzgerald nació el 24 de septiembre de 1896 en Minnesota, y supo muy pronto que iba a ser escritor. Su padre procedía de una distinguida familia sudista arruinada, católica y conservadora. A pesar de ciertos apuros económicos, Scott Fitzgerald tuvo una educación elitista, primero en el internado Newman y luego en la Universidad de Princeton. Fue el resultado del quiero y no puedo que animaba a su familia, poco dispuesta a que su hijo bajara algún peldaño en el escalafón social que le correspondía. Pero fue también en la Universidad donde el joven tomó conciencia de la profunda división de clases. Escribir se convirtió en una vocación, pero también en una forma de prosperar y de asentar su futuro.

   

A Zelda Sayre, hija de un juez del Tribunal Supremo de Alabama, la conoció en un baile del Club de Campo de Montgomery. Corría julio de 1918 y Scott había interrumpido sus estudios en Princeton para incorporarse al ejército. Cuando su campamento se instaló en Montgomery no imaginaba que allí iba a conocer a la mujer que le deslumbraría: una chica guapa y poco convencional que, a pesar de haber sido educada en el conservadurismo que se le supone a la hija de un juez, presumía de no tener prejuicios. Tampoco tenía reparos en emborracharse en público o en coquetear con los jóvenes que la cortejaban.

Rubio, bien parecido y con deseos de brillar, Scott había hecho estragos en el campus, pero la literatura y el afán de prosperar había restado protagonismo a aquellos amores universitarios. Con Zelda Sayre fue distinto: ella era sin duda la chica que él buscaba. La hija del juez, nacida en 1990, tenía tan solo dieciocho años cuando encontró a Fitzgerald. Ese mismo año, el del baile en Montgomery, había terminado sus estudios en el Instituto. Pero, más allá de su edad, era ya una chica avispada, intuitiva, llena de humor y de iniciativa.

Respondía al tipo de mujer emancipada de posguerra y correspondió al joven escritor desde el principio. Cuando el campamento militar abandonó Montgomery no dejaron de mandarse cartas casi a diario, de una forma entusiasta y enfermiza. En esa primera correspondencia se muestran ya algunos de sus rasgos contradictorios, aquellos que el tiempo iba a agudizar, causándoles dolor. Fitzgerald multiplica sus atenciones hasta el agobio, como si temiera que ella pudiera reprocharle algo o se sintiera culpable por su ausencia. Zelda, por el contrario, vive toda esa exhibición a veces con ilusión, otras con un cansancio que su carácter franco y cambiante no puede ocultar.

Llegaron a romper su relación durante unos meses, en el verano de 1919, en parte porque la familia de Zelda dudaba de la solvencia económica del narrador, en parte porque la propia joven quería asegurar más su amor y empujar a Scott a plantearse su vida con más ambición. En aquellos meses de ruptura no fueron pocos los amigos de Fitzgerald que le aconsejaron que se olvidara de aquella chica audaz, snob y caprichosa. Pero, como él escribió en febrero de 1920 a una amiga, no podía evitar seguir enamorado de ella:"Cualquier chica que se emborrache en público, que disfrute francamente y cuente historias escandalosas, que fume sin parar y que cuente que ha besado a miles de hombres y que piensa besar a otros tantos, no puede considerarse intachable, aunque no tenga tacha".

Pese a todo, él estaba enamorado "de su coraje, de su sinceridad y su dignidad apasionada". Y por si fuera poco, le confiesa a su amiga: "tú eres católica, pero a mí el único Dios que me queda es Zelda". En realidad, cuando Scott escribió aquella carta ya había vuelto con Zelda. La reconciliación se había producido en el otoño de 1919 y a partir de entonces la boda se convirtió en un hecho inevitable. "Sin ti no soy absolutamente nada. Sólo una muñeca boba", le escribe ella poco antes de contraer matrimonio. Se casaron el 3 de abril de 1920 en la catedral de San Patricio de Nueva York.

La felicidad, sin embargo, sólo duró unos cuatro años. El resto, desde 1925 hasta el internamiento de Zelda en una clínica mental, fue un tedioso camino de altibajos hasta llegar al declive. Claro que fueron cuatro años en los que pasaron demasiadas cosas. Poco antes de su boda Scott había empezado a trabajar en una agencia de publicidad en Nueva York. Al mismo tiempo, un editor aceptó, por fin, su primera novela, A este lado del Paraíso.

Comenzó a publicar sus cuentos en "The Sunday Evening Post". Durante los primeros meses de matrimonio alquilaron una casa en Connecticut, pero antes de fin de año se trasladaron a Nueva York, donde Fitzgerald alternaba con editores y guionistas. Seis meses más tarde embarcan por primera vez a Europa: Inglaterra, Francia e Italia. Regresaron a América al final del verano y permanecieron unos dos años en su país, mientras Fitzgerald iba publicando por entregas lo que luego sería Hermosos y malditos. Para entonces había nacido su hija Frances Scott, a quien llamaban Scottie, y la vitalista Zelda disfrutaba todavía de aquel ajetreo de amistades y fiestas.

