El libro del profesor W. Klopper La cultura como error es, sin duda, una obra digna de interés, porque representa una hipótesis antropológica original. Sin embargo, antes de pasar a su análisis, no puedo abstenerme de formular una observación respecto a la forma de sus ideas. ¡Es un libro que sólo pudo ser escrito por un alemán! El amor a la clasificación, al orden concienzudo que dio origen a innumerables Handbucher, transformó el alma alemana en un archivador. Al contemplar el impecable ordenamiento del índice de materias de la obra, no podemos evitar el pensamiento de que si Dios fuese de nacionalidad alemana, nuestro mundo sería un lugar tal vez no necesariamente mejor para vivir en él, pero sí más metódico y disciplinado. La perfección de su orden es literalmente abrumadora, aunque podría suscitar cierto tipo de reservas. No puedo dedicarme aquí a reflexionar sobre la cuestión de si tanto apego, meramente formal, al ordenamiento, a la simetría, al «-un-dos, un-dos», no habrá tenido una influencia notable en algunas ideas típicas de la filosofía alemana y, sobre todo, en su ontología. ¡Hegel amaba el cosmos porque le parecía tan bien ordenado como el estado prusiano! Incluso aquel pensador loco por la estética, Schopenhauer, mostró lo que podía ser la rigidez del método en su disertación Ueber die vierfache Wurzel des Satzes vom zureichenden Grunde. ¿Y Fichte? Pero tengo que privarme a mí mismo del placer de divagar, lo que me cuesta mucho, tanto más que no soy alemán. ¡Al grano! ¡Al grano!
Klopper proveyó su obra, en dos tomos, de prólogo, introducción y prefacio.
(¡El ideal de la forma: la triada!) Entrando en el méritum del asunto, primero le ajusta las cuentas a la interpretación de la cultura como error, que considera falsa. Conforme a esa interpretación (equivocada según el autor) típica de la escuela anglosajona, representada sobre todo por Whistle y Sadbottham, todo lo que constituye una forma de comportamiento del organismo que ni entorpece ni favorece su vida, es erróneo. En la evolución, el único criterio para determinar la sensatez de las conductas estriba en su capacidad de ayudar a sobrevivir. De acuerdo con dicho criterio, el animal que gracias a su manera de ser sobrevive a los demás, se comporta más razonablemente que los que mueren. Los herbívoros desdentados no tienen sentido desde el punto de vista de la evolución, puesto que, apenas nacidos, tienen que morir de hambre.
Análogamente, unos herbívoros que aun teniendo muelas las usaran para masticar piedras en vez de hierba carecerían también de sentido, ya que su especie tendría que extinguirse con gran rapidez. A continuación, Klopper cita un conocido ejemplo de Whistle: supongamos —dice el autor inglés— que en una manada de babuinos el macho más viejo, jefe de la tribu, por pura casualidad empieza a comer los pájaros cazados por el lado izquierdo. Lo hace, por ejemplo, porque tiene un corte en un dedo de la mano derecha y le es más cómodo sostener la presa con el lado izquierdo vuelto hacia arriba. Los babuinos jóvenes observan el comportamiento del jefe, para ellos modélico, y pronto, en la segunda generación, todos los babuinos de la manada darán el primer mordisco a los pájaros cazados por el lado izquierdo. Desde el punto de vista de la adaptación, su actitud carece de sentido, porque para el organismo de los babuinos el lado del alimento por el que empiecen a comer no tiene la menor importancia. A pesar de ello, ese tipo de conducta se establece en el grupo. ¿Y qué es esto? Es el principio de la cultura (la protocultura), manifestado en un comportamiento insensato bajo el punto de vista de la adaptación. Esta concepción de Whistley ha sido desarrollada ulteriormente por J. Sadbottham, que no es antropólogo, sino filósofo de la escuela inglesa lógico-analítica; Klopper resume (y ataca) sus ideas en el siguiente capítulo del libro («Das Fehlerhafte der Kulturfehlertheone von Joshua Sadbottham»).
