Lo diré una y mil veces: el personaje y el escenario deben tener antecedentes para ser capaces de generar empatía en el lector y que éste no se encoja de hombros cuando el protagonista se despide de alguien, está a punto de morir o le toca la lotería.
El antecedente es importante, insisto, pero a veces nos encontramos con novelas en las que se comienza hablando de la infancia del protagonista, del escaparate de la pastelería que miraba (llevo tres o cuatro en novelas españolas), del trabajo de su padre, las peleas familiares, y hasta de los juegos con el perro y el gato de la familia.
A veces tengo la impresión de que el autor se regodea un tiempo en el costumbrismo para dar gusto a su abuela y a sus tíos, los únicos que no le fallarán como lectores, para que se reconozcan en esas escenas y se la enseñen a otra gente.
Por tanto, es necesario darle unas raíces a las personajes, peor no tan grandes ni tan profundas que se conviertan en un estorbo para el desarrollo de la trama o de los propios caracteres. Si nos hemos lanzado a escribir una novela psicológica puede estar muy bien, vale, pero si lo que vamos a intentar es contar unos hechos, no hay que confundir el género.
Y un aviso: la novela psicológica es un género muy difícil que sólo unos pocos, muy señalados, saben cultivar. El resto se limita a ponerse delante del espejo, hurgarse la nariz y contar al lector lo que siente. Y cuando se hace eso, en lugar de apelar a lo universal de la naturaleza humana, se acaba apelando a la curiosidad morbosa del cotilla.
Puede funcionar, pero no deja de ser una mierda.
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TÍTULO=»Defectos más comunes de una novela (V) Ya los cartagineses…»
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