El tambor de hojalata (Gunther Grass)

tambvorDurante la primavera y el verano de 1952 recorrí Francia de arriba abajo pidiendo viajes a los vehículos que pasaban. Vivía de casi nada, dibujaba sobre papel estraza y escribía sin parar: el lenguaje me había afectado como una diarrea. Además de ciertos cantos bastante epigonales (creo yo) sobre él difunto timonero Palinuro, produje un largo y tumoroso poema en el que Oskar Matzerath, antes de llamarse así, aparece como anacoreta estilista.

Era un hombre joven y existencialista, según los dictados de la moda del momento. De oficio, albañil. Vivía en nuestros tiempos. Sus conocimientos literarios eran desordenados y más bien fortuitos, y no escatimaba las citas. Desde antes de ocurrir el auge de la prosperidad material, estaba harto de ella y enamorado de su propio asco. Por eso, construyó una columna en el centro de su pequeña ciudad (sin nombre), posición que ocupó encadenado. Mediante un largo palo y un cesto, su madre, sin dejar de regañarlo, le pasaba la comida. Sus esfuerzos por incitarlo a regresar eran apoyados por un coro de muchachas peinadas al estilo de figuras mitológicas. El tránsito de la población daba vueltas a la columna, se reunían sus amigos y enemigos; finalmente, la comunidad entera levantaba la vista hacia él. El anacoreta estilista, por encima de todo ello, miraba hacia abajo y cambiaba serenamente el peso de una pierna a la otra; había hallado su perspectiva y reaccionaba con palabras cargadas de metáforas.

Este extenso poema no se logró y fue olvidado en alguna parte; sólo recuerdo unos cuantos fragmentos, que a lo sumo muestran la influencia ejercida simultáneamente sobre mí por Trakl y Apollinaire, Ringelnatz, Rilke y unas traducciones pésimas de Lorca. Lo único interesante era la idea de la búsqueda de una perspectiva apartada: la elevada posición del anacoreta estilita resultaba demasiado estática. El tamaño alcanzado por Oskar Matzerath a los tres años me brindó al mismo tiempo, finalmente, movilidad y distancia. Si se quiere, Oskar Matzerath es un anacoreta estilita de polaridad invertida.

Al finalizar el verano del mismo año, cuando estaba desplazándome, procedente del sur de Francia, vía Suiza hacia Dusseldorf, no sólo conocí a Anna sino que también, como producto de la mera contemplación, fue destituido el anacoreta estilita. En una ocasión banal, por la tarde, vi entre adultos que tomaban café a un niño de tres años, que traía colgado un tambor de hojalata. Llamaron mi atención y se fijaron en mi conciencia: la entrega ensimismada del niño a su instrumento; también, su forma de no hacer caso del mundo de los adultos (dedicados a acompañar su charla vespertina con café).

Durante tres años completos, este «hallazgo» permaneció enterrado. Me mudé de Dusseldorf a Berlín, cambié de maestro de escultura, volví a encontrar a Anna, me casé al año siguiente, saqué a mi hermana, que se había metido en un callejón sin salida, de un convento católico, dibujé y modelé figuras en filigrana, parecidas a aves, langostas y gallinas, fracasé con un primer intento más largo de prosa, que se llamaba La barrera y había tomado a Kafka como modelo y a los primeros expresionistas, como fuente de su aparato metafórico; sólo entonces escribí, un poco más tranquilo, mis primeros poemas eventuales, relajados y puestos a prueba con trazos de dibujo, los cuales se apartaron del autor y ganaron esa independencia que permite la publicación: Die Vorzüge der Windhühner [Las ventajas de las gallinas del viento], mi primer libro.