Su espíritu aventurero le hizo ver en Fitzgerald no sólo el escritor que luchaba por publicar, sino el héroe dispuesto a estar en la cima. Pero pronto empezó a echar en falta algo de lo que ocuparse. Algo que tuviera que ver con lo que ella llamaba su temperamento artístico, ensombrecido por ser Scott el genio de la familia. Algo que ella no quería que se perdiera y que pugnaba por salir a la luz. Algo que, sin duda, no resultaba fácil pues, si Zelda y Scott formaban ya parte de la leyenda de Nueva York, ella sólo era el bello e inteligente apéndice del escritor.

Brillante y con gancho para muchos, y excéntrica para otros, cuando John Dos Passos la conoció en 1922, exclamó: "¡Está loca!". Sin duda era una premonición. En la primavera de 1924 embarcan de nuevo hacia Europa, esta vez para una temporada más larga. Un recorrido por París, la Costa Azul, Roma y Capri en el que afloran las primeras riñas serias de la pareja. Y junto a ellas las progresivas deudas por el tren de vida que se asemejaba en parte al de unos nuevos ricos, con sus estancias en hoteles de lujo, las institutrices de Scottie y el servicio que requerían las casas que alquilaban en sus diferentes desplazamientos. Aunque a la vez no renunciaron a cierta bohemia y sentido de provisionalidad. En cualquier caso, era un estilo de vida caro en el que el dinero se gastaba conforme entraba. Y a menudo escaseaba, pues Scott no disponía de ingresos fijos. Su obra más difundida, El gran Gatsby, se publicaría en 1925, pero a partir de entonces concentrarse en producir cosas nuevas iba a convertirse en un tormento. Su adicción al alcohol le dejaba varios días fuera de combate.

Más de una vez culpó a Zelda de su dependencia de la bebida. Antes de conocerla, confesó en una ocasión que él sólo tomaba café; su mente no necesitaba empaparse de otra cosa distinta que las palabras que escribía. Fue Zelda quien le descubrió el placer de beber, si bien con el tiempo ella moderó su afición y él, sin embargo, no pudo parar. Desde el principio, Scott había confesado que era un maníaco depresivo propenso a la irritabilidad: su estado de ánimo dependía en buena parte de que la obra que producía tuviera una aceptación continuada y segura. Una ansiedad que el alcohol atemperaba, mientras que el comportamiento de Zelda la exacerbaba.

 Durante el verano de 1924, Zelda mantuvo un romance con el aviador francés Edouard Jozan, la gota que colmaría el vaso en aquella relación que agonizaba. Sin duda, fue más que un coqueteo: "algo había sucedido que no podría ser reparado", anotaría Scott años después al recordar el incidente.

En esta larga estancia europea, las grietas entre la pareja eran evidentes. Aunque hubo momentos felices, como cuando recorrieron Capri y el sur de Italia, los desencuentros fueron la tónica. La fisura se agrandó cuando llegaron a París y Scott conoció a Ernest Hemingway, entonces un autor novel, y a otros amigos del mundo literario. Se encontraba en el período más pleno y creativo de su carrera. "Era el hombre más grande de mi profesión, todos me admiraban y me sentía muy orgulloso de haber logrado algo tan bueno", confesó él mismo años después. Aun así, se pasaba parte del día bebiendo con Hemingway en los asistencia, viejos cafetuchos de la orilla izquierda del Sena, alejado de Zelda.

O ella estaba enferma, o él desaparecía, a veces incluso durante varios días. En ocasiones tenía que recurrir a que un taxista le devolviera a casa después de haber perdido el norte algunas horas. "Nos destrozamos nosotros mismos. Sinceramente, nunca he creído que nos destrozáramos el uno al otro", escribió él en torno a 1930, cuando Zelda se encontraba internada en una clínica suiza.

Regresaron a América en las navidades de 1926. Fitzgerald inicia su primera colaboración con Hollywood, aunque el guión en el que trabajó no llegó a hacerse. Zelda, obsesionada con sacar fuera su talento artístico, estudia baile. Dos años más tarde vuelven a embarcarse rumbo a Europa y alquilan un apartamento en París por unos meses. Zelda continúa sus lecciones de ballet, esta vez bajo la tutela de Lubov Egorova. Vuelven a Estados Unidos por un corto período y de nuevo, en 1922, toman un barco hacia Génova y pasan por La Riviera camino de París, donde vuelven a alquilar un apartamento. Desde allí realizan una corta incursión en África al comienzo de 1930, pero meses después, ya en París, Zelda sufre una depresión nerviosa. Ingresa en la Clínica Malmaison de París, primero, más tarde se traslada a Valmont (Suiza), y a continuación a la Clínica Prangins, a orillas del lago Ginebra, donde permanece varios meses. Este internamiento marca el fin del matrimonio, aunque no se rompiera formalmente.

