Rascacielos (J. G. BALLARD) Una alegoría de la violencia urbana.

Rascacielos

«En mi ficción, el futuro no ha estado nunca a más de cinco minu­tos.» Esto dijo Ballard en una entrevista reciente, una de las tantas que aparecieron a propósito de la publicación de su novela El Impe­rio del Sol (1984), que no es cf. Ese libro, que integró la lista de bestse­llers a lo largo de más de seis meses, ha convertido a Ballard en una celebridad literaria y ha servido para que su obra fuera conocida por muchos nuevos lectores. Durante veinte años, sin embargo, los lectores de cf más perspicaces sabían que Ballard era alguien espe­cial, posiblemente el escritor de ciencia ficción más importante desde H. G. Wells. Crash sigue siendo su obra maestra, su «metá­fora más extrema», pero Rascacielos (High–Rise) la sigue de cerca como relato de horror tecnológico.

El escenario de la novela es un lujoso edificio de apartamentos de cuarenta plantas en las afueras de Londres. Es, en efecto, «una pequeña ciudad vertical», con unos dos mil habitantes de clase me­dia. Dentro del edificio hay tiendas, bancos, restaurantes y piscinas. El personaje central, el doctor Robert Laing, trabaja en una escuela médica cercana. Pero no lo vemos en el trabajo, sino sólo en su casa, donde se instala en su «sobrevalorada celda» con las comodidades, el anonimato y la falta de imperiosas obligaciones sociales que en­traña ese moderno estilo de vida. «Las torres de Londres le parecían cada día un poco más distantes, como el paisaje de un planeta abandonado que retrocedía alejándose lentamente.» El rascacielos es un paraíso tecnológico autónomo que les permite a sus habitan­tes ser tan egoístas y reservados como deseen.

Crecen los problemas. Una botella de vino se estrella contra el balcón de Laing; el perro de alguien es ahogado deliberadamen-te en una piscina. Entre los habitantes del edificio estallan mezqui-nas peleas. Gradualmente, pero sin remordimiento, siguiendo lo que Ballard llamaría una «lógica errónea», la vida en el rascacielos se vuelve muy desagradable. Durante un apagón estalla la violen-cia, y pronto los ocupantes del edificio se encuentran estratificados en clases sociales provisorias; la posición jerárquica es determina-da por la altura de la planta en que uno vive. Se hacen alianzas nocturnas. Muere gente, pero nadie informa a la policía; todo el mundo disfruta demasiado de la experiencia como para perturbarla con in­tromisiones del mundo exterior. Los propietarios dejan de ir a tra­bajar, y el rascacielos se convierte en su mundo exclusivo, un lugar de excitación y peligro que los absorbe por completo. Hacia el final, cuando ya las mayores batallas han terminado, y el edificio está semidestruido, la vida parece establecerse en un nuevo nivel: los so­brevivientes, como Laing, son cazadores–recolectores casi solita­rios, que se abren camino a través de los apartamentos en ruinas, fe­lices en su autosuficiencia. En la última página, Laing advierte que las luces acaban de apagarse en un rascacielos vecino. Ve las linter­nas de los residentes y observa sus movimientos con satisfacción, «listo para darles la bienvenida a un nuevo mundo».

Rascacielos no es una sátira social desalmada, ni una pesimista alegoría moral de involución y degradación. Es más sutil y significa­tiva que eso. Como Crash, enfrenta al lector con una serie de inquie­tantes cuestiones acerca de nuestro modo de vida, o por lo menos el modo en que viviremos en un futuro muy cercano. ¿En qué medida hemos creado inconscientemente nuestra tecnología a fin de satis­facer nuestras perversiones secretas? ¿Cuánto orden y cuánta pací­fica razón somos realmente capaces de soportar? ¿Estamos presen­ciando la «muerte del afecto», el fin de los sentimientos humanos tradicionales? Y si es así, ¿qué clase de mundo nos espera al final de este breve período de transición? Concentrándose obsesivamente en el futuro tal como se revela en el presente, Ballard se ha conver­tido en el más mordaz de los profetas modernos.

