Mi intención cuando escribí este libro y cuando me planteé venir aquí para exponérselo a ustedes, era la de enfrentarme a los mileuristas, la de hablar precisamente a una generación, que es la mía, que ronda los treinta años y que se encuentra con unas circunstancias determinadas. Y, sin embargo, en casi todos los encuentros que tengo, me encuentro casi siempre dirigiéndome a los padres de esos mileuristas; en algunas ocasiones, abuelos dinámicos e interesados por lo que les está pasando exactamente a sus nietos. Claro, eso para mí es un reto. Es un reto, primero, porque me tengo que dirigir a una generación a la que no acabo de entender y que tengo la sensación de que ellos no acaban tampoco de entenderme. Y, por otro lado, porque el enfoque que se puede tener cuando nos dirigimos a pares, a iguales, es muy distinto de cuando nos dirigimos a padres o abuelos.
Hace aproximadamente cuatro años, en el 2002, el diario El País recibió una carta. Esa carta procedía de una muchacha que se llamaba Carolina Alguacil. Era una carta extensa, una carta muy bien escrita, en la que decía que acababa de volver de alemania. Era una chica normal, joven, publicista y hablaba de cómo estaba ella. Ella no podía dejar la casa de sus padres, o si la dejaba tenía que compartir piso con varios amigos. Cobraba menos de mil euros al mes. Había estudiado una carrera y después un master, hablaba dos idiomas, conocía informática, tenía el carnet de conducir,… Tenía todo lo que la sociedad le habían enseñado para triunfar de alguna forma, y se encontraba con que cada vez que iba al extranjero el profesional español, el profesional joven que vivía en Madrid, en Barcelona, en Bilbao, en Valencia casi se enfrentaba a las risas de sus compañeros, porque continuaba viviendo con sus padres. Ni siquiera tenía una estabilidad económica lo suficientemente grande como para plantearse empezar una familia. Ella decía que era mileurista -ganaba mil euros- y terminaba con una coletilla. Esa coletilla era: ha sido divertido vivir así, porque hemos vivido como eternos adolescentes, porque disfrutábamos de ocio y porque hemos sido mimados y protegidos y crecimos con la televisión y con mil comodidades. Pero, ahora, ya cansa.
Yo leí esa carta, como mucha otra gente; de hecho, circuló por Internet. A mi me la enviaron, por si yo me identificaba con ella, pero al cabo de cierto tiempo, a mí también empezó a cansarme, empecé a tener la sensación de que pasaban los años, dos años, tres, cuatro, después de esa carta y que nada había variado y, lo que era peor, nada tenía el menor aspecto de cambiar. Si algo me ha caracterizado a mí desde que soy pequeña, aparte de hablar por los codos, es enfrentarme a la realidad, o a lo que me rodea, con la necesidad de comprenderlo a través de las palabras. Yo ya tenía una palabra que me definía lo que estaba buscando: mileuristas. Tenía, además, una generación en la que me enclavaba y en la que, por lo tanto, me era más o menos fácil, encontrarme, identificarme, analizarme. Me faltaba el resto del trabajo, un trabajo de reflexión, de juicio, de autocrítica, y, sobre todo, de descubrir qué mitos eran ciertos y cuáles no. Y así nació mileuristas.
Cuando yo hablo de mileurismo, cuando yo me refiero a estos jóvenes, no necesariamente tienen por qué ganar mil euros. Durante estos días, desde que apareció el libro hace quince, veinte días, he recibido constantes llamadas y correos electrónicos, entre los cuales alguien decía: me daría yo con un canto en los dientes, si ganara mil euros al mes. Mil euros es por hablar de algo, es por poner una cifra. Mil euros, que es algo más de las 150.000 pesetas de antes, no es un mal sueldo en un pueblo, no es un mal sueldo en determinadas ciudades, sin embargo, en grandes urbes como puede ser Madrid, o como puede ser Barcelona, es muy difícil vivir con ellos. Se puede vivir, pero a costa de determinados sacrificios y, sobre todo, de renunciar a determinadas expectativas. Aun así el nombre es muy definitorio, el nombre inmediatamente lo asociamos a algo que a mí me ha llamado siempre la atención. Con los mileuristas todo eran promesas y a la hora de la verdad nos hemos quedado en nada, nos hemos quedado en apenas resultados. Lo mismo ocurre con la cantidad de mil euros. Qué no hubiera hecho mi madre hace diez años con mil euros, qué no hubiera hecho mi madre, de hecho, cuando era joven, con mil euros. Pero yo no soy mi madre, mis circunstancias son otras, son otros mis estudios, son otras mis maneras de desenvolverme, mis exigencias a la vida. Ahí es donde nos encontramos realmente con el gran mito de los mileuristas.
Los mileuristas somos una generación que tenemos entre "veintilargos" años y "treintayalgunos". Hay miles de opciones. Hay gente, por ejemplo, que con veintidós años ya es mileuristas, hay gente que con treinta y ocho lo continúa siendo, que han estudiado en la universidad, o que si no tienen un título universitario, tienen uno equivalente. Son personas, hombres y mujeres jóvenes, que han disfrutado de la democracia, que han disfrutado por lo tanto de una enorme capacidad de elección. Son consumistas porque les han enseñado a serlo, son la generación de las extra-escolares, la generación que iba a karate y a inglés y a catequesis de confirmación, pero también iba a informática y a… Una generación que ha viajado, que ha hecho el bachillerato fuera, en Estados Unidos o en Inglaterra, o que pasaba los veranos en Irlanda, o que ha hecho el interrail, o que ha estudiado con una beca en cualquier otro lugar.
Por lo tanto, era una generación de padres optimistas, era una generación de padres que eran jóvenes entre más o menos los 60 y los 80, padres que vivieron en la transición española, que en muchos casos la crearon, que vivieron la movida, o que en muchos casos la crearon también, y cuando llegaron a tener hijos decidieron que sus hijos tendrían el mejor tipo de vida posible y para estos padres, que yo llamo babyboomer, de la generación del babyboom. Fueron los padres que nacieron después de la Guerra Civil. Para estos padres el objetivo principal era que sus hijos llegaran a la universidad, que fuera como fuera estudiaran. ¿Por qué? Porque muy pocos de ellos habían podido estudiar, muchos de ellos había visto sus estudios interrumpidos por la guerra, o por rencillas, o por represalias políticas.