Con ese equipaje —el material acumulado, algunos proyectos imprecisos y una ambición precisa: yo quería escribir mi novela, Anna buscaba un ejercicio más estricto de ballet— abandonamos Berlín a principios de 1956, sin recursos y sin preocupaciones, y fuimos a vivir a París. Cerca de la Place Pigalle, Anna encontró a su estricta matrona rusa de ballet, en forma de Madame Nora; yo aún estaba puliendo la obra de teatro Los malos cocineros, cuando comencé el primer borrador de una novela que tendría diversos títulos de trabajo: Oskar, el tambor, El tambor, El tambor de hojalata. Y exactamente aquí es donde se bloquea mi memoria. Sé que gráficamente diseñé varios planes, los cuales resumían todo el material épico, llenos de palabras sucintas, pero estos planes fueron anulados y perdieron su valor mientras progresaba el trabajo.

No obstante, también los manuscritos de la primera y la segunda versiones, y finalmente de la tercera, sirvieron para alimentar el calentador en mi cuarto de trabajo, el cual volveré a mencionar más adelante.

Con la primera frase: «Pues sí: soy huésped de un sanatorio…», se disolvió el bloqueo, me apremió el lenguaje, fluyeron libremente la capacidad de recordar y la fantasía, el placer lúdicro y la obsesión con los detalles, un capítulo derivó de otro, supe dar brincos cuando inesperadas depresiones contenían la corriente del relato, me ayudó la historia con ofertas locales, las latas reventaron para soltar olores, fui adquiriendo una familia reproducida espontáneamente, me peleé con Oskar Matzerath y sus anexos sobre los tranvías y la disposición de las líneas, sobre los procesos simultáneos y la absurda coacción ejercida por la cronología, sobre el derecho de Oskar a hablar en primera o en tercera persona, sobre su pretensión de engendrar a un hijo, sobre sus faltas verdaderas y su culpa fingida.

De esta manera, mi intento de adjudicar al solitario Oskar una maliciosa hermanita fracasó debido a las protestas de aquél; es posible que la hermana haya insistido, posteriormente, en su derecho a la existencia literaria, en forma de Tulla Pokriefke.

Con una exactitud mucho mayor que los procesos de escribir mismos, recuerdo el cuarto donde trabajaba: un agujero húmedo de la planta baja, el cual debió servirme de estudio para las esculturas empezadas, que estaban desmoronándose desde que comenzara a poner por escrito El tambor de hojalata. El cuarto servía también para calentar nuestro minúsculo departamento de dos habitaciones en la planta siguiente. Mi actividad de fogonero se engranó con la de escribir. En cuanto el trabajo con el manuscrito se estancaba, salía por coque, con dos cubetas, a un cobertizo del sótano en el edificio al frente. Mi habitación olía a moho y, acogedoramente, a gas. Las goteras de las paredes estimulaban mi imaginación. Es posible que la humedad del cuarto haya activado el ingenio de Oskar Matzerath. Una vez al año, durante los meses de verano, tenía la oportunidad de escribir al aire libre en Tesino durante un par de semanas, por ser Anna de Suiza. Me sentaba a la mesa de piedra debajo de una pérgola de vid, contemplaba el paisaje centelleante, propio de una decoración teatral, de la zona del sur, y describía, bañado en sudor, el helado mar Báltico.

 A veces, para cambiar de aire, garabateaba los borradores para los capítulos en los bistros de París, tal y como se les conserva en las películas: entre parejas de enamorados trágicamente abrazados, ancianas escondidas dentro de sus abrigos, paredes de espejos y ornamentos Art Nouveau, algo sobre afinidades electivas: Goethe y Rasputín.

A pesar de ello debo haber vivido intensamente, al mismo tiempo, cocinado con esmero y bailado de gusto, a la menor provocación, por las piernas bailadoras de Anna, pues en septiembre de 1957 —me encontraba en medio de la segunda versión— nacieron nuestros hijos gemelos, Franz y Raoul. Un problema no de naturaleza literaria, sino financiera. Al fin y al cabo, vivíamos de unos 300 marcos mensuales, repartidos minuciosamente, los cuales ganaba casi sin fijarme en ello. A veces creo que me protegió el simple hecho —si bien afligiera a mi padre y mi madre— de no haber terminado el bachillerato. Con un bachillerato, seguramente hubiese tenido ofertas, me hubiera convertido en guionista para programas nocturnos de radio, hubiera guardado el comienzo de un manuscrito en el cajón y un rencor creciente, de escritor impedido, contra todos los que escriben libremente, sin preocuparse, y aun así los alimenta nuestro Padre en los Cielos.