El filósofo británico sostiene en su obra principal que las comunidades humanas crean la cultura a través de errores, pasos en falso, fracasos, tropiezos, equivocaciones y malentendidos. Los hombres se proponen hacer una cosa y hacen otra. Desean comprender bien el mecanismo de los fenómenos, pero lo interpretan de una manera falsa. Buscan la verdad y encuentran la mentira. Y así nacen las costumbres, los temores, la fe, lo sagrado, los misterios; ése es el origen de preceptos y prohibiciones, totems y tabúes. Si la humanidad crea una clasificación falsa del mundo que la rodea, aparece el totemismo. Las generalizaciones equivocadas originan el concepto de lo absoluto. De las ideas erróneas acerca de la constitución de su propio cuerpo, los humanos deducen las nociones de virtud y pecado. Si los órganos genitales se pareciesen a las mariposas y la fecundación a una canción (en la que la información hereditaria residiría en unas vibraciones del aire), dichas nociones se hubieran formado de un modo muy distinto. Los hombres crean las hipóstasis: de ahí el concepto de las deidades; hacen plagios, y ya tenemos unas entretejeduras eclécticas de mitos, o sea, las religiones doctrinales. En una palabra, se comportan de cualquier manera, imperfectamente bajo el punto de vista de la adaptación, interpretan mal la conducta de otras personas, de su propio cuerpo, de los objetos de la Naturaleza, consideran lo casual como determinado y lo determinado como casual, lo que equivale a inventar cantidades cada vez mayores de existencias imaginarias. Por ende, los humanos erigen su alrededor las murallas de la cultura, falsean la imagen del mundo para hacerla coincidir con los dictámenes de aquélla, y después, al cabo de milenios, se extrañan de no sentirse demasiado cómodos en esa cárcel. Al principio, las cosas son innocuas y sin importancia. Como en el caso de los babuinos que mordían las pechugas de los pajaritos por el lado izquierdo. Pero cuando esos granitos de arena se componen en un sistema de significados y valores, cuando los errores, equivocaciones y malentendidos se agrupan en cantidad suficiente como para constituir una estructura cerrada (en el sentido matemático), el hombre queda a su vez encerrado en lo que, siendo una mezcolanza totalmente accidental de conceptos, le aparece como una necesidad suprema.
Sadbottham, muy erudito, apoya sus afirmaciones en un sinfín de ejemplos sacados de la etnología. Recordamos incluso que sus confrontaciones hicieron en su tiempo mucho ruido (sobre todo las tablas «casualidad versus determinismo» en las que evidenciaba las falsas interpretaciones culturales de los fenómenos: en efecto, varias culturas consideran que el hombre era primitivamente inmortal, pero, o él mismo había anulado esa propiedad a causa de su caída, o bien la había perdido por culpa de la intervención de una fuerza maligna. En cambio, todas las culturas atribuyen a la necesidad ineludible lo que es casual: el aspecto del hombre formado por la evolución física. En consecuencia, las religiones hoy día imperantes afirman que el hombre no es accidental en su aspecto, puesto que está hecho a semejanza de Dios).
La crítica a la cual Klopper somete la hipótesis de su colega inglés no es la primera ni tampoco original. Como buen alemán, el profesor la divide en dos partes: la inmanente y la positiva. En la inmanente, se limita a refutar las tesis de Sadbottham; vamos a dejar de lado esta parte de la obra, puesto que repite las objeciones que la literatura especializada ya había hecho constar. En la segunda parte de la crítica, la positiva, Wilhelm Klopper pasa finalmente a exponer su propia contrahipótesis.
El autor empieza su exposición, según nuestra opinión de manera eficaz y acertada, por el siguiente ejemplo conceptual: Los pájaros de distintas clases emplean para la construcción de sus nidos materiales diferentes. Además, los pájaros de la misma clase no usan los mismos materiales en distintas regiones, ya que dependen de lo que encuentran en el lugar. La casualidad determina el tipo de material que los pájaros encuentran sin mayor esfuerzo, sean briznas de hierba, trocitos de corteza de los árboles, hojas, pequeñas conchas, piedrecitas, etc. Por tanto, en unos nidos habrá más conchas y en otros más piedrecitas; unos estarán construidos preferentemente de tiritas de corteza, y otros, de plumas y musgo.