El tener un hijo, no digamos ya una hija, abogado, médico, arquitecto o ingeniero, era una garantía de supervivencia. Por lo tanto, no se les pedía prácticamente otra cosa que estudiaran y que se dirigieran a la universidad. Y nosotros, los niños, los niños que nacimos alrededor de los años 70, o de los años 80, casi sin darnos cuenta absorbimos esa idea. La universidad ya no era para pobres. De hecho, una serie de gobiernos hicieron como lema "los hijos de los obreros a la universidad". Y lo conseguimos, lo conseguimos con el esfuerzo de los padres, con determinados convenios educativos, con nuestro propio esfuerzo.
Pero, cuando llegamos a la universidad, de pronto nos dimos cuenta de que éramos demasiados. En mi clase de derecho, por ejemplo, en una universidad privada como era Deusto y, por lo tanto, no siempre al alcance de todo el mundo, en primero de derecho en el año 92, éramos 307 personas. Había dos turnos de derecho económico y dos de derecho jurídico por la mañana y dos -derecho económico y derecho jurídico-, por la tarde. Multipliquen: 1.200 abogados en ciernes. Obviamente, mirábamos alrededor y pensábamos que algo iba mal. Algo iba mal porque ¿dónde íbamos a acabar, qué iba a ser de nosotros, como no litigáramos por absolutamente todo? Aquello era imposible porque, por supuesto, nuestra idea era de los abogados de la televisión, los abogados del cine. Las referencias que teníamos, para algunos provenían de familia de leyes, pero muchos de ellos, como yo, no. Éramos hijos de obreros, hijos de pequeños comerciantes, de una pequeña burguesía, sin más. Muchos, la primera generación que llegaba a la universidad; muchos, incluso, la primera generación femenina que llegaba a la universidad.
Y, por lo tanto, teníamos que probar muchísimas cosas, pero ya lo habíamos probado desde niños. ¿Por qué? Porque para nosotros fue la EGB, e inmediatamente después de nosotros la EGB se eliminó. Entonces, vivíamos con el miedo constante a que nos pillara la reforma educativa. La reforma educativa nos estaba persiguiendo en el colegio, nos persiguió después en el instituto y nos persiguió, y, en mi caso, me alcanzó en la universidad. Por lo tanto, estábamos creciendo y educándonos en un sistema que todos decían que no era tan bueno como el bachillerato de antes. Que nosotros éramos tontos, o que éramos burros, pero que encima no teníamos ningún tipo de futuro. Entonces, ¿qué estamos haciendo? Había una desmotivación estudiantil grande, no tan grande como ahora, pero en aquellos momentos se nos veía como esos niños a los que sólo se les pide estudiar. ¿Qué están haciendo?
Había dos opciones, ustedes se acordarán: quien valía para estudiar, iba al bachillerato y al COU, quien no valía para estudiar, por lo menos, que trabajara, e iba a FP. Ir a la Formación Profesional durante mucho tiempo se vio el gran monstruo que teníamos los adolescentes mileuristas. Para el hijo que salía un poco tonto el consuelo era: bueno, siendo un buen profesional también se puede uno ganar la vida, también hacen falta fontaneros, también hacen falta…
Entonces eso era terrible para niños poco motivados o para niños que arrastraban un fracaso escolar, cuando no se permitía repetir curso. Pero también era una presión constante para los que aprobábamos, o los que íbamos a bachillerato. No me incluyo porque fue mi opción vital. Si no se estudiaba, si no se superaban determinadas notas, se era tonto. Por lo tanto, ya no existía la nobleza ni el orgullo del oficio, que había existido en la época de nuestros padres. Ser un buen fresador, ser un buen maestro de obras, ser un buen pastelero, era la segunda opción y a esa segunda opción se le tenía mucho, muchísimo miedo. Se le tenía miedo a la selectividad, por supuesto. La selectividad no permitía, nada, absolutamente nada. Gente que se enfrentaba a dos exámenes, a tres exámenes, a repetir incluso COU para subir la nota. Bueno, nada terrible, decían los padres, lo que hubiera dado yo por estudiar. Ya, pero es que para nosotros estudiar era algo distinto, era la única vida que existía. Quien tenía que abandonar COU, después de haber ido superando distintas y distintas pruebas, nuevamente era un fracasado, no era un fracasado económico, era un fracasado intelectual. Era la sensación de que había tenido todo en su mano, todos habían hecho todo lo posible,… y él fallaba.
Les estoy explicando todo esto que, sin duda, han tenido en su casa o cerca, para relativizar, para poner desde el otro punto de vista. Ahora que ya hace quince o veinte años de esta historia, de dónde vinimos, de dónde venimos estos jóvenes a los que ahora se nos acusa de pasivos, de tristes, de melancólicos, de refunfuñunos.
Bien, estábamos, por lo tanto, destinados a los estudios y, sin embargo, al llegar al momento clave de elegir los estudios, no podíamos elegirlos si nuestras notas no eran lo suficientemente buenas. Volvía otra vez la idea del tonto y la idea del listo y, sobre todo, la idea de las carreras prestigiosas y las que no. Antes había carreras divididas por una idea de género: si era chica, mejor que estudiara un magisterio; si era chico ¡hombre! ingeniero, un ingeniero siempre, en fin. De pronto, la idea del género ya no importaba, importaba la nota de la selectividad, importaba la sensación de que sólo los que realmente valían, podrían elegir, los otros que se buscaran la vida, que se fueran a filología, que no se pedía nota, que se fueran a historia, que se fuera a filosofía. Bueno, filosofía era la carrera temida de algunos padres, pero ¡Dios mío, este hijo qué va a hacer con filosofía! Porque estaba totalmente asociada la idea de la universidad con la idea de conseguir un trabajo de prestigio y siendo filósofo, dónde se iba a ir. Entonces, las carreras de letras comenzaron un declive lento, pero imparable. No tenían futuro, no tenían salidas, eran las que no exigían ni siquiera nota de acceso. Y así nos va. Yo que dejé derecho -en que había sido admitida con nota regular y demás-, para filología, tardé años en convencerle a mi padre de que esa opción vocacional, podría tener futuro. Porque él lo veía como un descenso intelectual y un descenso, incluso, de posibilidades económicas enorme. Luego, pues, bueno, no salí tan mal, pero en un principio eso era así.