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La sombra errante (BRIAN STABLEFORD)

La sombra errante

«Todas las cosas -dijo en voz baja la máquina- son pasajeras.  Incluso los imperios y las creencias sobre las cuales se fundan.»  He aquí un modesto replanteo del gran tema que subyace en mucha de la ciencia ficción británica -el tema de la evolución, de la mutación, la vida y la muerte de acariciadas esperanzas; es una nota agridulce que va desde las novelas científicas de H. G. Wells, a través de las fábulas cósmicas de Olaf Stapledon, hasta las obras de Clarke, Aldiss y Ballard- y continúa en los textos de los autores ingleses jóvenes de cf, como Brian Stableford (nacido en 1948).  Casi todas de las muchas obras de Stableford se refieren a la evolución (se graduó en biología en la Universidad de York e hizo estudios de posgraduado sobre ecología evolucionista), y es una obsesión que emerge con especial fuerza en las mejores de ellas, The Realms of Tartarus (1977) y La sombra errante (The Walking Shadow).

Paul Heisenberg es un joven con carisma, uno de los principales animadores públicos de la década de 1990.  Cuando habla ante vastas audiencias, es en parte estrella pop y en parte un mesías.  Predica un nihilismo posmoderno, diciéndole a la gente que no hay certeza de nada, y que tienen que creer en los sistemas «metacientíficos», estéticamente atractivos.  Un día, mientras ha-bla, el cuerpo se le «congela» repentinamente y toma la apariencia de una estatua de plata.  Ha salido del curso del tiempo, dejando atrás una lesión, un agujero en el universo con la forma de Paul.  Es el primero de los saltadores del tiempo (pronto se produce una epidemia de ellos) y, cosa nada sorprendente, se convierte en objeto de un poderoso culto religioso.  Un siglo más tarde despierta, o reingresa en el universo, y encuentra un mundo devastado por una guerra nuclear.  Desparramados entre las ruinas hay millares de estatuas de plata: seguidores de Paul.

Paul salta otra vez, y otra, encabezando una peregrinación al fin del tiempo.  El relato es complejo y quizá tiene demasiados personajes.  El «personaje» más importante, fuera del propio Paul, es la máquina, una inteligencia artificial que ha sido construida por alguna raza extraterrestre muerta mucho tiempo atrás.  La máquina es atraída por los saltadores del tiempo, y en particular por Paul, porque son los únicos seres vivos que pueden hacerle compañía a lo largo de millones de años (la máquina se repara a sí misma y es realmente inmortal).  Proporciona seguridad y apoyo psicológico a Paul y a su declinante grupo de seguidores cuando éstos despiertan a intervalos aparentemente arbitrarios.  Pasan centenares de millones de años, y la vida que hemos conocido desaparece de la Tierra.  Es reemplazada por «la vida de tercera fase», una forma proteica de crecimiento biológico que parece ser el resultado final de toda la evolución natural.  Esa vida de tercera fase -«Gaea», como la apoda la máquina- es una entidad vegetal que lo consume todo, capaz de extenderse infinitamente, y sin inteligencia.  Es un enorme y voraz organismo en cuyo seno no hay «individuos».  Protegidos por una bóveda que guarda su personal jardín del Edén, Paul y sus amigos son testigos del fin de todas las esperanzas para el futuro de la mente.

El panorama que ofrece Stableford es yermo, y está convenien-temente descrito en una jerga biológica:

Dentro de pocos millones de años, hasta los peces habrán desaparecido.  Vuestros únicos parientes serán entonces las holoturias, que vivirán en lo más profundo del limo del océano, como grandes babosas pentámeras.  Cuando éstas hayan desaparecido, sólo quedarán gusanos filiformes, luego protozoarios y finalmente nada más que bacterias.  Todo vuestro mundo habrá desaparecido, completamente devorado.  Sobre la Tierra no habrá nada vivo que sugiera que toda la cadena evolutiva de la que formáis parte haya existido alguna vez.  Sólo fósiles en las rocas, y tal vez el ocasional huésped de un artefacto de metal o de piedra.

En la historia de Paul hay indicios de un final feliz, pero lo que queda en la mente del lector una vez que ha cerrado el libro es la escalofriante perspectiva de un descorazonador proceso evolu-cionista.  No conozco otra novela de cf de posguerra que abarque tanto espacio de tiempo.  El libro tiene defectos -parte del material de ac-ción/aventura de la primera mitad es trivial-, pero sus mejores momentos son maravillosamente imaginativos.  La som-bra errante merece una difusión mucho más amplia de la que ha gozado hasta ahora.

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