No obstante, aunque el material de construcción tiene indudablemente una influencia sobre la forma del nido, sería insensato decir que los nidos de los pájaros son obra de la casualidad pura y simple. Los nidos son un instrumento de la adaptación, aun cuando se construyan con partículas halladas accidentalmente. También la cultura es un instrumento de la adaptación. Pero —y aquí el autor plantea una idea nueva— se trata en este caso de una adaptación esencialmente diferente de la típica en el mundo de la flora y la fauna.
Was ist der Fall? —pregunta Klopper. «¿Cuál es la situación?» La situación es la siguiente: en el hombre, como ser corporal, no hay nada inevitablemente necesario. Según los conocimientos de la biología contemporánea, el hombre podría tener una constitución diferente de la que tiene; podría vivir 600 y no 60 años por término medio; podría poseer el tronco y las extremidades formados de diferente manera, tener un aparato de reproducción distinto, distinto tipo de sistema digestivo, ser exclusivamente herbívoro, ovíparo, adaptado a la vida marina, presentar la capacidad de reproducción una vez al año durante el período de celo, etc. Sin embargo, posee un elemento inevitablemente necesario para que el hombre sea hombre: un cerebro capaz de crear el habla y la reflexión; si el ser humano reflexiona sobre su cuerpo y su destino, obtiene de ello muy poca satisfacción. Su vida es breve y, por añadidura, su infancia, sujeta a la voluntad ajena, dura mucho tiempo; la edad de su madurez más eficaz forma solamente una pequeña parte de su vida; apenas llegado a su plenitud, empieza a envejecer, sabiendo, a diferencia de todos los otros seres, adonde lo lleva la vejez. En los ámbitos naturales de la evolución, la vida está siempre expuesta a algún peligro, de modo que para sobrevivir hay que estar incesantemente alerta. Por esta razón, la evolución desarrolló muy marcadamente en todos los seres vivos los detectores del dolor, los órganos del sufrimiento, para que señalicen la urgencia de emprender las tareas de autoconservación. En cambio, no hubo ninguna razón evolucionista, ninguna fuerza formadora de los organismos, para equilibrar «con justicia» esa disposición, suministrando a los cuerpos la correspondiente cantidad de órganos de placer y goce.
Nadie negará —dice Klopper— que el sufrimiento provocado por el hambre, el suplicio de la sed y las torturas de la disnea son más intensos en su crueldad que la satisfacción que sentimos respirando normalmente, bebiendo y comiendo. La única excepción de la regla general de asimetría entre sufrimientos y placer es el sexo. Es un fenómeno bien comprensible; si no fuéramos seres bisexuales, si nuestro aparato genital estuviera organizado como, por ejemplo, el de las flores, funcionaría fuera de toda vivencia positiva sensual, ya que su actividad no necesitaría ninguna clase de aliciente. La existencia del goce sexual, peana de los grandes monumentos del amor (Klopper, cuando deja de ser seco y concreto, se vuelve en seguida sentimental y poético), es el resultado directo de la bisexualidad. Se equivoca quien cree que homo hermafroditicus (si esta especie existiera) sentiría el amor erótico hacia su propia persona. Nada de eso; se autoprotegería exclusivamente dentro de los límites prescritos por el instinto de conservación.
Lo que llamamos narcicismo, imaginándonos que significa la atracción del hermafrodita hacia sí mismo, es, en realidad, una proyección secundaria, una especie de rebote: el individuo de esta clase traslada en la imaginación a su cuerpo la efigie externa de un compañero ideal (aquí siguen unas setenta páginas de hondas reflexiones acerca de las distintas naturalezas exóticas humanas que se derivarían de la uni, bi y plurisexualidad. Nos permitimos omitir esas largas consideraciones).
¿Qué tiene que ver la cultura con todo esto?, pregunta Klopper. La cultura es el instrumento de una adaptación de tipo nuevo, ya que no tanto se elabora en base a las casualidades, cuanto cumple la tarea de adornar todo lo accidental de nuestra condición con la aureola suprema de lo inevitablemente necesario.