Y había otras personas todavía que estaba en peor situación: las personas que se daban cuenta de que la reforma universitaria, que a ellos les cortaba por la mitad, ni siquiera estaba preparada para unos estudios prácticos. Claro, mientras nosotros estábamos en la universidad o en el instituto, había muchísimos cambios sociales, cambios de los que no éramos protagonistas, pero que constantemente nos afectaban. El primero de ellos, por supuesto, era el político, era la alternancia política, los conflictos. Más en el País Vasco, donde se vivió con mayor dolor, con asesinatos, con muertes, con denuncias. Pero, aparte de ese clima político, teníamos un clima económico en constante movimiento, del que los niños y los jovencitos apenas nos dimos cuenta. Nuevamente, el Norte, en general, resultó muy afectado, Astilleros, Altos Hornos,… huelgas generales, cierre de fábricas. Yo, por ejemplo, que he vivido en Llodio hasta los 25 años, veía cómo, una tras otra, las grandes empresas que habían mantenido vivo el tejido social de esta zona y de este pueblo, cerraban, Y yo pensaba que nunca le tocaría a la empresa de mi padre. Por suerte fue la única que se salvó -no le tocó-, una de las pocas. Pero la tensión que se transmitía y esa tensión constante –"tú estudia"-, tenía, a su vez, un origen real, un origen en lo que los propios padres estaban viendo. Dónde iban ellos con cuarenta y ocho, con cincuenta y dos, con cuarenta y cinco años, sin capacitación excesiva, después del cierre de un astillero. Bueno, en otras circunstancias eran minas; en otras zonas de España eran otro tipo de empresas. Quienes estudiaban, por lo menos, se podrían colocar.
Y mientras eso estaba ocurriendo, nosotros teníamos una niñera de excepción. La mayor parte de nuestras madres trabajaban en casa o trabajaban únicamente a media jornada, pero bastante tenían todavía con arreglarse. Nuestra niñera en muchos casos, o nuestra compañera, era la televisión. La televisión no se veía como ahora. Ustedes se acordarán que estaba muy regulada. Daba la sensación de que era lo mismo que el teléfono. Era un bien precioso que se había adquirido hacía poco y que había que consumir con cierto cuidado. Que los niños no vieran tanta televisión, que se quedaban tontos. Bueno, nosotros veíamos la televisión, únicamente en programas infantiles y en programas infantiles que todos, absolutamente todos compartíamos. La prueba, suelo decir yo, medio en broma medio en serio, es que, cuando la generación anterior se junta y se toma unas copas, acaba cantando canciones de misa, que es lo que tienen todos en común; nosotros, en cambio, cuando hay un par de copas de por medio, lo que cantamos son las melodías de nuestras series preferidas: David, el Gnomo, Pumuky, por supuesto, La Bola de Cristal, Barrio Sésamo,… Es decir, algo ha ocurrido ahí. El centro de atención o el centro de educación o el centro unificador ha pasado de uno a otro, y de pronto ahí estaba la televisión, ahí estaba la publicidad.
Hay un momento, en que hago un recorrido histórico por el libro para enfocar toda esta generación, y digo, que hubo una serie de momentos que los mileuristas recuerdan y vivieron como absolutamente trágicos en su vida, o como determinantes. Trágicos, no de tragedia, sino de trascendencia. Uno de ellos, por supuesto, fue la goleada de España a Malta. Claro, todos los vivimos, los más mayores, los más jóvenes, pero para los niños aquello era real, para los niños era el tiempo en directo, se dilataba la importancia de lo que estaban viviendo, tanto así, que mientras yo estaba escribiendo este libro, el propio portero de Malta protagonizó un anuncio, y un anuncio que estuvo en todas las televisiones y un anuncio, además, destinado a jóvenes. Y otro de los momentos de unificación, por ejemplo, fue la muerte de Chanquete, la famosa muerte de Chanquete repetida una y otra vez. Una y otra vez, pero que sigue siendo un referente social, y yo por ejemplo, lo comparo con otros hechos de importancia real y de relevancia real.
Para la mayor parte de los mileuristas la protección del exterior era triple: por un lado, la escuela, por otro lado, los padres, por otro lado, la televisión. Una televisión de evasión, de dibujos animados, de muñecos de plastilina, en series importadas de Europa del Este. Por lo tanto, mientras nos estábamos preparando para ser alguien en la vida y mientras se daba por hecho que después de pasar por la universidad seríamos alguien en la vida, teníamos no solamente los juguetes con los que habían jugado nuestros padres, los carritos, las muñecas, la Nancy, luego llegó la Barbie, sino que, además, teníamos todo un mundo invisible de evasión, que era la televisión. Y muy pronto llegó el ordenador.
Nosotros somos una generación que ha crecido con el ordenador ya en casa o, por lo menos, en el instituto. Los trabajos ya no se entregaban a máquina, se entregaban a ordenador, y además, el ordenador colocaba una barrera generacional, como no había existido antes. El niño sabía más de programar el video y de programas del ordenador que el padre, no digamos ya que el abuelo. Por lo tanto, se estaba creando un lenguaje propio y un lenguaje exclusivo, como con la televisión. Las bromas de televisión que hacían los niños no tenían nada que ver con las bromas de televisión que hacían los mayores.
Se iba creando, por lo tanto, una distancia constante, no solamente de vocabulario, que siempre ha existido entre generaciones, y de gustos, sino también de la evasión. Mientras los mayores buscaban las evasiones, más o menos de siempre, por un lado, la familia o el entorno familiar, el entorno agradable, o por otro lado, lo buscaban en determinadas drogas. Lo que estaban haciendo los adolescentes y los niños era aprender que acudir a un mundo paralelo. Escribir, leer, ya no era tan satisfactorio como ver, absorber a través de la vista, el ordenador, la televisión, la publicidad, los videojuegos. Y no hemos salido de ahí. Mi generación ha sido la que ha asaltado del ordenador al móvil, sin ningún tipo de problema. De hecho sin móvil, ahora, la mayor parte de los adolescentes no podrían vivir, pero nosotros, los jóvenes adultos, tampoco.
Hemos hecho que nuestra vida girara entorno a la comunicación, en torno al saber, pero no en torno a la información como tal que era un eje importantísimo en la generación anterior: el saber, el conocer. Ahora, únicamente quieren comunicarse, quieren mantenerse en contacto y esto viene del continuo complejo de soledad del que ya les hablaré un poquito más adelante.