La última versión del capítulo sobre la defensa del Correo polaco en Danzig hizo necesario un viaje a Polonia en la primavera de 1958. Hôllerer sirvió de intermediario, Andrzej Wirth escribió la invitación y vía Varsovia me dirigí a Gdansk. Sospeché que aún debían existir algunos antiguos sobrevivientes de la defensa del Correo polaco y pedí informes en el Ministerio polaco del Interior, el cual contaba con una oficina en la que se apilaban los documentos sobre los crímenes de guerra cometidos por los alemanes en Polonia. Me proporcionaron los domicilios de tres antiguos empleados del Correo polaco (la referencia más reciente era de 1949), pero con el comentario restrictivo de que los supuestos supervivientes no eran reconocidos por el sindicato polaco de trabajadores del Correo (ni en los círculos oficiales en general) porque, según las versiones alemana y polaca, en el otoño de 1939 se dio a conocer públicamente que todos habían muerto fusilados. Por eso se habían cincelado sus nombres en la lápida conmemorativa; y el que haya sido cincelado en piedra ya no puede estar vivo.

Fui a Gdansk en busca de Danzig, pero encontré a dos de los antiguos empleados del Correo polaco; entretanto, habían conseguido trabajo en los astilleros, ahí ganaban más que en el Correo y en realidad estaban contentos con su estado de no reconocimiento. No obstante, sus hijos querían ver a los padres convertidos en héroes y estaban tramitando (sin éxito) su reconocimiento como luchadores de la resistencia. De ambos empleados del Correo (uno había distribuido giros postales) obtuve descripciones detalladas de los sucesos ocurridos en el Correo polaco durante su defensa. Me hubiera resultado imposible inventar esas rutas de evasión.

En Gdansk recorrí los caminos escolares de Danzig, conversé con hospitalarias lápidas en los cementerios, me senté (como cuando era alumno) en la sala de lectura de la biblioteca de la ciudad y hojeé colecciones del Danziger Vorposten, olí el Mottlau y el Radaune. En Gdansk era un desconocido y no obstante volví a encontrar todo, en fragmentos: balnearios, caminos forestales, construcciones góticas de ladrillos y aquel gran edificio de alquiler del Labesweg, entre la plaza Max Halbe y el mercado nuevo; además, volví a visitar (por sugerencia de Oskar) la iglesia del Corazón de Jesús: el viciado aire católico.

Y un día me encontré en la cocina comedor de mi tía abuela cachuba, Anna. Sólo al mostrarle mi pasaporte terminó de creerme: «Vaya, Guntercito, cómo has crecido.» Ahí me quedé por un tiempo para escucharla. Su hijo Franz, un antiguo empleado del Correo polaco, efectivamente había sido fusilado después de capitular los defensores. Hallé su nombre cincelado en piedra sobre la lápida conmemorativa: reconocido.

En la primavera de 1959, después de concluir el trabajo del manuscrito y corregir las galeras y las pruebas, recibí una beca por cuatro meses. Otra vez había intervenido Hóllerer. Debía viajar a Estados Unidos y contestar, de vez en cuando, las preguntas de estudiantes. Sin embargo, no logré el permiso. En aquel entonces aún había que someterse a un meticuloso examen médico para obtener la visa, lo cual hice y averigüé que en algunos puntos de mi pulmón habían aparecido tubérculos, una especie de nodulos: cuando los tubérculos revientan, producen agujeros.

Por eso, y también porque en Francia, entretanto, había asumido el poder De Gaulle —después de ser detenido por la policía francesa durante una noche, me entró una verdadera nostalgia de la policía alemana—, dejamos París, al poco tiempo de aparecer El tambor de hojalata como libro (y de abandonarme), y volvimos a establecernos en Berlín. Ahí me obligaron a dormir a mediodía, a abstenerme del alcohol, a hacerme examinar con regularidad, a tomar crema y a tragar tres veces al día unas pastülitas blancas que, según creo, se llamaban Neoteben, con lo cual me volví sano y gordo.