Ese verano Scott vive entre Lausana y Ginebra, cerca de Zelda, pero su padre muere en 1931 y viaja solo a Estados Unidos. Después de asistir al entierro visita Montgomery para darles cuenta a sus suegros del estado de Zelda. Poco después vuelve a Suiza, pasa algunos días con Zelda cada vez que ésta sale de la clínica ‘de permiso’ e incluso se animan a realizar un corto viaje a Francia. Finalmente, cuando Zelda parece estar recuperada, regresan a Estados Unidos y se instalan en Montgomery.

En apariencia todo vuelve a ser normal sin llegar a serlo en ningún momento; aunque efectivamente hay instantes de felicidad entre ellos, los resquemores continúan. Ella quiere que él no beba demasiado, y que le permita escribir, pintar y realizarse como artista. Scott, por su parte, trata de que la mezcla de encanto e inestabilidad que caracteriza a su mujer no le arrastre a él –y sobre todo a su escritura- a un caos mayor del que de por sí ha de soportar.

El fantasma de la esquizofrenia de Zelda planea de forma permanente en sus vidas, pero Scott se centra en su trabajo y se desplaza de vez en cuando a Hollywood para hacer un guión para la Metro. A principios de 1932 fallece el padre de Zelda y ésta sufre una recaída. Es internada en la clínica Phillips de la Universidad Johns Hopkins, en Baltimore, hasta el verano, en que vuelve a reunirse con Scott y su hija Scottie en una hacienda, La Paix, que el escritor ha alquilado cerca del sanatorio.

Zelda ha conseguido también escribir y publicar una novela, Save me the Waltz. Por fin ha logrado salirse con la suya y mostrar al mundo su talento. Sin embargo, la enfermedad mental ya no la abandona, y en 1934 vuelve a ingresar en un hospital de Baltimore. Puesto que esta vez parece no avanzar, es trasladada durante un tiempo a una clínica más cara, pero al poco regresa al mismo hospital. Los reencuentros de la pareja son cada vez más forzados: ella pide que vaya a verla o que se reúnan en los períodos en que se encuentra más lúcida y los médicos lo aconsejan y él alquila de tarde en tarde una casa próxima al hospital, pero se aloja habitualmente en hoteles, centrado únicamente en su escritura.

A partir de 1935 Scott desconfía de que ella vaya a curarse de forma definitiva y trata de salvarse a sí mismo de una manera un tanto egoísta, pero sin desentenderse de las costosas sumas que le cuesta la estancia de su esposa en la clínica. El mismo cree que tiene tuberculosis, empieza a cuidarse. Un nuevo encargo para trabajar en Hollywood durante seis meses le permite conocer a la periodista y cronista social Sheila Graham, con quien empieza a vivir en pareja, pero sin dejar de visitar y atender a Zelda. De vez en cuando se reúnen, pasan las vacaciones juntos y hasta realizan un viaje a Cuba en 1939. Es la última vez que se ven. Scott es hospitalizado en Nueva York, resentido de su problema pulmonar, y Zelda vuelve a ingresar en su clínica. Una vez recuperado, Fitzgerald se gana la vida haciendo guiones y relatos y comienza a escribir El último magnate, una obra incompleta que se publicaría en 1941, un año después de su muerte. Ésta le sobrevino el 21 de diciembre de 1940, a los 44 años.

Un ataque al corazón acabó con su vida cuando se encontraba en el apartamento de Sheila Graham, en Hollywood. Entre tanto, Zelda se había ido a vivir una temporada con su madre a Montgomery. Será en 1947 cuando vuelva a ser internada por última vez en el hospital Highland. Sin saberlo, aquel ingreso no iba a ser una nueva pausa en su vida, sino la antesala de la muerte. Tres meses después, en marzo de 1948, se declaró un incendio en el hospital durante la noche y nueve mujeres perecieron entre las llamas. Una de ellas era Zelda. Con ella ardieron sus últimas fantasías. Y esa noche, por fin, acabó todo.
 
Es posible que la obsesión por el dinero y por triunfar a toda costa que marcó a Scott toda su vida fuera consecuencia de su experiencia familiar: un padre procedente de una notable familia de Maryland venida a menos y una madre de origen irlandés, sin distinción pero con más dinero. Él le inculcó su amor a la literatura, ella el ansia de llegar lejos. Pero fue en la Universidad donde se fraguó su conciencia de advenedizo en un mundo marcado por los privilegios que él se apresuró rápidamente a conquistar.
 

