Los hechos no precisan mayor elucidación, aparejo de seda, caballeros, al menos yo los juzgo por tales. Intento decirles que no se complican, que todo esto pudo haberles ocurrido a ustedes, o que simplemente les ocurre. Así pues, un capitán, una tripulación, un barco de la vieja escuela, una travesía de varios meses, y la bestia al fin, la bestia desde el principio. He aquí un borrador, o si lo prefieren, el borrador de un borrador. Ahora, guíense como quieran. ¿La época? Bien, pero no la creo importante: sirve cualquier momento del siglo diecinueve, en realidad, cualquier momento del tiempo. Tampoco nosotros somos importantes: armadores, marineros, gente común, con esposas, con hijos, algún extranjero, algún solitario. El porqué, sí: es antiguo, es eterno: es el orgullo del rebelde enfrentado al universo, la oscura leyenda del hombre erguido ante los dioses.
Y el artífice. Neoyorquino. De treinta y dos años cuando publicó el libro, el sexto, o quizá el séptimo. Hablo de mil ochocientos cincuenta y uno. ¿Antes? Pongamos que como todos: padres escoceses y holandeses, banqueros arruinados, una infancia sofocada por la educación calvinista, el puritanismo. Luego el mar: su primera incursión la realizó como grumete, a bordo del Highlander, rumbo a Liverpool; más tarde se contrataría en un ballenero, el Acushnet, de tripulante: zarparon de Nantucket, pero desertó a la altura de las Marquesas, harto de soportar las arbitrariedades del capitán. Lo acogieron en Taipi, una isla poblada por salvajes desnudos, caníbales, me parece. Fondeó allí durante cuatro meses, seducido por la belleza de las mujeres y la franqueza de los nativos. Lo rescató —y bien creo que a su pesar— un barco australiano, se amotinó de nuevo y acabó recalando en la cárcel. Por entonces comenzó a escribir. Fue mendigo, vagabundo, señorito en Boston, granjero en Lenox, amigo de Hawthorne. Algunos años después viajó a Europa, al Mediterráneo, a Constantinopla, a Egipto, a Palestina. Supe que leía enfermizamente La biblia. Su última travesía tuvo lugar a bordo del Meteor, cuando cruzó el cabo de Hornos.
Poca cosa puedo decirles de sus narraciones anteriores. La primera, Typee, data de mil ochocientos cuarenta y seis. Siguieron Omoo, Mardi, Redburn, White jacket… Después, ésta. Aquéllas recabaron admiradores: fueron libros de aventuras: entiendo que el público se aburría, que por eso las celebraba. Ésta, no: pasó desapercibida. ¡Oh, sí!, la crítica, pero la crítica tampoco se dio por enterada, no suele hacerlo: vivir a costa de lo que otros crean acaba por arruinar el olfato. Aunque en un ballenero, dicho sea de paso, si algo sobra es el olfato. De todos modos, fue un gran trabajo, ya lo creo. Mimbres clásicos: lo real, un viaje, el joven que busca ver mundo, sé de lo que hablo. Eso para empezar: luego, muy pronto, la pesadilla, un escenario confeccionado de reversos donde lo blanco adquiere tintes diabólicos —me contaron que un tal Poe ya había bosquejado esa posibilidad en las últimas páginas de su Aventuras de Arthur Gordon Pym—; y la venganza, mentida de divinidad, no conocimos más rumbo; y el coraje, el paroxismo, la aniquilación —otro tal Shakespeare delineó igualmente esa senda de sombras—; también la locura, el único camino de trascendencia, y nosotros, un puñado de títeres sin voluntad, juguetes en manos del protagonista: el capitán, invisible durante gran parte del relato y sin embargo presente, como niebla viscosa que entorpece el tiempo. El capitán, sí, el viejo, el maldito viejo en quien el amor y el odio acaban crucificándose mutuamente a lomos de su enemiga, amante, sepulcro.
¿Yo? Un espectador. Libré la vida aferrado a un ataúd. Un cualquiera, la coartada que abre y cierra la tragedia. Si no caí con el naufragio fue por nada más que por propalar la leyenda. Pueden reírse de mí —yo lo hago— si les digo que unos me llaman profeta de una contienda deicida; que otros, testigo de la hazaña de un hombre que muere asesinando lo inhumano, lo incomprensible, el símbolo de cuanto se le sobrepone, el emblema de su génesis, un hombre que reconoce a dios únicamente para matarlo. ¿No me creen? El autor sí: él encabezó el epílogo de la obra con esta cita: «Y sólo yo escapé para contártelo»; copió esa frase del Libro de Job cuarenta años antes de su muerte. Eso me salvó. ¿Les dije ya que no cesaba de leer La biblia? Eso lo dañó. Lo sé: veía en cada goce una culpa, en cada mujer una condena, en la belleza el mal. Y huía al mar: el mar hace a los hombres libres, humildes pero libres; en tierra, aferrados a un único libro, sólo hay siervos: no me cambiaría por ellos. Ustedes pueden pensar que soy parcial, y yo darles la razón. Aún así, verdaderamente creo que mi historia —la que él me regaló— es buena: anuncia modos que otros, más tarde, se arrogarían. ¿Que se inspiró en…? Valiente galladura. Cualquiera sabe que eso son chamarilerías de sacristía para apacentar viudas. Ni el más torpe de los grumetes daría crédito a semejantes disparates. Aquí fue verdad, yo compartí las risas y la muerte, yo escuché a mis compañeros hablar en silencio. Y ahora lo llaman diálogos interiores, baratijas por el estilo. No entiendo de eso. Fue como un gran libro de a bordo. Un manual para novatos. Teatro y poesía. Aunque tampoco entiendo gran cosa al respecto. Vale que les asegure una buena sarta de peripecias, y que los personajes, los ritmos, los escenarios, todos esos ingredientes sirvan al argumento, y no excusen su ausencia como a menudo he comprobado.