Yo les decía que, de pronto, habíamos llegado miles y miles de jóvenes a la universidad y que, de pronto, la universidad estaba saturada; y que, de pronto, la calidad bajaba; y que, de pronto, había una reforma educativa, los famosos planes nuevos. Los padres veían con sorpresa cómo muchos de los hijos, al primer año o al segundo año, dejaban la carrera. Dejaban la carrera y se iban a Ciencias del Mar, por ejemplo, o a Nutrición, a carreras de las que nunca habían oído hablar Y nuevamente se preguntaban ¡Dios mío, qué va hacer mi hijo! ¡Cómo va a ser nutricionista! Las carreras de verdad eran muy pocas, y en esas muy pocas se aseguraba el futuro. Y, de pronto, las otras ¿qué?
No nos dimos cuenta. Los jóvenes porque no teníamos suficiente conocimiento para ello y los mayores porque no estaban preparados para el mundo que se avecinaba, de que la especialización tenía que cambiar, que el modo de estudio tenía que cambiar y que el trabajo, desde luego, estaba cambiando. Para cuando los primeros mileuristas mayores que yo, los que tienen ahora cerca de cuarenta años, abandonaban la universidad, las ETT habían comenzado ya. Las empresas de trabajo temporal se estaban cebando en los parados no tan jóvenes, los parados de las reconversiones industriales y demás, y en los primeros parados jóvenes, en los que acababan de dejar la universidad. Era un tejido social totalmente deteriorado. Los mayores tenían miedo a no volver a ser contratados, aceptaban lo que pudieran, lo que les dijeran. Los jovencitos tenían la sensación de que habría muchísimo tiempo por delante para poder evolucionar. Así habían empezado sus padres, barriendo las aceras y habían llegado a un puesto determinado, habían empezado de botones y habían llegado a…, habían comenzado de dependientes y habían llegado a…
Todavía no sabíamos que los estudiantes mileuristas, los que abandonaban la carrera con su título para ser becarios, diez años más tarde continuarían siendo becarios. No nos habíamos dado cuenta de que la sociedad había cambiado y nos había dejado atrás sin saber muy bien cómo ni cuándo. Claro, todo esto tiene una explicación. La generación anterior a los mileuristas, los babyboomers, fue una generación muy amplia; por eso se llamaron babyboomers, el estallido de la natalidad. Era gente que tenía cinco hermanos, cuatro hermanos, familias numerosas. Eran muy competitivos, por lo tanto. Era gente además que no tenía nada que perder, que venía de una España gris, de una sociedad en que era mejor no destacar, pero si no destacaba uno se asfixiaba; era una generación que, además, tenía ganas de cambio y que consiguió, dio ese cambio. Pero es que eran muchos, y eran muy jóvenes cuando llegaron al poder y ahí continua, ha continuado pasando el tiempo, diez años, veinte años, veinticinco años y esa misma gente continua siendo más o menos joven. No tan joven como hace veinte años, pero ronda la cincuentena, los cincuenta y cinco años. Aún les quedan años de productividad. Y, una vez que se ha obtenido poder o responsabilidad o dinero, es muy difícil rectificar. De ahí y, sobre todo, es muy difícil aceptar que existe una serie de carencias de formación, una serie de carencias incluso empresariales que pueden otras generaciones más jóvenes completar. ¿Por qué? Porque, repito, fuimos educados como niños y a los mileuristas se nos sigue tratando como a niños. A los niños no se les da responsabilidad, y asumir que esos adolescentes mileuristas, que nacieron en los setenta han crecido, significa asumir también que la generación anterior ha envejecido y la generación de los babyboomers es la que defendió que la juventud tenía el poder, claro, mientras ellos eran jóvenes, y ahora que no son jóvenes siguen teniendo el poder.
A mí esto me parece normal, me parece incluso lógico. Yo no hablo en ningún momento de culpas, hablo de responsabilidades, hablo de errores que estamos cometiendo y que están produciendo una ausencia de diálogo social, una incomodidad por parte de los mayores y por parte de los jóvenes, una falta de diálogo constante. Las generaciones entre sí no siempre se han entendido bien, los babyboomers tuvieron que verse con la generación anterior, la de posguerra, pero, sin embargo, como he dicho antes, tenían menos que perder, estaban más a disgusto, había más cosas que cambiar, hicieron una revolución más o menos visible, más o menos activa, al estar tan a disgusto modificaron cosas. El problema está en que los mileuristas no están del todo a disgusto, no viven tan mal, no lo suficientemente mal como para iniciar una reacción, y por eso callan, y por eso en este salón hay tan pocos mileuristas. Luego analizaré también por qué me parece que en este caso, por ejemplo, hay tan pocos jóvenes.
He dicho antes que habían comenzado las ETT. Comenzaron los contratos basura, comenzó la sensación, cada vez más extendida, de que cuando se saliera de la universidad, no solamente no se iba obtener trabajo en lo que se quisiera, es que no se iba a obtener trabajo en absoluto. Ahí comenzó el fenómeno de las universitarias trabajando como cajeras en un supermercado. Los universitarios mileuristas yéndose durante un año, por ejemplo, aquí en el País Vasco ocurrió mucho, yéndose durante un año a perfeccionar el inglés… Intentaron salir fuera, buscar becas internacionales para poder competir mejor aquí.
El problema estaba en que todo el mundo estaba haciendo lo mismo. Ya no valía con saber inglés e informática: todo el mundo lo sabía con un título, también todo el mundo lo tenía, por así decirlo. Y, de pronto, los padres que estaban viendo cómo sus hijos sufrían, cómo se iban prolongando los años de la falta de independencia. Y cómo, mientras tanto, los contratos eran basura de apenas unos meses o de días, incluso llegaron a ser contratos de días en el periodo más crítico. Como veían que los pisos poco a poco iban subiendo -eso es otra cuestión que sería digna de analizar-, empezaron a mirar hacia los primos que se habían quedado por el camino, los primos tontos, los que habían hecho FP, los que ahora eran fontaneros, y decían "¡ostras, pues tu primo el fontanero está ganando trescientas mil pesetas al mes!" Y la sensación de los mileuristas era de un doble timo. Era la sensación de, entonces, todo esto para qué ha ocurrido. Mientras no teníamos poder, mientras estábamos siendo jovencitos y niños, nos estábamos preparando para algo, y ahora ese algo ha cambiado. Como no somos responsables, lo han creado otros, otros nos han educado y otros nos han educado para esta vida. Y esta vida no es lo que nos han prometido. Claro, quizás fuera el momento de la venganza de los fontaneros, pues, no, tampoco, porque continuaban teniendo y continúan teniendo la sensación de haber renunciado a una vida cómoda, a la vida de los estudiantes, a la vida de las fiestas en la facultad, a unos cuantos años de formación en los que ellos estaban trabajando de una forma muy dura. Bueno, cuando digo fontaneros, ustedes me entienden, hablo de la gente que tenía un oficio.