En nuestros días, los psiquiatras hubieran llamado a la enfermedad de Zelda un trastorno de personalidad simple o, tal vez, debido a sus alucinaciones auditivas y visuales, epilepsia temporal. Lo cierto es que los especialistas qie la trataron entonces calificaron su mal como esquizofrenia y le prescribieron altas dosis de morfina, insulina, psicoterapia e hipnosis. Un tratamiento inútil para un proceso mental que no dejó de deteriorarse. En sus últimas cartas a Scott, aquella eterna adolescente se muestra incapaz de aceptar su derrota y sigue insistiendo en lograr una unión imposible con el que considerará hasta el final su marido: "Si te fueras con otra mujer y me hicieras pasar hambre y me pegaras, sabes que seguiría queriéndote", escribe en un momento de arrebato.

En los años 20, durante su segundo viaje a Europa, Scott conoce a Ernest Hemingway, a Gertrude Stein y a otros muchos artistas e intelectuales. En ellos busca el calor que no encuentra ya en Zelda. Con Hemingway, a quien animó a escribir, compartió además su devoción por el alcohol. Pero años más tarde, cuando el autor de Fiesta o El viejo y el mar era famoso y había olvidado la fascinación juvenil que sintió por Scott, diría que había en Fitzgerald algo blando y femenino. La supuesta homosexualidad de Scott también la creía Zelda. Es posible que el duro Hemingway encontrara a Fitzgerald demasiado delicado. Las sospechas de Zelda fueron de otro tipo. Al ver que su marido se alejaba de ella y que frecuentaba demasiado a sus amigos, intuyó una homosexualidad latente en él. El fantasma de esa duda, que tanto ofendió a Fitzgerald, permaneció en Zelda durante años.

Viaje a la historia de la publicidad gráfica. Arte y nostalgia

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Ventanas de Manhattan (Antonio Muñoz Molina)

Cuando yo visité Nueva York, en el verano de 1997, arrastrado por el ímpetu de Pilar, que fue capaz de vencer mi natural pereza hacia los viajes largos y consiguió hacerme cruzar el charco, me creía muy preparado por mi experiencia previa —muchas películas, bastantes libros y unos cuantos relatos de amigos y conocidos— para reconocer la ciudad y sus gentes. Sin embargo, todo me sorprendió: el alarmante rigor de los aduaneros del alquilerdealquilerdecoches.com/»>coches.com/»>aeropuerto JFK, los insólitos sistemas de pago en los autobuses públicos, la complejidad de las cabinas de teléfono, las proporciones casi inconcebibles de los edificios, de las calles y de los ríos. A juzgar por su testimonio en Ventanas de Manhattan TÍTULO=»\indice1\»>1, también Antonio Muñoz Molina se sintió en su primer viaje sorprendido e intimidado por los corpulentos agentes de inmigración, por los impacientes cobradores de autobús y por la arquitectura y geografía de la ciudad, siempre tan colosales. Y aunque el novelista de Úbeda sea desde hace tiempo un habitual de la ciudad de los rascacielos, sigue tan fascinado como el primer día —y así lo transmite al lector en este libro de lectura apasionante— por la multiforme variedad de sus gentes, la agitación y el ruido permanentes, la vitalidad de una urbe desmedida, donde toda experiencia humana es posible.

Otra coincidencia entre la experiencia del novelista y la mía tiene que ver con el ataque del 11 de septiembre de 2001 contra las torres gemelas del World Trade Center. La primera imagen que vi, todavía con los ojos entrecerrados tras haber sido bruscamente despertado de la siesta —un rascacielos en llamas, nítidamente recortado contra un cielo azul— me pareció algo así como una enorme chimenea humeante, un insólito símbolo de la era industrial erguido en medio de un extraño decorado. También Antonio Muñoz Molina acababa de recobrarse del sueño (en su caso, nocturno), y su testimonio del atentado que unos pocos minutos antes había tenido lugar a menos de diez kilómetros de la ventana de su apartamento (véase la secuencia 18, páginas 78-80), transmite un parecido efecto de irrealidad y pasmo. Quizás nuestra común sensación fuera un mecanismo inconsciente de defensa contra el impacto de una catástrofe que a muchos nos había tocado en la fibra más íntima, pues Nueva York es un escenario lleno de resonancias sentimentales para la gente de nuestra edad —el novelista sólo me lleva cinco años—, que hemos crecido, aunque sólo sea imaginariamente, a la sombra de los rascacielos y de los majestuosos árboles de Central Park.

No obstante el paralelismo que acabo de trazar, el retrato de la ciudad norteamericana que traza Ventanas de Manhattan dista mucho de ser un reflejo oportunista del atentado contra los rascacielos del World Trade Center TÍTULO=»\indice2\»>2. Tanto la necesidad como el trazo de este retrato nacen de fuentes mucho más hondas, como permite inferir el hecho de que Nueva York y su brillante constelación de referencias culturales, artísticas y emocionales constituyen una constante en la obra de Muñoz Molina, tanto en la narrativa como en su obra periodística. Tal como aparece representada en este libro, la ciudad del Hudson y el East River tiene muy poco que ver con un destino turístico convencional y tampoco corresponde con exactitud al modelo, consagrado por los libros de viajes, los reportajes periodísticos y ciertos libros de memorias, del viajero fiel y cultivado que vuelve una y otra vez al encuentro de sus escenarios predilectos. La ciudad gigantesca e inagotable a la que acude por primera vez el protagonista, como un palurdo (con tal palabra se califica a sí mismo, en la página 16) que anhela desprenderse de su condición localista y marginal, como un forastero que se siente intimidado por multitud de detalles sorprendentes y desconocidos, acaba por convertirse en un componente fundamental de la identidad personal, en un paisaje espiritual y emotivo que no por ello deja de ser al mismo tiempo real, perfectamente reconocible una y otra vez por los lectores.