Su actividad se efectúa mediante la religión, las costumbres, leyes, órdenes y prohibiciones, a fin de transformar carencias en ideales, minus en plus, desventajas en ventajas, imperfecciones en perfecciones. ¿El sufrimiento es una tortura? Sí, pero ennoblece, e incluso trae la salvación. ¿La vida es corta?
Sí, pero la existencia extraterrena dura eternamente. ¿La infancia es molesta y boba? Sí, pero idílica, angelical, poco menos que santa. ¿La vejez es atroz? Sí, pero prepara para la vida eterna; a los asistencia, viejos hay que respetarlos porque son asistencia, viejos. ¿El hombre es un monstruo? Sí, pero no por su culpa: nuestros primeros padres han hecho de las suyas, o bien el demonio se inmiscuyó en el acto divino. ¿El hombre no sabe qué quiere, busca el sentido de la vida, es desgraciado? Sí, pero eso es consecuencia de la libertad, que representa el valor supremo; si pagamos caro por poseerla, no debemos quejarnos: el hombre privado de la libertad sería más desgraciado de lo que es ahora. Los animales —observa Klopper— no diferencian los excrementos de la carroña: evitan ambas cosas como desechos de la vida. Para un materialista consecuente, la relación de los cadáveres con las heces debería tener el mismo significado. Sin embargo, de estas últimas nos desprendemos secretamente y de los primeros, con pompa y solemnidad, empaquetando los despojos mortales en envoltorios costosos y complicados. Así lo exige la cultura, como sistema de apariencias que nos ayudan a aceptar hechos indignos. Las solemnes ceremonias de los entierros son unos medicamentos tranquilizantes contra nuestra protesta natural, contra nuestra rebelión provocada por la infamia de la mortalidad. ¿No es, acaso, una infamia el hecho de que el cerebro, nutrido durante toda la vida de conocimientos cada vez más vastos, termine convirtiéndose en un charco de podredumbre?
Así pues, la cultura tiene la misión de suavizar las objeciones, indignaciones y pretensiones del hombre con respecto a la evolución natural, las propiedades del cuerpo, accidentalmente aparecidas, accidentalmente desacertadas, heredadas, sin haberlo deseado, de un proceso de adaptaciones sumarias desarrollado a lo largo de varios millones de años. Víctimas de esta execrable herencia, marcados por el atropello incoherente de debilidades y estigmas anidados en nuestras células, nuestros huesos y nuestra carne, nos enfrentamos con la cultura, abogado defensor de lo que nos es adverso. Su defensa se compone de un sinfín de mentiras y embrollos, de argumentos contradictorios, ora dirigidos a nuestros sentimientos, ora a la razón, ya que para este abogado todos los métodos son buenos, con tal de que logren su propósito: la transformación de signos negativos en positivos, la de nuestra miseria, nuestra debilidad e infortunio, en la virtud, la perfección y la necesidad ineludible.
La primera parte de la obra del profesor Klopper, resumida aquí en términos lacónicos, termina de modo altisonante, con un estilo teñido de grandilocuencia académica. La segunda nos habla de la importancia que posee la comprensión de la función real de la cultura, necesaria para que podamos interpretar correctamente los signos precursores de un futuro que el hombre ha preparado para sí mismo al desarrollar la civilización científico-técnica.
¡La cultura es un error!, declara Klopper; la forma lacónica de esta afirmación nos recuerda la frase de Schopenhauer: «Die Welt ist Wille». La cultura es un error, pero no en el sentido de su supuesto origen accidental. No, al contrario, la cultura proviene de una necesidad perentoria, ya que sirve —como se demuestra en la primera parte— a la adaptación. Sólo que su servicio es puramente mental: el hombre no se transforma realmente en un ser inmortal gracias a los dogmas de la fe y los mandamientos; la cultura no ofrece al hombre accidental, homini accidentali, un Dios Creador real. No anula realmente el menor átomo de sufrimiento individual, dolor, tormento (aquí también Klopper es fiel a Schopenhauer): lo hace todo a nivel exclusivamente espiritual, teórico e interpretativo. La cultura confiere un sentido a lo que carece de él en la inmanencia, separa el pecado de la virtud, la gracia de la caída, lo infame de lo sublime.