Y, sobre todo, porque existió un gran números de mujeres que decidieron ir a la universidad, que tenían mucho miedo a terminar haciendo un oficio, porque ésta -aunque no lo parezca, la mía- sigue siendo una generación tremendamente machista, muy, muy machista. Entonces, de pronto, esas chicas encuentran con que muchos de los hombres que les gusta, muchos de los hombres con los que van a compartir su vida tienen un oficio, están por lo tanto, menos preparados culturalmente que ellas. Y comienzan los primeros choques culturales. A la sensación de que el trabajo de la mujer siempre vale menos que el del hombre, se junta la superioridad intelectual teórica, no siempre real, de la propia chica. Eso hablaré en una segunda parte, hablaré del corazón y hablaré del cuerpo, de qué ocurre con las relaciones amorosas. Pero por primera vez hay muchísimas chicas universitarias casadas o saliendo, con una relación con personas que tienen una cualificación laboral menor que ellas, pero que están ganando más que ellas. Entonces, todo el mundo se retuerce, todo va todavía más al revés, todo es más complicado.
Llegamos por lo tanto al momento de los primeros trabajos, y con esos primeros trabajos, la idea de que una vez que los hijos están trabajando, digo yo que podrán aportar algo a casa ¿no? Digo yo que podrán devolver algo de lo que recibieron. Bueno, la generación de los padres ya no pedía que se diera dinero en casa, por lo general. Tenía que verse muy, muy extremadamente mal, el padre o la madre, para pedir dinero en casa al hijo. Que el hijo se guardara ese dinero, que fuera ahorrando, que se fuera buscando una vida, que reinvirtiera.
Ya, eso hubiera sido lo ideal, pero es que a los mileuristas no nos educaron para ahorrar: nos educaron precisamente para disfrutar el momento. Fue en la primera generación que vivió la invasión del consumismo norteamericano, la primera generación que podía celebrar su cumpleaños en un telepizza, o en un burguer, o en un chino. Fue una generación que tenía paga todos los domingos, incluso doble cuando los padres estaban divorciados, incluso cuádruple cuando estaban los abuelos de por medio. Por lo tanto, no tenían mucho dinero, pero tenían dinero de continuo y siempre había algo en que gastarlo. Fue también la generación para la que se abrió todo el enorme quiosco de las chuches, gominolas, refrescos, pero, también, de los pequeños juguetitos. Los juguetitos que con el propio dinero de un día de paga se podían comprar. Por lo tanto, fue una generación que se fue acostumbrando a la gratificación inmediata y, sobre todo, a muchos juguetes, no tantos como ahora, repito, la generación de ahora -los Y, los más jovencitos-, pues están disfrutando o padeciendo, un consumismo excesivo.
Nosotros teníamos muchos juguetes, pero no tantísimos. ¿Por qué? Porque los padres querían que tuviéramos juguetes, pues muchos de los padres y de los abuelos no pudieron tenerlos nunca, no disfrutaron de muñecas ni de… Por ejemplo, yo recuerdo la fascinación de mi madre con los vestidos de las muñecas -ella misma me los hacía- y cómo muchos de los padres recuperaban parte de la infancia a través de los juguetes de los niños. ¿Cómo se podía privar a los niños de juguetes? Claro, pero al mismo tiempo que nos daban los juguetes, nos estaban acostumbrando a una gratificación inmediata, sin esfuerzo. Muy pocos eran los padres que iban graduando los esfuerzos de los hijos para conseguir un juguete. Muy pocos niños de mi generación recibieron carbón cuando los reyes venían. Casi siempre recibían algún juguete, aunque fueran pocos.
Entonces, ¿qué ocurría? Que después habían llegado los videoclubes. En los videoclubes se podía alquilar películas. Ya no hacía falta esperar ir al cine durante los fines de semana. Pero, además, estaban los libros de bolsillo. Quienes leían, no solamente podían acudir a bibliotecas, sino que por muy poco precio podían tener eso. Estaba la televisión que era el ocio inmediato y constante. Llegó Zara, llegó Mango, llegó la rebaja de la ropa. La ropa que antes se estrenaba dos veces al año, de pronto se podía constantemente renovar. Llegaron los comercios chinos, de todo a cien, en que cualquier pequeña chuchería también se podía comprar. Entonces, cómo a una generación acostumbrada a hacer eso desde su infancia, se les podía pedir de pronto que ahorraran. No estaban educados en esa tradición. Obviamente, había excepciones. Yo tenía mi cerdito, que me lo regalaron en mi primera Comunión, y lo sigo guardando. En fin, pero yo fui educada por unos padres un poco más mayores que la mayor parte de mi generación. Mis valores, pues, yo que sé, por tacañería, o por lo que fuera, eran distintos.
Entonces nos encontramos con una generación que tienen trabajo no asegurado, muy poco remunerado, que no tiene capacidad para ahorrar y que ya se encuentra después de la universidad veinticuatro, veinticinco años. ¿Qué hacer? Que sigan estudiando. La mayor parte de los padres se resistían a pensar que el esfuerzo de sus hijos, después de la universidad, iba a acabar siendo cajero de un supermercado. Igual la madre lo había sido, pero los hijos… ¡Díos mío, mi hijo, no! ¡Mi hijo es abogado! Entonces muchas veces se pagó un esfuerzo más, para un master, para un diploma, para cualquier otra cosa, para que se continuaran formando. Y si trabajaban, muchas veces se contemplaba con cierta, bueno, pues con resignación, que no trabajaran de cualquier cosa, porque para ir a trabajar por ahí con seis años de estudio, para trabajar absolutamente de cualquier cosa…
Como van viendo, había una reacción de los padres y una reacción de los hijos, y sobre todo, los hijos continuábamos teniendo la sensación de que nosotros no decidíamos nada. Eran las empresas, eran los políticos, eran los propios padres, eran nuestras circunstancias. No podíamos elegir nada. Si nosotros nos negábamos a un puesto, habría otro ciento que lo cubrirían. Entonces, ¿qué hacer? Negarse o no. Por primera vez, los padres permitían que nos negáramos a aceptar un puesto de trabajo, si no era lo suficientemente bien remunerado. No era la sensación de la generación anterior en la que había que llevar dinero a casa como fuera, trabajara de peón, trabajara de enfermera o trabajara de ingeniero. Dábamos la sensación de haber avanzado un paso, pero nos sabíamos muy bien si habíamos avanzado hacia delante o hacia atrás.