La Nueva York de Ventanas de Manhattan, aun con toda su abrumadora y a menudo dolorosa y acuciante sensación de realidad, tiene mucho de ciudad imaginada o recreada, de vivencia del espíritu. Los mundos del cine, de la música y de las artes plásticas (pintura, escultura, arquitectura, fotografía) aparecen una y otra vez en este libro como leitmotivs que se encadenan y se combinan, al modo de frases de una melodía o pinceladas en un cuadro. Los paseos del protagonista por la ciudad, su ir y venir sólo aparentemente caprichoso, trazan un mapa sentimental que reproduce los escenarios de muchas horas de atenta observación y callejeo, pero también de lectura, de deleitosa contemplación de pantallas cinematográficas, de paladeo de grabaciones de jazz y blues, de ensoñaciones y fantasías. Esta dimensión sentimental y emotiva de la ciudad resulta muy evidente en la secuencia final del libro, que no está narrada en presente, sino en un pasado que corresponde a la Nueva York evocada desde Madrid. En esta secuencia el autor rememora una visita a un club de la Novena Avenida, y el aire antiguo, algo anacrónico, de la sala, de los músicos y del público que baila parecen haber brotado de su imaginación: “Si no tuviera quien comparte conmigo el recuerdo de esa noche, estaría seguro de haberla soñado” (p. 382).

Pero es que además Nueva York es el escenario donde el autor reconoce y construye su propia identidad, que aparece indisolublemente asociada a la vivencia afectiva, pues en la ciudad culmina un episodio clave de su historia sentimental TÍTULO=»\indice3\»>3, y de la que forma parte inseparable, como ya ocurría en Sefarad, la conciencia del desarraigo y la ajenidad. Con la lejanía característica del extranjero, el autor toma distancia respecto a su propio origen —“soy el ciudadano invisible de un país inexistente, célebre si acaso por la Inquisición, las matanzas de indios, las corridas de toros y las películas de Pedro Almodóvar”, afirma en el arranque de la secuencia 77 (p. 338), en una frase que tiene visos de hacerse famosa— y es capaz de relativizar las obsesiones que le afligen cuando vive en España. Por otra parte, su estancia en Nueva York le proporciona la oportunidad para conocer a diversas gentes —el cónsul y el cardiólogo (¿Valentí Fuster?) con los que conversa en las secuencias 14-17, la pareja de artistas que dejaron el País Vasco hace veinte años y “no entienden nada de lo que ocurre en su tierra de origen” (secuencia 61), los estudiantes de la City University, muchos de ellos emigrantes, a los que el autor imparte clases en la secuencia 45, los escultores Juan Muñoz, Leiro y Manolo Valdés, cuyas obras aparecen vívidamente descritas en las secuencias 46, 59 y 75, el actor Javier (aunque no se nombra su apellido, resulta más que evidente a la luz de los datos que proporciona la secuencia 68 que se trata de Javier Cámara)—, todas ellas caracterizadas por su extraterritorialidad, por su identidad múltiple, propia de las personas que viven entre dos continentes, dos culturas y dos lenguas, y que por ello disponen de una mirada limpia y una independencia de criterio que para el autor constituyen un motivo de sintonía y en muchos casos de admiración.

Ventanas de Manhattan es una obra singular, que no corresponde con precisión a ninguna de las categorías genéricas habituales, pero que sin duda ha logrado cartografiar con éxito un valioso territorio fronterizo entre ellas. Si no fuera porque con demasiada frecuencia los términos tomados del ámbito de la biología presentan connotaciones negativas, diría que se trata de un fascinante híbrido entre el dietario, el libro de memorias, el ensayo, la novela, el reportaje y el libro de viajes. La introspección en la conciencia y en el recuerdo, propia del ámbito novelístico, se entreteje con el testimonio directo que suele caracterizar a los reportajes periodísticos y a los libros de viajes, y con la reflexión densa y minuciosa esperable en un diario o en un ensayo, todo ello en una mezcla muy sugestiva cuyos antecedentes en la trayectoria del escritor hay que rastrear en obras de un perfil genérico más nítido, como el libro de memorias Ardor guerrero (1995) y novelas como El jinete polaco (1991) y, sobre todo, Sefarad (2001). Es cierto que Ventanas de Manhattan podría clasificarse perfectamente en el ámbito de lo que los anglosajones llaman “non fiction”, pues no hay historia en el sentido narratológico del término ni tampoco personajes al modo novelístico; además, no existe ninguna distancia entre el autor y la instancia narrativa, pues el texto no participa del estatuto ficcional de los géneros narrativos. Sin embargo, la singularidad del yo protagonista y la potencia con que su subjetividad determina la representación del mundo que le rodea rebasan claramente los límites propios del memorialista o el reportero, acercándolo en cambio a la actitud característica del ensayo.

