A la mayoría de los escritores de ciencia ficción les gusta deslumbrarnos (o asombrarnos) con sus conocimientos técnicos, ya se trate de astrofísica, sociología, psicología o cualquier otra cosa. Keith Roberts (nacido en 1935) no es una excepción, pero en su caso los tecnicismos son atípicos: «Sobre el banco, frente al monje, había una losa de piedra caliza de unos sesenta centímetros de largo por diez o más de espesor. Junto a ella, dos cajas de arena de plata; el hermano John estaba atareado puliendo la superficie de la piedra, para lo cual volcaba la arena en una moledora circular de hierro, que luego hacía girar con cierta habilidad, de modo que remolineaba una emulsión de agua y abrasivos sobre la losa. El trabajo era agotador y exigente; cuando estuviera acabado, en la piedra no tenía que quedar ninguna curva, en ninguna dirección. Cada tanto, buscaba alguna concavidad apoyando una regla de acero sobre la superficie. Después de unas horas, la losa estaba casi lista, y en la etapa más difícil. La textura granulada que dejaba la moledora también tenía que estar libre de imperfecciones…».
El hermano John está preparando la losa para la prensa de un taller de litografía, una imprenta que produce octavillas y anuncios, como el que muestra el «dibujo de una rolliza muchacha campesina que sostiene un manojo de cebada y la inscripción Cerveza de los cosecheros; destilada bajo licencia en el monasterio de Saint Adhelm, Sherborne, Dorset». Este libro abunda en hermosas descripciones de una tecnología ya obsoleta, sobre todo en la primera parte («Primer Compás»), donde se nos presenta a Jesse Strange, el orgulloso propietario de una flota de locomotoras de vapor. Son máquinas que ruedan sobre carreteras, no sobre raíles, y que son el principal medio de transporte pesado en esa Inglaterra del 1968 d.C: «Tal vez algún día el motor de petróleo pueda llegar a algo… Pero antes habrá que vencer la objeción de la Iglesia. La Bula de 1910, Petroleum Veto, había limitado la capacidad de los motores de explosión a 150 cc, y desde entonces los transportes de vapor no habían tenido verdadera competencia. Los vehículos de petróleo se han visto forzados a incorporar grandes velas para desplazarse mejor…».
Los lectores adivinarán, por esta extraña mezcla de lo antiguo y lo moderno, de lo religioso y lo comercial, que Pavana (Pavane) es otra novela de mundos alternativos. Está ambientada en la corriente temporal en que la reina Isabel I es asesinada (1588), en que Felipe II de España conquista Inglaterra, y la consiguiente «Guerra de los Enrique» termina con el triunfo de la Santa Alianza y la Iglesia recupera su antiguo poder. La característica principal de ese mundo es el poder opresivo de la Iglesia Católica, un poder que ha ahogado la investigación científica y el progreso tecnológico. No obstante, ha habido algunos cambios, y hombres como Jesse Strange y el hermano John son sus agentes. La lucha entre la Iglesia y las fuerzas incipientes del progreso material está llegando a su culminación.
La novela no tiene una sola historia lineal, sino seis largas historias, un prólogo y una coda (cada uno de los capítulos apareció primero por separado en la revista británica de cf Impulse, de corta vida, de la cual Keith Roberts era editor gerente). Los «Compases» del libro están marcados con precisión y con mucho vigor, y cada uno de ellos es una obra maestra en miniatura. Se desarrollan como una danza solemne con vívidos disfraces, o como una pavana. La «Coda» es muy elocuente. En una era futura de monorraíles y estaciones de energía eléctrica –mucho después de haberse ganado la prolongada batalla y de haber forzado el repliegue de la Iglesia–, se nos ofrece un pantallazo de nuestra propia época, dominada por un ritmo frenético de cambios. Parece ser que la Iglesia tenía un conocimiento anticipado de nuestro mundo y había intentado –con éxito– impedir su advenimiento: «La Iglesia sabía que el Progreso no se detendría: pero podía retrasarlo … dándole tiempo al hombre para que se acercara a la Razón verdadera; ése fue el don de la Iglesia a este mundo. Y fue inapreciable. ¿Oprimió? ¿Ahorcó y quemó? Sí, un poco. Pero no hubo Belsen. Ni Buchenwald. Ni Passchendaele».
FICHA DEL LIBRO
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