No obstante, estando aún en París había comenzado los trabajos preliminares para la novela Años de perro, que al principio se intitulaba Cascaras de papa y estaba basada en una concepción falsa. Hizo falta la novela corta El gato y el ratón para destrozar ese concepto insustancial. Pero en este tiempo ya era famoso y no tenía necesidad de alimentar la estufa con coque mientras escribía. Desde entonces, escribir me resulta más difícil.

FICHA DEL LIBRO
ENLACE AL LIBRO: CONVERTIR ESTE LIBRO «
TÍTULO=»El tambor de hojalata (Gunther Grass)»
ENLACE DE DESCARGA: ENLACE DE DESCARGA (En el banner vertical)
REFERENCIA Y AUTOR: «El tambor de hojalata (Gunther Grass)»

PDF


FORMATOS DISPONIBLES: EPUB,FB2,MOBI

EL TAMBOR DE HOJALATA (Gunther Grass)


Leí por primera vez El tambor de hojalata, en inglés, en los años sesenta, en un barrio de la periferia de Londres donde vivía rodeado de apacibles tenderos que apagaban las luces de sus casas a las diez de la noche. En esa tranquilidad de limbo la novela de Grass fue una aventura exaltante cuyas páginas me recordaban, apenas me zambullía en ellas, que la vida era, también, eso: desorden, estruendo, carcajada, absurdo.

La he releído en condiciones muy distintas, mientras, de una manera impremeditada, accidental, me veía arrastrado en un torbellino de actividades políticas, en un momento particularmente difícil de mi país. Entre una discusión y un mitin callejero, después de reuniones desmoralizadoras, donde se cambiaba verbalmente el mundo y no ocurría nada o luego de jornadas peligrosas, con piedras y disparos. También en este caso la rabelesiana odisea de Óscar Matzerath, su tambor y su voz vitricida fueron una compensación y un refugio. La vida era, también, eso: fantasía, verbo, sueño animado, literatura.

Cuando El tambor de hojalata salió en alemania, en 1959, su éxito instantáneo fue atribuido a diversas razones. George Steiner escribió que, por primera vez luego de la experiencia letal del nazismo, un escritor alemán se atrevía a encarar resueltamente, con total lucidez, ese pasado siniestro de su país y a someterlo a una disección crítica implacable. Se dijo, también, que esta novela, con su verba desenfadada y frenética, chisporroteante de invenciones, injertos dialectales, barbarismos, resucitaba una vitalidad y una libertad que la lengua alemana había perdido luego de veinte años de contaminación totalitaria. Probablemente ambas explicaciones sean ciertas. Pero, con la perspectiva actual, cuando la novela se acerca a la edad en que, figuradamente, su genial protagonista comienza a escribir —los treinta años— otra razón aparece como primordial, para el impacto que el libro ha seguido causando en los lectores: su desmesurada ambición, esa voracidad con que pretende tragarse el mundo, la historia presente y pasada, las más disímiles experiencias del circo humano, y trasmutarlos en literatura. Ese apetito descomunal de contarlo todo, de abrazar la vida entera en una ficción, que está tan presente en todas las cumbres del género y que, sobre todo, preside el quehacer narrativo en el siglo de la novela —el XIX— es infrecuente en nuestra época, de novelistas parcos y tímidos a los que la idea de competir con el código civil o de pasear un espejo por un camino, como pretendían Balzac y Stendhal, parece ingenuo: ¿no hacen eso, mucho mejor, las películas?