El libro consta de ochenta y siete secuencias (me parece más correcto este término que el de capítulos) de variada longitud, que se ordenan de forma vagamente cronológica —la llegada a la ciudad, la estancia, la despedida y el viaje de vuelta—, aunque sin un hilo argumental definido. El discurso va y viene, volviendo una y otra vez sobre temas y motivos recurrentes —las ventanas que permiten atisbar las vidas ajenas y que dan título a la obra, el movimiento y el ruido incesantes, la confusión y tráfago de los mercados callejeros, los paseos por los parques y avenidas, las visitas a museos, la música en todas sus variedades, estilos y formas— que se van entrelazando y completando progresivamente, hasta trazar un entramado que sostiene el texto y guía al lector a lo largo de su recorrido. Determinados motivos —por ejemplo los cambios estacionales, marcados por la decoloración de las hojas y la aparición del viento y las lluvias que anuncian el invierno, o la evolución del tono vital del protagonista, que se desliza hacia la melancolía conforme se aproxima el momento de dejar la ciudad— sirven además para marcar el paso del tiempo y pautar la estructura de la obra.

No todas las secuencias tienen la misma entidad ni el mismo tratamiento. Muchas abundan en el carácter reflexivo y meditativo, vinculado a la exploración del yo y a la (re)construcción de la experiencia biográfica, tan típico de la obra de Muñoz Molina. Otras constituyen vigorosos, magníficos apuntes de la vida cotidiana, de tono entre íntimo y costumbrista TÍTULO=»\indice4\»>4 (véase, por ejemplo, la secuencia 39, evocación de la vida placentera en los cafés, o la 58, maravillosa descripción de las tiendas y mercadillos de la ciudad), donde sobresale la capacidad del autor para la observación, la interpretación del detalle, la invención de las más sorprendentes asociaciones y los contrastes más sugestivos. Son muy frecuentes las secuencias de carácter ensayístico —no creo exagerado afirmar que Ventanas de Manhattan es la obra de Muñoz Molina más devotamente consagrada a su vocación de atento y gustoso observador de las manifestaciones artísticas— sobre las diversas artes, especialmente la música TÍTULO=»\indice5\»>5, pero también la literatura, la arquitectura, la pintura, la fotografía y la escultura TÍTULO=»\indice6\»>6. Hay secuencias dedicadas al callejeo urbano, a Central Park y las riberas del Hudson o el East River, a los selectos ambientes de Park Avenue, a los distritos y los barrios (Harlem, Brooklyn, el Bronx, Queens), al solar arrasado de las Torres Gemelas, a los museos, los mercados, los bazares y las tiendas, a los personajes de la alta sociedad y los innumerables locos, mendigos y desarraigados, a la vida mestiza de los inmigrantes, los exiliados y tantas gentes de diversas naciones que dividen sus vidas entre Nueva York y sus países de origen.

Uno de los méritos más indudables de este libro reside en la capacidad de su autor para captar en toda su riqueza la variedad y el movimiento infinitos de la vida neoyorkina (“Manhattan es el gran bazar del mundo entero” es una frase espléndida con la que se abre la secuencia 58). El vértigo, la alegría de vivir y la exaltación epicúrea que suscita la inagotable diversidad de la ciudad están magníficamente representados en secuencias como la 34 y 35, que expresan la sensación de “recogimiento y felicidad, de mareo y codicia” (p. 139) ante la abundancia de espectáculos, de museos y librerías, o la 41, que es una descripción magistral del abigarrado mundo de los cuadros de Brueghel, tan próximo en muchos sentidos al latido, a un tiempo vibrante y obsceno, del desaforado corazón de la urbe, o la secuencia 60, dedicada a evocar la continua transformación física de la ciudad —epítome del urbanismo contemporáneo y del espíritu del arte moderno—, una secuencia vibrante y apasionada, que tiene ecos de la literatura futurista, con su admiración por el maquinismo, la velocidad y el cambio súbito.