La cosa se complicó cuando continuaban pasando los años: veintiocho, veintinueve, treinta años, y esos hijos no tenían dinero para irse de casa, ni pinta de irse de casa. Por un lado, no ahorraban, les gustaba salir. He hablado antes de la gratificación inmediata. Una de las gratificaciones inmediatas que tenían, precisamente, era la de los amigos, la pandilla. Muchas personas de mi generación son hijos de familias rotas o de familias divorciadas. Por lo tanto, existe también una crisis familiar que se va transmitiendo, una crisis de la pareja, una crisis de la familia, la pandilla, los amigos. Así las cuadrillas cobran una importancia cada vez mayor, pero no hay tiempo suficiente como para trabajar, como para ganar dinero, como para dedicarse al ocio, como para crear una familia y para disfrutar de la vida. Por lo tanto, la generación que mejor preparada está para disfrutar de la vida es la que menos tiempo tiene para hacerlo. Comienza la frustración, comienza el refunfuñe. Yo digo con mucha frecuencia que mi generación es precisamente la generación del gruñir por debajo, del encogerse de hombros y decir: bueno ¿y para qué? Efectivamente, les han ido demostrando, una vez tras otra, que los esfuerzos que ellos han hecho no sirven de nada y que los que de verdad valdrían no están preparados para ello.
Entonces, nos encontramos con hijos estabilizados en casa, pero que no molestan demasiado. ¿Por qué? Porque los mileuristas, por ejemplo, generalmente tienen muchos menos hermanos que sus padres, son dos, por lo general, incluso hijos únicos. Y ahí, está el gran dilema. ¿Cómo voy a echar a mi hijo de casa? Que esté el tiempo que necesite. Durante el momento crucial del desarrollo económico en España, en los años 80, se dio un mal paso que no se ha corregido: no se decidió invertir a nivel nacional en industria ni tampoco en emprendedores ni en investigación. Se decidió invertir en el suelo, en especulación inmobiliaria. Ese es un movimiento que continua y que fue alentado además por todos los gobiernos, tanto centrales como municipales y que ahora, obviamente, estamos viéndole las orejas al lobo, pero es algo que procede de hace muchísimo tiempo.
La vivienda en España siempre ha sido una obsesión. Lo fue antes la tierra, el que los campesinos pudieran tener tierras, pero en la época de los padres de los mileuristas, de los babyboomers, hubo una edificación masiva. Fueron los momentos de esos edificios de ladrillos de los 60 y de los 70, horrorosos, pero que permitían que poco a poco a unos intereses altísimos -las hipotecas estaban hasta un 12%,… a un 14% incluso se llegaron a pagar-, todo el mundo tuviera el acceso a su casa. La gente esperaba a casarse para meterse en un piso, generalmente, o iban pagándole como podían a través de hipotecas, pero tenían garantizada una casa. Vuelvo a decir que son generalizaciones: hubo gente que se tuvo que construir su propia casa, hubo gente que vivió mucho tiempo con sus suegros, pero la tónica general era esa, y en cambio, sus hijos, incluso luego muchos de estos padres pudieron comprarse una segunda .
Aquí en Bilbao era muy típico irse a la zona de Torrevieja, o a la zona de Laredo, o bueno… Yo en el libro divido a los niños de mi generación en dos: los que tenían piso, piso en la playa generalmente, y los que tenían pueblo o caserío. Los que tenían pueblo, generalmente, tiene un nivel adquisitivo más bajo, había un vínculo mayor con los primos, con los abuelos. Eran niños que estaban más en contacto con la naturaleza. Y, luego, estaban los que tenían pandilla de verano, los que vivían el sueño de Verano Azul, que eran los que tenían bicicleta, los que tenían pandillas de niños que iban de otras partes, los que venían diciendo que los madrileños eran muy chulos. Los dos veraneos eran distintos, pero eso suponía que existía una segunda para la familia. Y, de pronto, los mileuristas, no solamente no tienen segunda es que siguen viviendo con sus padres.
A la expresión de que nuestros padres vivían mejor, uno no sabe qué contestar, porque no era cierto, pero en determinados aspectos sí que era cierto. Los mileuristas hemos heredado dos obsesiones de nuestros padres, dos obsesiones que no nos corresponden a nosotros y que yo hablo de ellas constantemente. Una de ellas, la creencia firme de parte de los padres de los mileuristas, de los babyboomers, que un trabajo es para siempre, que quien trabaja bien, quiera que no, tendrá empleo. Bueno, eso ya no es cierto. Se trabaje bien o se trabaje mal la movilidad es tan grande ahora que es muy difícil que se pueda obtener un trabajo fijo, un contrato fijo. Yo, de hecho, he tenido uno en mi vida -y me parece que bueno-, soy una profesional más o menos buena; mis compañeras, mi mejor amiga abogada exactamente lo mismo. Pero,… no se obtienen contratos fijos con tanta facilidad. Eso es un hecho. No hay que llorar ya, no vale refunfuñar, hay que adaptarse y hay que crear unas nuevas estrategias, tanto de mercado como de ocupación laboral. La segunda obsesión que se tiene, es la de vivienda en propiedad. También es de los padres. Los padres querían esa vivienda y han transmitido a los hijos la sensación de que la independencia tiene que ir unida al piso. Pero es que quién, hoy por hoy, se puede permitir, con un sueldo, comprarse un piso de 80 metros en Bilbao. Quién sin ayuda económica de los padres, quién sin un aval, o sin haberse casado. Sin tener dos sueldos al menos, es imposible.
