Los secretos del monte (Felicia Jiménez)

Corría el año de 1982, específicamente en agosto, cuando en compañía de mi esposa Felicita y de nuestra hija mayor Grethel visitamos la ciudad de La Habana, atendiendo a una invitación que nos hiciera el diseñador de la revista literaria Islas, el querido amigo Julio Víctor Duarte. Sin embargo, no había sido aquél mi primer encuentro con la capital cubana, ya que, anteriormente en 1980, finalizando el último año de la carrera universitaria, había recorrido el casco histórico-colonial de la ciudad, bajo las certeras explicaciones de Eusebio Leal, Historiador de La Habana; pero sí sería mi primer acercamiento a una religión que, de una manera u otra, ha estado siempre presente en la idiosincrasia de todo cubano: la Santería.
Recuerdo que nos alojamos en una de la calle Guasabacoa, nro.603, en la barriada de Luyanó, a pocas cuadras de la calzada del mismo nombre y a cuarenta y cinco minutos de Centro Habana. Aquella casa, construida en los años treinta, tenía un amplio portal flanqueado por dos gruesas columnas de estilo clásico, y a pesar de estar muy descuidada como la mayor parte de las edificaciones capitalinas, todavía mostraba su antiguo señorío. Eran dueñas de la misma la entonces octogenaria Antonia Moré (conocida por Tía Ñica) descendiente de esclavos y su hija, que por entonces rondaba los sesenta años de edad, Yolanda Patria Moré; ambas creyentes y practicantes de la Santería. Destacaba en la sala el Altar Mayor, apoyado contra la pared sur de la casa; un Altar Menor situado hacia el oeste, y tras la puerta principal un pequeño mueble conteniendo los atributos de Elegguá el dueño de los caminos. Un largo pasillo conducía al primer dormitorio, al baño y al segundo dormitorio, éste último reservado para el canastillero de los santos, y finalmente la cocina, amplia, pero atestada de muebles, sillones y taburetes de comedor. Había un desorden místico en todo el mobiliario que alentaba a hurgar y curiosear.
Tía Ñica me llamaba "ángel de Dios", era muy cariñosa conmigo y me impresionó particularmente cuando con humo de tabaco y unos rezos que sólo ella conocía, me curó un rebelde "pie de atleta" o eczema que no sanaba con tratamientos médicos tradicionales. Por aquellos días calurosos conocimos al Sr. Carlos, babalawo de mucha sabiduría en la religión y nos fuimos a la villa de Guanabacoa, donde visitamos entre otros, la casa-museo del patriota mambí Juan Gualberto Gómez; destaca allí la tribuna desde la cual el apóstol Martí se dirigió en encendidos discursos a los tabaqueros de Tampa y Cayo Hueso; y una habitación dedicada al folclor yoruba, donde impacta la figura de cera de un santero mayor. A partir de aquel año, durante varias vacaciones de verano nos quedamos en Guasabacoa 603 y Julio Víctor nos recibía en su casa de la calle Sofía, en Párraga, con exquisitos almuerzos y cervezas muy frías; mientras su esposa Lilian nos deleitaba con su verborrea y sus cuentos de dirigente acostumbrada a resolver las cosas de manera práctica, saliendo al paso a las manifestaciones de burocracia o extremismos, tan frecuentes en los ochenta.
Uno de los fenómenos sociales que más me impresionó entonces fue la peregrinación que, a pesar de las limitaciones de aquella época con respecto a las manifestaciones religiosas públicas, cada 17 de diciembre se dirigía hacia El Rincón para honrar a San Lázaro o Babalú-ayé, y en la que Felicita y yo participamos en dos ocasiones acompañados de Yolanda. Primero había que viajar durante dos horas hasta el poblado de San José de Las Lajas y a partir de allí caminar 9 kilómetros hasta la Iglesia de El Rincón, situada en el único sanatorio para leprosos que existía en Cuba desde la época de la República atendido por religiosas. La fila de devotos, creyentes y curiosos que caminábamos sobre el caliente asfalto de la carretera era inmensa; algunos incluso se arrastraban por el suelo, o caminaban de rodillas, otros lo hacían descalzos; cada quien según la promesa que había ofrecido a San Lázaro y que debía cumplir por el favor recibido o el milagro concedido. Cientos de policías no sólo custodiaban el largo peregrinar, sino que, además, a la salida de San José, y por seguridad, dejaban registrados el nombre y el número de identidad de los miles de peregrinos. Había quien te decía que era para separarte después del trabajo, pero la verdad es que, siendo yo de la UJC y editor en la Universidad, nunca se me molestó por haber ido durante varios años a encontrarme frente al altar de San Lázaro, cubierto por las velas, las flores y los ex-votos de los milagros; un fenómeno sólo comparable con la peregrinación al Santuario del Cobre, en Oriente, cada 8 de septiembre.
Precisamente esa ambivalencia entre curioso e investigativo a la vez de aquellos tiempos, nos movió a acercarnos más tarde al Departamento de Folclor de la Universidad Central de Las Villas, donde entramos en contacto con profesores universitarios como Nerys Gómez, Francisco González Alemán, Ordenel Heredia, Juan Ramón González, José García González, y otros quienes nos enseñaron y compartieron con nosotros las técnicas científicas de investigación para realizar el trabajo de campo y acopiar la bibliografía adecuada para proyectos posteriores.
Todo lo anterior resume un poco los sentimientos de complacencia que me embargan al presentar este libro escrito por mi esposa y compañera de tantos años. Los Secretos del Monte es un texto que nació de nuestra convivencia a lo largo de más de dos décadas, en el transcurso de las cuales hemos conocido a excelentes escritores, poetas, pintores, investigadores, profesores; pero también a obispos, sacerdotes, seminaristas, laicos; creyentes de las más diversas religiones, y por supuesto, hombres y mujeres pertenecientes a la Regla de Ocha que jamás han renunciado a su fe y han defendido la religión en etapas difíciles y en momentos felices como los actuales, donde en materia de libertad de culto el país ha avanzado muchísimo. Su autora ha respetado aquí las enseñanzas de sabios como Don Fernando Ortiz; el estilo de escritoras como Lidia Cabrera y Natalia Bolívar Aróstegui, y logrado un texto que, sin pretensión literaria alguna me atrevo a asegurar que será muy útil para entendidos y neófitos de este tema siempre apasionante.
Algunos de estos trabajos fueron publicados en la sección "Los Secretos del Monte", columna que cada domingo llegó a los lectores de la revista Fascinación del Diario 2001, perteneciente al Bloque Editorial Dearmas, en Caracas, Venezuela; otros fueron apareciendo en la Galería Cultural del diario VEA, sin embargo, el grueso de esta obra es inédito y fruto también del trabajo de campo realizado durante años con santeros, babalawos y creyentes, quienes generosamente compartieron sus experiencias con la autora y cuyas informaciones no pudieron ser publicadas por problemas de espacio afines a toda publicación periódica.
Lic. Ángel Cristóbal / escritor, periodista y editor Presidente de Fundación Editorial Letras Latinas. Caracas, 14 de junio de 2007

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