En Ventanas de Manhattan, Muñoz Molina persiste, aunque aliviada en comparación con algún título anterior (Sefarad podría ser el ejemplo más claro), en su tendencia a adensar la prosa y dotarla de un espesor que a menudo se resiente por la falta de algo más de ligereza y de frescura. Por otra parte, a pesar del título, que sugiere una emoción solidaria —las ventanas como un estímulo para la observación de las vidas ajenas y la búsqueda de una proximidad afectiva con ellas—, a pesar de que en muchas secuencias el autor es capaz de identificarse emotivamente con la experiencia individual (véanse, por ejemplo, las secuencias 48 y 49, que describen el Tenement Museum, dedicado a inmortalizar el recuerdo de las terribles condiciones de vida de las viviendas donde se hacinaban los emigrantes; o la secuencia 79, emotivo y a la vez irónico retrato de dos viudos dedicados a ayudar a los emigrantes recién llegados, que es uno de los pocos casos TÍTULO=»\indice7\»>7 en que personajes norteamericanos sin ningún relieve público aparecen identificados con sus nombres de pila y con una historia concreta y personal), el lector puede llegar a creer que la sensibilidad del escritor se ha quedado embotada en los objetos y en los escenarios, en los efectos estéticos y en la acumulación culturalista, y que como consecuencia ha relegado a un segundo término la peripecia humana que se encuentra tras ellos y que les dota de auténtico interés.

Y eso que el autor es perfectamente consciente de que entre las grietas de la espléndida fachada retratada en Ventanas de Manhattan asoma por doquier un fondo de alienación, cuando no una un submundo sórdido y miserable. Haciéndose eco de forma explícita de un sentimiento que ya manifestó Lorca en Poeta en Nueva York, Muñoz Molina vuelve una y otra vez (véanse, por ejemplo, las secuencias 63 y 73) sobre un leitmotiv muy característico: el de la ciudad hostil, habitada por seres que se recluyen en sí mismos como islas incomunicadas, una ciudad que ha convertido la mezcla de cordialidad superficial y esencial indiferencia en toda una forma de vida (“estar viendo y no mirar es un arte supremo en esta ciudad que desafía tan incesantemente a la mirada”, p. 122). No es nada casual, por tanto, la insistencia del autor en traer a primer plano la muchedumbre de locos, alienados e indigentes, muchos de ellos en diversos grados de obsesión y delirio, que pueblan las calles de la urbe.

Tanto la estructura como el estilo de Ventanas de Manhattan responden a un propósito muy evidente, que el propio autor declara en la secuencia 67: “Miro y escribo. Me gustaría que la mano avanzara sola y automática para que los ojos no se apartaran ni un segundo del espectáculo que alimenta la inteligencia y la escritura” (p. 293). De hecho, todo el libro, salvo intervalos rememorativos frecuentes, aunque no demasiado extensos, está redactado en presente, en presente actual o habitual, un tiempo verbal que acrecienta la sensación de vida fluida, multiforme y que promueve la multiplicidad de experiencias y sensaciones. Incluso la descripción de las obras de arte y los objetos de los muchos museos, galerías y escaparates que recorre el libro está realizada desde la perspectiva de un presente que actualiza la experiencia remota a partir de la cual se crearon.

A este propósito de captar el instante en su inmediatez y variedad se aplican recursos muy variados, entre los cuales cabe destacar el uso frecuentísimo de la enumeración caótica (verdaderamente antológico en secuencias como la 73, dedicada a los rastros y mercadillos callejeros, con su acumulación de objetos descabalados e inútiles, o la 76, una descripción del mercado oriental de Canal Street cuyo aire de ajenidad y extrañeza lo hacen parecer el escenario de una película de ciencia ficción), la adjetivación rotunda, eficacísima, la acumulación de sintagmas paralelos, la proliferación de asociaciones sorprendentes que combinan elementos heteróclitos, en un torbellino fascinante que a veces recuerda las imágenes de la poesía vanguardista TÍTULO=»\indice8\»>8 (“las puntas metálicas de los paraguas abiertos chocan y se enredan entre sí como las pinzas de los cangrejos en las cestas de mimbres de las pescaderías”, pp. 334-335), o los abruptos contrastes que enfrentan experiencias muy diversas (por ejemplo, el de la secuencia 78, dedicado a las riberas del Hudson, con su insólita mezcla de repulsivos mataderos y selectas discotecas de moda).

Sin embargo, el autor es consciente de lo ilusorio de su propósito y de la limitación de los medios que tiene a su alcance —“hay dibujos y fotografías que pueden apresar un instante, pero no existe una literatura que pueda contar con plenitud toda la riqueza de un solo minuto”, afirma en la página 139—, y de hecho, en competencia con la exaltación vitalista y el goce de las muchas maravillas que describe, toda la obra aparece recorrida por una especie de tono melancólico o resignado, el del artista que comprende que su modo de expresión es incapaz de competir con la infinita variedad del modelo que intenta representar. No es extraño, entonces, el entusiasmo de Antonio Muñoz Molina por la música y las artes plásticas, que de algún modo logran superar las limitaciones de la palabra para captar el incesante fluir, la vida fascinante e inagotable de ese “gran bazar del mundo entero” que es la ciudad de Nueva York.