No, no lo hacen mejor (sino distinto). También en el siglo de las grandes narraciones cinematográficas la novela puede ser un deicidio, proponer una reconstrucción tan minuciosa y tan vasta de la realidad que parezca competir con el Creador, desmenuzando y rehaciendo —rectificado— aquello que creó. Grass, en un emotivo ensayo, ha reivindicado como su maestro y modelo a Alfred Döblin, a quien, con algo de retraso, se comienza ahora a hacer justicia como el gran escritor que fue. Y, sin duda, en Berlín Alexanderplatz hay algo de la efervescencia protoplasmática y multitudinaria que da a El tambor de hojalata su carácter de amplío fresco de la historia humana. Pero en este caso no hay duda de que la ambición creadora del discípulo superó a la del maestro y que, para encontrarle una filiación, tenemos que remontarnos a los momentos más altos del género, aquellos en que el novelista, presa de un frenesí tan exagerado como ingenuo, no vacilaba en oponer al mundo real un mundo imaginario en el que aquél parecía capturado y negado, resumido y abjurado como en un exorcismo.

La poesía es intensa; la novela, extensa. El número, la cantidad, forman parte constitutiva de su cualidad, porque toda ficción se despliega y realiza en el tiempo, es tiempo haciéndose y rehaciéndose bajo la mirada del lector. En todas las obras maestras del género ese factor cuantitativo —ser abundante, múltiple, durar— está siempre presente: por lo general la gran novela es, también, grande. A esa ilustre genealogía pertenece El tambor de hojalata, donde todo un mundo complejo y numeroso, pletórico de diversidad y de contrastes, se va erigiendo ante nosotros, los lectores, a golpes de tambor. Pero, a pesar de su abigarramiento y vastedad, la novela nunca parece un mundo caótico, una dispersión animada, sin centro (como ocurre, en cambio, con Berlín Alexanderplatz o con la trilogía de Dos Passos, U.S.A.), pues la perspectiva desde la cual está visto y representado el mundo ficticio da trabazón y coherencia a su barroco desorden. Esta perspectiva es la del protagonista y narrador, Óscar Matzerath, una de las invenciones más fértiles de la narrativa moderna. El suministra un punto de vista original, que baña de originalidad y de ironía todo aquello que describe —independizando, así, la realidad ficticia de su modelo histórico— al mismo tiempo que encarna, en su imposible naturaleza, en su condición de creatura anómala, a caballo entre la fantasía y lo real —una metáfora de lo que es, en sí misma, toda novela: un mundo aparte, soberano, en el que, sin embargo, se refracta esencialmente el mundo concreto; una mentira en cuyos pliegues se transparenta una profunda verdad.

Pero las verdades que una novela hace visibles son rara vez tan simples como aquellas que formulan las matemáticas o tan unilaterales como las de ciertas ideologías. Por lo general, adolecen, igual que la mayoría de las experiencias humanas, de relativismo, configuran una imprecisa entidad en la que la regla y su excepción, o la tesis y la antítesis, son inseparables o tienen valencias morales semejantes. Si hay un mensaje simbólico encarnado en la peripecia histórica que relata Óscar Matzerath, ¿cuál es? Que, a los tres años, por un movimiento de la voluntad, decida dejar de crecer, significa un rechazo del mundo al que tendría que integrarse de ser una persona normal y esta decisión, a juzgar por los horrores y absurdos de ese mundo, delata indiscutible sabiduría. Su pequenez le confiere una especie de extraterritorialidad, lo minimiza contra los excesos y las responsabilidades de los demás ciudadanos. Desde ese margen en el que su estatura insignificante lo coloca, Óscar goza de una perspectiva privilegiada para ver y juzgar lo que sucede a su alrededor: la del inocente. Esta condición moral se transmuta en la novela en atributo físico: Óscar, que no es cómplice de aquello que ocurre en torno suyo, está revestido de una invisible coraza que le permite atravesar indemne los lugares y situaciones de más riesgo, como se hace patente, sobre todo, en uno de los cráteres del libro: la defensa del correo polaco de Danzig. Allí, en medio del fragor de la metralla y la carnicería, el pequeño narrador observa, ironiza y cuenta con la tranquila seguridad del que se sabe a salvo.

