334, de THOMAS M. DISCH

334

Este libro, que yo sigo considerando como la obra maestra de Disch, no tuvo buena acogida cuando se publicó por primera vez en una edición de tapas duras (excepto una reseña en Birmingham Eve­ning Mail, que lo describía como «Un nuevo mundo feliz, de len­guaje soez, temerariamente fascinante»). La primera edición nor­teamericana no apareció hasta 1974, como libro de bolsillo. Disch era un profeta a quien no se honraba en su propio país.

Es una novela dividida en seis partes, cinco de las cuales fueron publicadas primero como cuentos o novelas cortas independientes. Sin embargo, son algo más que un «ciclo de cuentos», pues las par­tes están íntimamente relacionadas entre sí y hábilmente entrela­zadas. Juntas, constituyen una novela social de una belleza y un poder raros. Utilizo la frase «novela social» con toda premedita­ción, pues el libro trata de las relaciones de unos personajes descri­tos con realismo en un escenario que tiene toda la crudeza de la realidad. Son gente que vive en Nueva York dentro de cincuenta años (el título se refiere al número del gigantesco bloque de de­partamentos que alberga a la mayoría de ellos). El mundo que crea Disch no es una vulgar «distopía», pero está impregnado de una gran tristeza. En muchos sentidos, 334 es una imagen de lo que podría ser el futuro si las cosas fueran relativamente bien: la ex­plosión demográfica se ha controlado gracias a una estricta plani­ficación familiar, la automatización ha reducido la necesidad de trabajo no cualificado, y un estado de bienestar asegura que nadie padezca hambre. En realidad, el mundo de Disch de comienzos del siglo XXI es el paraíso de un planificador social, lleno de maravillas tecnológicas. Pero con un corazón de piedra.

El autor se concentra en los marginados de esta utopía. Son per­sonas como Birdie Ludd, quien fracasa en el test Regents (Acta de prueba genética revisada del 2011), y trata de recuperarse escri­biendo un ensayo titulado «Problemas de creatividad», una tarea bastante penosa, pero termina convirtiéndose, en cambio, en ma­rine de los Estados Unidos. O como Chapel, el portero del hospital, que pasa las horas de descanso mirando insulsas series de televi-sión. O Alexa, la trabajadora social que lee a Oswald Spengler y se entrega a unos sueños diurnos inducidos por la droga en los que vi­sita el Bajo Imperio Romano mientras ella misma se hunde poco a poco. O Boz Hanson, el feliz marido de Milly, que quiere ocupar su tiempo convirtiéndose en madre, cosa que logra con una pequeña ayuda médica. O la señora Hanson, madre de muchos hijos, que cuando la expulsan de su apartamento hace una fogata en la calle con todo lo que tiene y luego suplica a la muerte: «Usted tiene que aprobar mi solicitud. En caso contrario, apelaré… Toda mi familia era una familia inteligente, con muy altos rendimientos. Yo nunca hice nada con mi inteligencia, tengo que confesarlo, pero lo haré. Conseguiré lo que quiero y aquello a lo que tengo derecho».

En su gran mayoría, los personajes de Disch son los desemplea­dos, los ancianos, la gente de bajo CI, los frustrados y los fracasados, la gente que es enviada de una oficina de servicio social a otra, cuya vida transcurre entre el orfanato y el hogar de ancianos. Tienen esperanzas, fantasías, ambiciones, pero una y otra vez se ven recha­zados por una sociedad que no es capaz de comprender o de com­padecer. El poder aparente está en manos de los planificadores, los administradores y los «expertos»: por buenas que sean sus inten­ciones, parecen terminar siempre tratando a la gente como a cosas. El resultado es el enorme y silencioso sufrimiento de millones de personas marginadas de la meritocracia. Gran parte de la ciencia ficción trata de los ganadores; los personajes son inteligentes y ca­paces, se encuentran cómodos en el mundo tecnológico, o en su de­fecto se enfrentan a él con convicción, y si pierden, pierden con no­bleza, con lucidez. No ocurre lo mismo en 334. Disch ha escrito un libro sobre la gente olvidada, y ha producido así una novela her­mosa, sutil y conmovedora.

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El hombre en el castillo (PHILIP K. DICK)

Esta obra tiene muchas de las características de una novela social. Se refiere a las interacciones de hombres y mujeres en una sociedad descrita con realismo, ambientada en 1962. Incluso tiene algo de las «comedias de costumbres». Sin embargo, no cabe duda de que es ciencia ficción, ni de que pertenece, al igual que Lo que el tiempo se llevó, de Ward Moore, a la subcategoría de historias de «mundos al­ternativos». La base de la que parte El hombre en el castillo (The Man in the High Castle) es que alemania y Japón han ganado la segunda guerra mundial y que se han dividido entre ellos el territorio de los Estados Unidos. En ese 1962, el Reich alemán está ocupado en lle­var a la práctica una atroz solución final en África, mientras ultima los planes para enviar el primer cohete tripulado a Marte. Entre­tanto, un Imperio Japonés relativamente benigno administrará la Costa Oeste de los antiguos Estados Unidos; los funcionarios japoneses están obsesionados con las costumbres populares y con los objetos de la cultura pop de los derrotados californianos.

Robert Childan tiene una tienda de valiosos objetos antiguos, donde vende relojes Mickey Mouse, viejos posters de películas, li­bros de historietas y cosas por el estilo a los japoneses más cultos, dispuestos a pagar elevados precios por esas genuinas artesanías norteamericanas. Childan está ansioso por complacerlos. En una de las escenas mejor logradas y más divertidas de la novela, es invi­tado a la casa de una joven pareja de japoneses chics que desea ha­cerle escuchar algunos de sus estimados registros de jazz de Nueva Orleans. Childan malinterpreta sus motivos y denigra la música negra en términos racistas –en ese mundo, socialmente acepta­bles–, hasta que se da cuenta de que está cometiendo un error. De esa manera, Philip K. Dick consigue, a comienzos de los años se­senta y en la cumbre del imperio norteamericano de posguerra, crear un verosímil mundo imaginario en el cual los norteameri­canos se ven obligados a humillarse en medio de la confusión, el resentimiento y el remordimiento; soportan el mismo peso de la opresión cultural que a lo largo de la historia han soportado tantos otros pueblos del mundo. Es una saludable inversión.

El hombre en el castillo no es sólo la historia de Robert Childan. Es también la historia del señor Tagomi, simpático empresario japo­nés; de Juliana Frink, instructora de judo, que decide ir en busca del recluso Hawthorne Abendsen; del propio Abendsen, el «hom­bre del castillo» del título, que ha escrito una novela de ciencia fic­ción, La langosta se ha posado, en la cual, como es fácil adivinarlo, se imagina que alemania y Japón han perdido la segunda guerra mun­dial. De esta manera, Dick construye cuidadosamente una narra­ción compleja de muchos niveles, en gran parte unidos entre sí por las referencias al I Ching, el antiguo oráculo chino que todos los per­sonajes consultan de tanto en tanto. La novela cuestiona nuestra idea de «realidad», y demuestra cuan frágil puede ser el consenso. Paradójicamente, por tratarse de un libro que se aparta de la reali­dad, los personajes son muy reales. Una de las mayores virtudes de Dick fue su capacidad para crear personajes –cualidad que no suele caracterizar a los escritores de cf–, y que aplica plenamente en esta hermosa y sutil novela. Quizá sea la mejor obra de Dick, y la más notable de las narraciones sobre mundos alternativos, o fanta­sías de posibilidad histórica, que se haya escrito jamás.

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