Por supuesto que siguió escribiendo. Pierre o las ambigüedades no alcanzó mejor destino. Después hizo algo sobre el tropiezo que tuvo el capitán Delano. Lo recordarán: el barco español, y aquel otro capitán, ¿cómo se llamaba? Benito Cereno. Pude leerlo de primera mano. Aunque si quieren la verdad, no sabría razonar claramente sobre lo que ocurre allí. Se me representa como una gran farsa, la que oponemos todos para justificar nuestras derrotas. Pero no me den mucho crédito. Algunos lo llaman alegoría. No entiendo ni a aquéllos ni de ésta. Lo que puedo decirles es que tampoco gustó. Y lo mismo Bartleby, el escribiente. ¿Lo conocen? Los que profesamos el credo haragán disfrutamos con la historia. Vaya que sí. ¡Qué enorme talento hay en ese «preferiría no hacerlo»! De todos modos, muy pocos le prestamos atención. Como con Billy Budd, marinero. Fue el final. No pudo más. Lo acabó de milagro. Los últimos días de un inocente que no comprende la ley que lo extermina ni a los hombres que la administran. Pero ningún inocente lo logra: las leyes no se escriben para ellos. Tampoco los libros. De manera que empezó a redactarlo y se volvió loco. Sus amigos lo repudiaron. Los editores rechazaban sus manuscritos. Le exigían que volviera a los orígenes, a las narraciones exóticas. El público lo despreciaba. Y se volvió loco. Cinco años: una agonía que no os deseo. No hay regreso, y a los que han vuelto…, mejor muertos. Terminó en mil ochocientos noventa y uno, con setenta y dos de edad, un veintiocho de septiembre, pocos días después de completar el libro, terminó envenenado por el fracaso. Lo enterraron y se acabó.
Yo cobré mejor suerte, o eso me parece. Medio siglo de tiniebla, cierto, pero luz al fin. Hoy me conocen por miles, me estudian, incluso de oídas. Ignoro si él lo sabe, y ni siquiera si le importa. Y verdad que me he propuesto ir a visitarlo, contárselo, pero es asunto complicado. Ya os he dicho que me conocen: no me es posible ni un minuto de ausencia. Sin embargo, me gustaría, ya lo creo. Confieso que no tiene sentido, es así y no le doy más vueltas. Como si fuera a servir de algo. Ahora, que como aviste la mínima, allí me presento. No cualquiera puede jactarse de una deuda como la mía. ¿Que qué haría? Lo he pensado a menudo, de noche, de guardia, mientras miraba absorto el océano. Supongo que caminar lentamente hasta su tumba. Postrarme, no, claro: él se odiaba por eso, y apostaría que me creó para lo contrario. Aguardar allí, nada más. Aguardar un buen rato, erguido, desafiante. Sin hablar: ¿cómo iba yo a hablarle a él? Así que aguardar todo el tiempo, y luego, muy despacio, inclinarme junto a la lápida, escribir sobre ella y devolverle algo de lo mucho que me dio sin él tenerlo, devolverle una frase maravillosa: «… y el gran sudario del mar siguió ondeando como lo hiciera cinco mil años antes».
Es mi deuda, ya digo. Todos escondemos una, y he sabido de muchos que cultivan varias. La mía no se me antoja especialmente gravosa: remite con cada lector que accede a descifrar la historia. No es poco. Aunque entiéndanme: agradezco y pago, pero no envidio: condenado el hijo que se siente inferior a su padre, y maldito el padre que no se supera a sí mismo en su hijo. Lo mayor del tiempo siento lástima por él, porque no sabía vivir, porque por eso escribía. Aunque ¿quién sabe vivir? Ningún hombre de esa clase superior movería un dedo. Nuestros más nobles actos son siempre consecuencia de nuestros peores estigmas. La belleza que los hombres crean, la crean a su pesar, en rebeldía contra sus lacras. Sólo la desobediencia nos absuelve.
En fin, ¿qué otra cosa podría decirles antes de empezar? Si acaso, y puesto que ya nos conocemos, de ahora en adelante, ustedes pueden llamarme Ismael.
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