Esa perspectiva única impregna al testimonio de Óscar su originalísimo tono, en el que se mezclan, como en una bebida exótica de misteriosas fragancias, lo insólito y lo tierno, la irreverencia cívica y una trémula delicadeza, las extravagancias, la ferocidad y las burlas. Igual que la imposible combinación de los dos tótems intelectuales de Óscar —Goethe y Rasputín—, su voz es una anomalía, un artificio que imprime al mundo que describe —mejor dicho, que inventa— un sello absolutamente personal.

Y, sin embargo, pese a la evidente artificialidad de su naturaleza, a su condición de metáfora, el enanito que redobla su tambor y nos relata el apocalipsis de una Europa desangrada y descuartizada por la estupidez totalitaria y por la guerra, no nos comunica una animadversión nihilista hacia la vida. Todo lo contrario. Lo sorprendente es que, al mismo tiempo que su relato es una despiadada acusación contra sus contemporáneos, rezuma una cálida solidaridad hacia este mundo, el único que obviamente le importa. Desde su pequenez monstruosa e indefensa, Óscar Matzerath se las arregla, aun en los peores momentos, para transmitirnos un amor natural y sin complejos por las buenas y divertidas cosas que también tiene este mundo: el juego, el amor, la amistad, la comida, la aventura, la música. Por razones tal vez de tamaño, Óscar siente con sensibilidad mucho mayor aquello que corresponde a lo más elemental y lo que está más cerca de la tierra y del barro humano. Desde allí abajo, donde está confinado, descubre —como aquella noche, cuando, agazapado bajo la mesa familiar, sorprendió los nerviosos movimientos adúlteros de las piernas y los pies de sus parientes— que en sus formas más directas y simples, las más terrestres y plebeyas, la vida contiene posibilidades formidables y está cuajada de poesía. En esta novela metafórica, esto se halla maravillosamente representado en una imagen recurrente en la memoria de Óscar: el cálido y acampanado recinto que conforman las cuatro faldas que usa su abuela, Ana Koljaiczek, cuando ésta se agacha, y que ofrece a quienes buscan allí hospitalidad un sentimiento casi mágico de salvaguarda y de contento. El más simple y rudimentario de los actos, al pasar por la voz ra-belesiana de Óscar, puede transubstanciarse en un placer. ¿Voz rabelesiana? Sí. Por su jocundia y su vulgaridad, su desparpajo y su ilimitada libertad. También, por el desorden y la exageración de su fantasía y por el intelectualismo que subyace al carácter populachero de que se reviste. Aunque leída en una traducción, por buena que ésta sea (es el caso de la que presento) siempre se pierde algo de la textura y los sabores del original, en El tambor de hojalata la fuerza poco menos que convulsiva del habla, del vozarrón torrencial del narrador, rompe la barrera del idioma y llega hasta nosotros con fuerza demoledora. Tiene el vitalismo de lo popular pero, como en el Buscón, hay en ella casi tantas ideas como imágenes y una compleja estructura organiza ese monólogo aparentemente tan caótico. Aunque el punto de vista es tercamente individual, lo colectivo está siempre presente, lo cotidiano y lo histórico, menudos episodios intrascendentes del trabajo o la vida hogareña o los acontecimientos capitales —la guerra, las invasiones, los pillajes, la reconstrucción de alemania—, si bien metabolizados por el prisma deformante del narrador. Todos los valores en mayúscula, como el patriotismo, el heroísmo, la abnegación ante un sentimiento o una causa, al pasar por Óscar, se quiebran y astillan como los cristales al impacto de su voz, y aparecen, entonces, como insensatas veleidades de una sociedad abocada a su destrucción. Pero, curiosamente, el catastrofismo que el lector de El tambor de hojalata percibe inscrito en la evolución de la sociedad, no impide que ésta, mientras se desliza hacia su ruina, sea siempre vivible, humana, con seres y cosas —paisajes, sobre todo— capaces de despertar la solidaridad y la emoción. Ésta es, sin duda, la mayor hazaña del libro: hacernos sentir, desde la perspectiva de las gentes humildes entre las que casi siempre se mueve, que la vida, aun en medio del horror y la enajenación, merece ser vivida.