Pero he aquí que, primero lentamente, paso a paso, arrastrándose al principio sobre la chatarra de unas máquinas primitivas, la civilización técnica se introdujo bajo la cultura. Tembló el edificio, se hicieron añicos las paredes de cristal, porque la civilización técnica promete mejorar al hombre, arreglar de veras su cuerpo, su cerebro y su alma. La enorme fuerza, inesperadamente potenciada, de la información recogida durante siglos, que estalló como una bomba en nuestra centuria, proclama la posibilidad de una vida larga, cuyo límite se confunda, tal vez, con la inmortalidad; anuncia una madurez prolongada y pronta, sin envejecimiento; el incremento de los goces corporales y la reducción definitiva de sufrimientos, tanto «naturales» (senilidad), como «casuales» (enfermedad). Pronostica la libertad donde hasta ahora el azar se asociaba con lo inevitable (libertad de determinar aspectos de la naturaleza humana, reforzar los talentos, conocimientos e inteligencia; libertad de conferir a los miembros humanos, a la cara, al cuerpo y a los sentidos las formas que se prefieran, funciones que duren casi eternamente, etc.). ¿Qué actitud debemos tomar ante esas promesas, confirmadas ya por muchas realizaciones? Debemos iniciar una danza triunfal y dar la espalda a nuestra anacrónica cultura, ese bastón de cojo, muleta de inválido, silla de ruedas de paralítico, ese montón de parches destinados a cubrir la miseria de nuestro cuerpo y las deficiencias de nuestra penosa condición, esa vieja criada que ha servido demasiado tiempo. ¿Acaso necesita prótesis alguien a quien pueden crecerle miembros nuevos? ¿Le sigue haciendo falta el bastón al invidente si le devuelven la vista? ¿Ha de pedir que lo cieguen de nuevo aquel a quien le quitan la venda de los ojos? ¿No es más acertado mandar al museo ese trasto inútil y avanzar con paso firme hacia nuevos objetivos, nuevas tareas, difíciles pero magníficas? Mientras la naturaleza de nuestros cuerpos, la lentitud de su maduración y la rapidez de su decadencia era un muro, una barrera infranqueable y la frontera de la existencia, la cultura facilitó a miles de generaciones la adaptación a ese deplorable estado de cosas. Permitía aceptarlo y, más aún, se ocupaba —como dice el autor— de metamorfosear las faltas en valores y los defectos en virtudes. Es como si el propietario de uncoche viejo, feo y destartalado se enamorara de sus defectos y viera en su imperfección los síntomas de un ideal supremo, y en sus continuos fallos, las leyes de la Naturaleza y de la Creación, tomando los estornudos del carburador por la mismísima voluntad del Todopoderoso. Mientras no exista ningúncoche nuevo, esta política será justa, conveniente, la única acertada e incluso racional. ¡Qué duda cabe! Pero ahora, cuando en el horizonte resplandece un vehículo nuevo, ¿debemos abrazarnos a la carrocería abollada, desesperarnos porque vamos a perder ese colmo de la fealdad, pedir socorro ante la eficiente belleza del modelo nuevo? Psicológicamente, esta clase de actitud tiene una explicación: demasiado tiempo —¡milenios!— duró el proceso de acostumbrar al hombre a su propia naturaleza remendada por la evolución; durante demasiado tiempo el hombre hizo el enorme esfuerzo de amar su condición con todas sus flaquezas, sus limitaciones, sus miserias y complicaciones fisiológicas.
El ser humano trabajó tanto en esto a través de las sucesivas formas culturales, tanto se sugestionó a sí mismo, tan fuertemente se convenció de que su destino era definitivo, único, excepcional y, sobre todo, carente de alternativas, que ahora, a la vista de la salvación, retrocede, tiembla, se tapa los ojos, grita de temor, vuelve la espalda al Salvador técnico, quiere huir lejos, al bosque, a cuatro patas o como sea. Quiere romper con sus propias manos la flor de la ciencia, la maravilla del conocimiento, destrozarla, pisotearla, con tal de no entregar al almacén de chatarra los asistencia, viejos valores que ha criado con su propia sangre, celado de la vigilia y en el sueño, hasta imponerse la obligación de amarlos. Pero, desde el punto de vista racional, esta actitud tan absurda, este shock, este miedo, son, sencillamente, una tontería.