Entonces, quizás ha llegado el momento, también por parte de los mileuristas, de renunciar a ese sueño de la casa fija, de la casa para toda la vida. Ya no se tiene. Esa misma movilidad laboral va a llevar aparejado una movilidad de vivienda. Hace dos años se empezó a hablar de los famosos pisos de la Ministra, los pisos de 30 metros. Se acogió con muchísima indignación por parte de los jóvenes. Era la sensación de cómo los babyboomers, la gente que había vivido de otra manera, de pronto, cómo nos podían pedir que nos metiéramos en 30 metros, cuando nuestros padres tenían pisos de 80, de 90, de 110, de 140. Bueno, pues, quizás, fuera lo que nos tocara. Obviamente, yo no estoy de acuerdo con esa medida, pero sí que me parece que ahí se truncó una posibilidad de diálogo interesante, porque quizás en alquiler, o en unas condiciones adecuadas, esos pisos de 30 metros hubieran solucionado la vida a mucha gente. No a una familia, pero es que los chicos de treinta años, en general, no tienen familia. Las chicas tampoco. Pero a muchos, mientras estén estudiando oposiciones o mientras están trabajando en otro lugar, que saben que no va a ser definitivo, quizás una vivienda de alquiler en unas condiciones razonables, fuera tan asequible y tan sensata como el sueño constante del piso propio. Quizás ahí se perdió una oportunidad de empezar a exigir unas condiciones normales de vivienda, adecuadas a los mileuristas, no a sus padres, porque no somos nuestros padres.
Esto, por supuesto, no se hizo. Y no se hizo por la famosa pasividad de los mileuristas. Se dice que los mileuristas no están, por ejemplo, interesados en la política. Es cierto y no es cierto. No están interesados en los partidos políticos, no estamos interesados en hacer política como nuestros padres lo hicieron: sindicados, partidos, manifestaciones,… ¿Para qué? Ya está hecho, ya hemos visto a dónde lleva, ¿Cuáles son los medios reales que tienen a su alcance ahora los mileuristas? Las plataformas, Internet, la movilización por móvil. Es una de las generaciones, como he dicho antes, mejor preparadas, pero con más posibilidades de contrastar información, la de Internet, la de Google, la posibilidad de consultar periódicos en distintos idiomas. Ya no quieren un cauce oficial. No se fían, no se fían de La 2, no se fían de La 1, no se fían de Antena 3. Saben dónde está cada uno de los noticiarios, crean el suyo propio. Entonces, bueno, las televisiones están, por ejemplo, con el pie muy cambiado. Pero están creando un nuevo modo de hacer periodismo.
Pero, ¿qué ocurre? Quienes están haciendo eso son los becarios, no son la gente que están en el poder. Y, por lo tanto, se generan constantemente movimientos que se van solapando. Los blogs, los famosos blogs de Internet, las páginas privadas en las que cada uno puede escribir, más o menos lo que quiera, es un fenómeno mileurista. Sobre todo, es un fenómeno de gente entre 30 y 40 años. Tienen una opinión que decir, la quieren expresar. Pero, ¿dónde la expresan? Donde pueden: en Internet no hay censura, no cuesta, no hay que pasar una criba política. Entonces, la manera de enfrentarse, por ejemplo, al desastre del Prestige, o al 11M, o al 14M por parte de los mileuristas fue totalmente distinta. En algunas ocasiones se han hecho caceroladas, en algunas ocasiones se han manifestado, pero muy pocas. Porque no se cree ya en manifestaciones, no se cree en la protesta de ese tipo. ¿Para qué? No nos van a escuchar, quizás si nos escucharan si lo hiciéramos. Pero es que nuestro modo de expresión también es otro.
Por ejemplo, todo el movimiento de voluntarios con el desastre del Prestige, hará ahora tres años, fue llevado a cabo por mileuristas, por voluntarios, por lo tanto. Exactamente lo mismo con el "no" a la guerra de Irak y, exactamente, lo mismo con otro tipo de movimientos que no están tanto vinculados a un partido político como a una ideología propia, personal. Y, ahí, sí. Pero tampoco hay que olvidar otra cosa. Yo he dicho antes que esta es una generación que nos tocó de llenó el impacto del consumismo, que hace de la sociedad capitalista y consumista clientes, clientes a los que hay que hacer creer que son únicos, que son especiales. Nos lo hemos creído. Pero clientes que al mismo tiempo están en la misma franja de mercado, saben a quiénes les gusta Pepsi, a quiénes le gusta Coca Cola, quiénes beben Aquarius. Los mileuristas no somos ciudadanos, somos consumidores, principalmente, somos clientes y, por lo tanto, nos creemos que somos únicos.
Cuando yo preguntaba al principio de la redacción de este libro a mis amigos, a los compañeros, si se veían como generación, todos decían: "no", "no", "yo no tengo nada que ver con mi generación, nada, cero, no". Y yo comenzaba a pedirles referencias: la televisión, la publicidad. "Sí, eso sí", "sí, eso también", "sí, eso también". ¿Os dais cuenta de que formamos un grupo? "No, no, no un grupo, no; como mucho tendremos cosas en común". Bueno, eso es hacer un grupo. Hay una resistencia constante al hecho de identificarse como generación, por lo tanto. Eso diluye el poder que se pueda tener como grupo. Por eso, yo digo constantemente que no se puede esperar un movimiento mileurista, como tal: se pueden esperar iniciativas privadas. Esto es muy cómodo para la generación anterior, un poco incómodo y muy difícil para quien lo intentamos hacer, pero va a ser lo único que se puede hacer.
La vida está cambiando, están cambiando las nuevas tecnologías, la economía, la política, la ciencia,… y no nos hemos dado cuenta de verdad de ello. Cuando se dice que los jóvenes están muy preparados, seguimos pensando que son jóvenes, pero es que yo ya tengo 32 años. Yo ya no soy una niña. Cuando seguimos diciendo los jóvenes que algo cambiará, no nos damos cuenta que somos nosotros quienes tenemos que cambiarlo: ya somos adultos. Como decía Carolina Alguacil, ya cansa. Pero si estamos cansados, es el momento de levantarse y de continuar andando, quizás de otra manera.
Yo no propongo que, de pronto, todo cambie. Propongo que algunas cosas se vayan incorporando poco a poco al cambio, propongo que la idea de solidaridad, que está muy instaurada entre los mileuristas, el ecologismo, el desarrollo sostenible, se vaya incorporando poco a poco. Hay algo muy importante, una diferencia básica para los babyboomers y los mileuristas, que tiene que ver con lo económico, pero que tiene que ver también con el modo de vida. Yo me atrevo a decir en el libro que a los mileuristas, en general, el dinero no nos interesa demasiado. Es una generación muy poco avara. A quienes de verdad les interesa el dinero es a la generación anterior, a los babyboomer. A ellos sí. Fue la generación de la bolsa, la generación que tramitó todo lo del euro. A nosotros lo que nos interesa de verdad es el tiempo libre, es la vocación, es la llamada calidad de vida.