A diferencia de su gran versatilidad estilística, llena de brío inventivo, la estructura de la novela es muy sencilla. Óscar, recluido en un sanatorio, narra episodios que se remontan a un pasado mediato o inmediato, con algunas fugas hacia lo remoto (como la risueña síntesis de las diversas invasiones y asentamientos dinásticos en la historia de Danzig). El relato muda continuamente del presente al pasado y viceversa, según Óscar recuerda y fantasea, y ese esquema resulta a veces un tanto mecánico. Pero hay otra mudanza, también, de naturaleza menos obvia: el narrador habla a veces en primera persona y otras en tercera, como si el enanito del tambor fuera otro. ¿Cuál es la razón de este desdoblamiento esquizofrénico del narrador a quien vemos, a veces, en el curso de una sola frase, acercarse a nosotros con la intimidad abierta del que habla desde un yo y alejarse en la silueta de alguien que es dicho o narrado por otro? En la casa de las alegorías y las metáforas que es esta novela haríamos mal en ver en esta identidad cambiante del narrador un mero alarde estilístico. Se trata, sin duda, de otro símbolo más, que representa aquella doblez o duplicación inevitable que padece Óscar (¿que padece todo novelista?), al ser, simultáneamente, el narrador y lo narrado, quien escribe o inventa y el sujeto de su propia invención. La condición de Óscar, desdoblándose así, siendo y no siendo el que es en lo que cuenta, resulta una perfecta representación de la novela: género que es y no es la vida, que expresa el mundo real transfigurándolo en algo distinto, que dice la verdad mintiendo.

Barroca, expresionista, comprometida, ambiciosa, El tambor de hojalata es, también, la novela de una ciudad. Danzig rivaliza con Óscar Matzerath como protagonista del libro. Este escenario se corporiza con rasgos a la vez nítidos y escurridizos, pues, como un ser vivo, está continuamente cambiando, haciéndose y rehaciéndose en el espacio y en el tiempo. La presencia casi tangible de Danzig, donde ocurre la mayor parte de la historia, contribuye a imprimir a la novela su materialidad, ese sabor de lo vivido y lo palpado que tiene su mundo, pese a lo extravagante e incluso delirante de muchos episodios.

¿De qué ciudad se trata? ¿Es la Danzig de la novela una ciudad verídica traspuesta por Grass a la manera de un documento histórico o es otro producto de su imaginación desalada, algo tan original y arbitrario como el hombrecito cuya voz pulveriza las vidrieras? La respuesta no es simple porque, en las novelas —en las buenas novelas—, como en la vida, las cosas suelen ser casi siempre ambiguas y contradictorias. La Danzig de Grass es una ciudad-centauro, con las patas hundidas en el barro de la historia y el torso flotando entre las brumas de la poesía.

Un misterioso vínculo une la novela con la urbe, un parentesco que no existe en los casos del teatro y de la poesía. A diferencia de éstos, que florecen en todas las culturas y civilizaciones agrarias, antes de la preeminencia de las ciudades, la novela es una planta urbana a la que parecen serle imprescindibles para germinar y propagarse las calles y los barrios, el comercio y los oficios y esa muchedumbre apiñada, variopinta, diversa de la ciudad. Lukács y Goldmann atribuyen este vínculo a la burguesía, clase social en la que la novela habría encontrado no sólo su audiencia natural, sino, también, su fuente de inspiración, su materia prima, su mitología y sus valores: ¿no es el siglo burgués por excelencia, el siglo de la novela? Sin embargo, esta interpretación clasista del género no tiene en cuenta los ilustres precedentes de la novelística medieval y renacentista —los romances de caballerías, la novela pastoril, la novela picaresca— donde el género tiene una audiencia popular (el «vulgo» analfabeto escucha, hipnotizado, las gestas de Amadises y Palmerines, contadas en los mercados y en las plazas) y, en algunas de sus ramas, también palaciega y aristocrática. En verdad, la novela es, urbana en un sentido comprensivo, totalizador: abraza y expresa por igual a ese conglomerado policlasista que es la sociedad urbana. La palabra clave es, tal vez, «sociedad». El universo de la novela no es el del individuo sino el del individuo inmerso en un tejido humano de relaciones múltiples, el de un hombre cuya soberanía y cuyas aventuras están condicionadas por las de otros como él. El personaje de una novela, por solitario e introvertido que sea, necesita siempre del telón de fondo de una colectividad para ser creíble y persuasivo; si esa presencia múltiple no se insinúa y opera de algún modo la novela adquiere un aire abstracto e irreal (lo cual no es sinónimo de «fantástica»: las pesadillas imaginadas por Kafka, aunque bastante despobladas, están firmemente asentadas en lo social). Y no hay nada que simbolice y encarne mejor la idea de sociedad que la urbe, espacio de muchos, mundo compartido, realidad gregaria por definición. Que ella sea, pues, la tierra de elección de la novela parece coherente con su predisposición más íntima: representar la vida del hombre en medio de los hombres, fingir la condición del individuo en su contexto social.