Notas

TÍTULO=»\nota1\»>1. Antonio Muñoz Molina, Ventanas de Manhattan, Barcelona, Seix Barral (Col. “Biblioteca Breve”), 2004, 382 páginas. «

TÍTULO=»\nota2\»>2. Aunque el ataque a las Torres Gemelas y sus consecuencias planean sobre la obra como una referencia ineludible, en realidad son el centro de atención de una parte relativamente pequeña del texto: en concreto, diez secuencias, de la 18 a la 27, y algo menos de cuarenta páginas. «

TÍTULO=»\nota3\»>3. Es un episodio, seguramente autobiográfico, que ya había sido novelado en obras anteriores, como El jinete polaco (1991) y que vuelve a aparecer en la secuencia 26 (página 108) de Ventanas de Manhattan. Por cierto, también el cuadro de Rembrandt, que forma parte de los fondos de la Frick Collection de Nueva York, se menciona en Ventanas de Manhattan. «

TÍTULO=»\nota4\»>4. El propio Muñoz Molina sugiere al inicio de la secuencia 12 la necesidad de despojar al término “costumbrista” de las connotaciones negativas que ha adquirido en nuestra literatura, y hace una observación que me parece muy justa: que la literatura sobre Nueva York es marcadísimamente localista, y que su proyección universal no viene dada tanto por su propia entidad como por la resonancia que inevitablemente adquiere todo lo que procede de este auténtico emblema de la civilización contemporánea. «

TÍTULO=»\nota5\»>5. Según he leído en las crónicas de la presentación de Ventanas de Manhattan ante los medios de comunicación, el libro fue inspirado por el editor Luis Suñén (a quien está dedicado), quien solicitó a Antonio Muñoz Molina algún texto sobre su relación con la música. No hace falta insistir en que la obra resultante desborda su motivación inicial, pero lo cierto es que ésta ha quedado más que satisfecha, pues Ventanas de Manhattan resuena constantemente con todos los estilos y las formas musicales: las notas solemnes del Réquiem alemán de Brahms, los clubs selectos de jazz donde cantan Dee Dee Bridgewater o Paula West, los garitos de Harlem, los conjuntos de cámara de la Juilliard School y las representaciones de La flauta mágica de Mozart en la City Opera, las emisiones de la radio pública WNYC, las big bands, el eco de figuras desaparecidas como Miles Davis, Thelonious Monk, Benny Goodman o Béla Bartók, los músicos y bailarines callejeros que pululan por las calles, parques y bocas de metro, haciendo sonar en una fascinante cacofonía trompetas, saxofones y hasta cubos de plástico. «

TÍTULO=»\nota6\»>6. Para determinados lectores —he hecho alguna comprobación al respecto—, la acumulación culturalista puede resultar fatigosa. En descargo del novelista habría que señalar que éste es un rasgo muy característico de toda su obra literaria desde los primeros dietarios que publicó (El Robinson urbano, 1984 y Diario del Nautilus, 1985) y que además está plenamente integrado en la vivencia personal de la ciudad. Por otra parte, cualquiera que haya viajado a Nueva York con un mínimo bagaje cultural se da cuenta inmediatamente de que muchos de sus escenarios más significativos ya los ha visitado antes, a través de los libros, el cine o la televisión. «

TÍTULO=»\nota7\»>7. Hay al menos otras dos historias de neoyorkinos que han salido del anonimato: el joven trompetista negro Rufus A. Powell (secuencia 62), tal vez víctima de un timo que proyecta sobre su figura elegante y formal una suave tono patético; y el profesor de literatura Mark (secuencia 65), un descendiente de italianos que se dedica con vocación encomiable a enseñar a los alumnos más desfavorecidos del Bronx. «

TÍTULO=»\nota8\»>8. No creo que esta filiación vanguardista sea un simple reflejo o coincidencia. De hecho, en Ventanas de Manhattan se evocan con frecuencia los versos del Lorca de Poeta en Nueva York, las esculturas de Giacometti o la música de autores como György Ligeti, Edgar Varèse o John Cage. «

Para saber más

Juan Sin Letras. Una cruzada literaria.

Juan Sin Letras. Una cruzada literaria.

Viaje a la historia de la publicidad gráfica. Arte y nostalgia

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EL PADRINO (Mario Puzo)

Es esta una novela recomendable desde elpunto de vista literario por superfecta estructuración. A veces, de tanto ver la película en el cine, nos olvidamos de que fue rodada siguiendo el libro prácticamente al pie de la letra.

Don Corleone es el jefe de una familia mafiosa. Cuando rechaza participar en el negocio del narcotráfico se inicia una guerra entre las bandas que casi acaba con su vida. Es entonces cuando el hijo menor, Michael, decide tomar las riendas de la familia , convirtiéndose en un jefe frío e inteligente que acabará con los principales enemigos y rivales, convirtiendo a su familia en la dominadora del crimen de Nueva York.

Los personajes están perfectamente diseñados y el escenario es una obra maestra.

Muy buena.

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