¡Sí, la cultura es un error! Pero sólo en el sentido en que es un error cerrar los ojos a la luz, rechazar el medicamento en la enfermedad, pedir el incienso y las ceremonias de la magia cuando un sabio médico se encuentra junto al lecho del enfermo. Este error no existía mientras la ciencia no se había elevado hasta la altura necesaria; este error no es otra cosa que las ganas de clavarse para siempre en el mismo sitio, la testarudez del asno, la oscura malevolencia, los espasmos de terror llamados por los «pensadores» el «diagnóstico intelectual de las transformaciones del mundo». Tenemos que rechazar la cultura, ese sistema de prótesis, para confiarnos a la tutela de la ciencia. La ciencia nos transfigurará y nos otorgará la perfección. Y no una perfección imaginaria ni resultante de una convicción falsa, ni deducida de los sofismas de definiciones y dogmas esencialmente contradictorios y torcidos, sino puramente concreta, material, absolutamente objetiva: ¡la misma existencia será perfecta, y no sólo su teoría y su interpretación! La cultura, el defensor de las Idioteces Operacionales de la Evolución, el abogaducho de una causa perdida, el patrocinador del primitivismo y la incuria somática, ha de largarse de aquí, puesto que el proceso del hombre entra en otro nivel, más alto, puesto que se está resquebrajando el muro de fatalidades hasta ahora inamovibles. ¿El desarrollo técnico acaba con la cultura? ¿Trae la libertad donde hasta ahora reinaba la opresión de la biología? ¡Sí, indudablemente! Y en vez de verter lágrimas sobre la cárcel que se está desmoronando, hay que apresurar el paso para salir cuanto antes de su oscuro recinto. Por consiguiente (aquí empiezan las pausadas conclusiones del finale): todo lo que se dice acerca del peligro al que la nueva tecnología expone a la cultura tradicional, es pura verdad. Pero no debemos preocuparnos por este peligro; no debemos pegar parches sobre las deshilacliadas costuras de la cultura, sujetar con grapas sus dogmas y defendernos contra la invasión de nuestros cuerpos y vidas por una ciencia mejor. La cultura no deja de ser un valor, pero se convierte en un valor distinto: el anacrónico. Ha sido la gran incubadora, la matriz, el nido donde proliferaron los inventos y parieron con dolor la ciencia. Así como el embrión absorbe para desarrollarse la inerte y pasiva substancia del material nutricio del huevo, la técnica absorbe y digiere la cultura, incorporando en su desarrollo el material que la nutre.
Vivimos en una época de transición —dice Klopper— y nunca es tan difícil abarcar con la vista el camino recorrido y el que el futuro nos depara, como en las eras de transición, ya que en ellas suele darse el caos conceptual. Sin embargo, no hay nada que detenga el implacable proceso. En cualquier caso, no debemos creer que la transición entre el estado de la esclavitud biológica y el de la libertad autocreadora pueda constituir un solo y único acto. El hombre no es capaz de perfeccionarse de una vez por todas. El proceso de autotransformación continuará durante siglos.