La generación X en Estados Unidos, que es la misma que aquí la generación mileurista, fue la primera que empezó a plantearse trabajar desde casa, fue la primera que empezó a plantearse jornadas más reducidas, aunque se ganara menos dinero. Eso, en la época de mis padres era impensable. Se trabajaba a destajo, había que sacar familias a delante, había que pagar facturas. Aquí, en cambio, se prefiere trabajar menos a cambio de vivir más; de vivir mejor, más intensamente. El problema está en que ese vivir más, a mi generación se le ha inculcado a través del dinero, a través de viajes, a través decoches, a través de la ropa de marca. ¿Cómo se come esto? Pues diciendo una frase que yo repito una y otra vez: mi generación está acostumbrada a vivir entre contradicciones. Se le dice una cosa y la opuesta y se lo cree y, además, ni siquiera se lo plantea. El hecho de que todos, o casi todos, seamos abiertamente antiamericanos -y Bush por aquí y antes Clinton por allá y la invasión de Irak y demás-, no se opone en absoluto a que todos veamos series americanas, ni a que todos bebamos Coca Cola light -ahora está la cero-, a que todos dominemos también el código del lenguaje americano -me refiero a publicidad, a cine, con su sensiblería, con sus historias de familias en suburbios, que no tienen nada que ver con la nuestra-, tan bien como nuestro propio código. Bueno, no pasa nada, se ha aceptado. Lo mismo que se ha aceptado que los anuncios de televisión muestren cada vez un nivel de vida más desmesurado y nosotros ganemos mil euros. Lo mismo que se ha aceptado que un yogurt pueda al mismo tiempo adelgazarte, mantenerte divina y tener un 0,7 de grasa. ¿En qué quedamos?
Es decir, hemos visto tanta publicidad y nos han contado tantas versiones distintas que muy curiosamente combinamos lo blanco y lo negro; y no nos extraña. Por eso mismo, es una generación cínica. Es la generación del club, de la comedia, la generación que se ríe un poco de todo. Porque otra cosa no puedes hacer, o tienes la sensación de que no puedes hacer. Yo creo que sí, yo creo que hay muchas otras formas de protesta. ¿No? Pero en esa parodia, o en ese sentido del humor, intentan esconder generalmente un vacío interior tremendo, un vacío interior de haber perdido los referentes de la empresa, los referentes del trabajo, los referentes de la familia, los referentes de la religión, por ejemplo.
En el libro, yo dedico una parte a la espiritualidad, a la idea de que casi todos los mileuristas fuimos educados como católicos, en una sociedad muy, muy homogénea, en que el padre trabajaba fuera -la madre generalmente no, o no trabajaba durante largos periodos de tiempo-, casi todos hicimos la primera comunión, algunos nos confirmamos y muchos de ellos dudan entre casarse por la Iglesia o no. Ha habido una decepción religiosa generalizada. Hemos sido la generación del Papa Juan Pablo II. Prácticamente hemos crecido con él. Hemos crecido con una idea progresista de la religión, cada vez con un valor ideológico menor y con un valor solidario mayor. Ahí es donde, por ejemplo, podemos encajar. La generación de las ONGs, la generación del voluntariado en todas sus facetas, pero, al mismo tiempo, también egoístas. Una generación que no mira más que para ellos, una generación que no quiere saber nada de los más pequeños que vienen detrás -de la generación Y-, una generación que ve perfectamente normal que los ancianos estén en lo que antes se llamaba asilos o s… ¿dónde van a estar? ¿Por qué? Porque crecimos aislados en el colegio, crecimos aislados como grupo en la universidad y seguimos creyendo que somos niños. Y porque nuestros padres no son asistencia, viejos. Cuando les toque a nuestros padres, veremos qué es lo ocurre.
Hemos sido la generación que hemos asumido que no tendremos pensiones, pero que tenemos que pagarlas para los demás; la generación que ha asumido que nosotros no tendremos trabajo fijo, pero estamos trabajando para quien sí que lo tiene. La generación que asumimos que somos llamados más o menos tontos ("menuda carrera hiciste",… "anda, en mis años sí que se estudiaba, yo me sabía el Castán de memoria"), y sin embargo, nos dicen que estamos más preparados que nunca. ¿Cómo no creernos las mentiras, cuando todo lo que nos dicen es tan distinto de la realidad?
Esto es lo que yo, más o menos, les quería decir. Les quería presentar una visión un poco distinta con cierto sentido del humor, porque si no es imposible, y quería dar también un toque de alarma. Esto lo suelo hacer, sobre todo, cuando hay más jóvenes presentes. Esta es una generación que vamos a terminar sin ningún tipo de poder. En el momento en el que los babyboomers vayan cediendo sus puestos por una cuestión lógica de edad, no vamos a ser nosotros quienes estemos ahí para recogerlo. Va a ser la generación anterior, van a ser los Y, los Y que son los nietos de los babyboomers. Como suele pasar, se entienden mejor con los abuelos que con los padres y tienen mucho en común. Los chavalitos de ahora, los adolescentes, son más agresivos, son más seguros de sí mismos, tienen una gran idea de lo inmediato, son los niños de la impresión, del yo quiero, del ahora, mientras que nosotros, no.
Nosotros éramos pasivos, melancólicos, reflexivos, un poco raritos, callados. Mi generación estaba obsesionada por el trabajo, por conseguir un trabajo, y que ese trabajo nos gustara. La generación más joven, la de los Y, está obsesionada por ser famoso por conseguir dinero. Yo suelo decir la expresión un tanto vulgar de "se los van a comer con patatas" y, efectivamente, es así. Si no tomamos cierta conciencia de nuestra importancia, de nuestros propios logros, si no se pacta con la generación anterior, si a su vez la generación anterior no tiene conciencia de que necesita un relevo, esta generación, en la que tantas esperanzas se había depositado, la mejor formada, los JASP (Jóvenes Aunque Sobradamente Preparados), los más inteligentes, los más mimados, vamos a pasar sin pena ni gloria. Y eso, en una generación entera y en un país que necesita jóvenes y que necesita inteligencias, sería una pena. ¿No? ¿No creen?
Espido Freire
Bilbao, 30 de Octubre de 2006
Bilbao, 30 de Octubre de 2006
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