«Me atrevo —dice Klopper— a afirmar que este dilema tan ofensivo para el pensamiento del humanista tradicional, atemorizado por la revolución científica, recuerda la nostalgia del perro por el collar que le están quitando. Ese dilema se reduce a la creencia de que el hombre está formado de un amalgama de contradicciones absolutamente imposibles de eliminar, aunque fuera técnicamente factible. En otras palabras, que no tenemos derecho a cambiar la forma del cuerpo, debilitar el impulso de agresividad, potenciar el intelecto, equilibrar las emociones, organizar de diferente manera el sexo, liberar al hombre de la vejez y de las complicaciones de la procreación… Y no tenemos derecho a hacerlo simplemente porque nadie lo había hecho hasta ahora: lo que nunca se hizo tiene que ser naturalmente muy malo. Al humanista no se le puede decir, conforme a la ciencia, que las causas del estado actual del espíritu y el cuerpo humano son la resultante de una larga serie de juegos de azar del destino, de las infinitas convulsiones internas del proceso evolutivo, agitado constantemente por movimientos orogénicos, enormes glaciaciones, estallidos de estrellas, desplazamientos de polos magnéticos y un sinfín de otros incidentes. ¿Debemos ver una especie de orden sagrado, intocable e inamovible, en lo que la evolución de los animales primero y luego la de los antropoides ha montado como se monta un sorteo de lotería? ¿En lo que se ha grabado de día en día en los genes como por arte de unos dados tirados sobre la mesa de juego? ¿Dónde está la razón de hacerlo? Aparentemente, estamos ultrajando la cultura con nuestro diagnóstico sobre su modo de proceder, defendible en cuanto a la intención, pero que, de hecho, es la mayor, la más difícil, la más fantasiosa y falsa de las mentiras que el homo sapiens ha elaborado, para aferrarse a ella, una vez expulsado al espacio de la existencia racional desde aquel antro tenebroso donde el proceso de la evolución graba sus trucos de tahúr en los cromosomas. Todo ese juego es una trampa sucia, sin el menor valor ni objetivo de índole superior; si lo dudamos, he aquí un hecho convincente: se trata solamente de vivir hoy, y nadie se preocupa —ni por el amor de Dios ni por el del diablo— de lo que pasará mañana con aquellos que viven su día de hoy con tanta aceptación, oportunismo y obediencia, en una palabra: con tanta bajeza. Sin embargo, como todo ocurre exactamente al revés de lo que sueña el humanista muerto de miedo, obtuso e ignorante, que se hace pasar sin el menor derecho por racionalista, la cultura será socavada, parcelada, desmontada y mejorada, conforme a los cambios experimentados por el hombre. En una existencia determinada por el juego sucio de los genes y el oportunismo de la adaptación, no hay ningún misterio: sólo el Katzenjammer de los engañados, el mal recuerdo de nuestro antepasado simiesco, el subir al cielo por una escalera imaginaria, de la cual siempre te vienes abajo (porque la biología te tira de los pies), aunque te pongas alas de pájaro, aureolas, inmaculadas concepciones, o bien quieras afirmarte en un heroísmo hecho por encargo. Podemos estar seguros de que no será destruido nada que fuera necesario. Sólo se desvanecerá lentamente el tinglado de supersticiones, desinformaciones, subterfugios, gatos por liebre, en una palabra: toda la sofística a la cual la desgraciada humanidad se había agarrado durante siglos para hacer más soportable su atroz condición. De la nube de la explosión informática asomará en el siglo próximo el Homo Optimíssans Se Ipse, Autocreátor, y se reirá de nuestras Casandras (si es que tiene con qué reírse). Debemos alegrarnos de esta posibilidad, considerarla como un concurso de circunstancias cósmicas y planetarias increíblemente ventajoso, y no temblar de miedo ante la fuerza que salvará a nuestra estirpe del cadalso y nos quitará las cadenas que arrastramos hasta el agotamiento de nuestras fuerzas físicas y nos ahogamos en la agonía. Y aunque el mundo entero continuara expresando su conformidad con el estado de cosas con el que la evolución nos ha marcado como con un hierro candente, yo nunca estaré de acuerdo con él y aun en mi lecho de muerte gritaré: ¡Fuera la Evolución, Viva la Autocreación!» La extensa obra, con cuya cita terminamos nuestra crítica, es muy aleccionadora. Lo es, sobre todo, porque revela que no hay cosa, por mala y desafortunada que parezca a unos, que otros no tomen por salvadora y digna del mayor encomio. Este crítico no cree que la evolución tecnológica pueda considerarse una panacea existencial para la humanidad, aunque sólo fuera porque los criterios de optimación son demasiado relativos como para poder establecer una pauta universal (o sea, un código inequívoco de comportamientos salvadores, formulado en el lenguaje empírico). En cualquier caso, recomendamos La cultura como error a la atención de los lectores, ya que representa un notable intento de esclarecer el futuro, todavía oscuro a pesar de los esfuerzos reunidos de futurólogos y pensadores de la categoría de Wilhelm Klopper.
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