Ahora bien, hay que entender aquellos verbos —representar, fingir— en su más estricta acepción teatral. La ciudad novelesca es, como el espectáculo que contemplamos en el escenario, no lo real sino su espejismo, una proyección de lo existente a la que el proyeccionista ha impregnado una carga subjetiva tan personal que lo ha hecho mudar de naturaleza, emancipándolo de su modelo. Pero, esa realidad vuelta ficción por las artes mágicas del creador —la palabra y el orden— conserva, sin embargo, un cordón umbilical con aquello de lo cual se ha emancipado (o, en todo caso, debería conservarlo para ser una ficción lograda): cierto tipo de experiencias o fenómenos humanos que esta ión novelesca de la vida saca a la luz y hace comprensibles.

La ciudad de Danzig, en El tambor de hojalata, tiene la consistencia inmaterial de los sueños y, a ratos, la solidez del artefacto o de la geografía; es un ente móvil cuyo pasado se incrusta en el presente y un híbrido y fantasía en el que las fronteras entre ambos órdenes son inciertas y traslaticias. Ciudad en la que diversas razas, lenguas, naciones han pasado o coexistido, dejando ásperos sedimentos; que ha cambiado de bandera y de pobladores al compás de los vendavales bélicos de nuestro tiempo; que, al comenzar a evocar sus recuerdos el narrador de la historia, ya no existe de ella prácticamente nada de aquello que es materia de su evocación —era alemana y se llamaba Danzig; ahora es polaca y su nombre es Gdansk; era antigua y sus asistencia, viejas piedras testimoniaban una larga historia; ahora, reconstruida de la devastación, parece haber renegado de todo pasado—, el escenario de la novela no puede ser, en su imprecisión y en sus mudanzas, más novelesco. Se diría obra de la imaginación pura y no un producto caprichosamente esculpido por una historia sin brújula.

A caballo entre la realidad y la fantasía, la ciudad de Danzig, en la novela, late con una soterrada ternura y la circula la melancolía como una leve niebla invernal. Es tal vez el secreto de su encanto. Ante sus calles y su puerto de muelles inhóspitos y grandes barcazas, su operático Teatro Municipal o su Museo de la Marina —donde Heriberto Truczinski muere tratando de hacer el amor con un mascarón de proa— las ironías y la beligerancia de Óscar Matzerath se derriten como el hielo ante la llama y brota en su prosa un sentimiento delicado, una solidaridad nostálgica. Sus descripciones matizadas y morosas de los lugares y las cosas humanizan la ciudad y le dan, en ciertos episodios, una carnalidad teatral. Al mismo tiempo es poesía pura: un dédalo de calles, o descampados ruinosos, o emociones sórdidas que se suceden sin ilación, en el vaivén de los recuerdos, metamorfoseados por los estados de ánimo del narrador. Flexible y voluble, la ciudad de la novela, como su personaje central y sus aventuras, es, también, un hechizo que a fuerza de verbo y delirio, nos ilumina una cara oculta de la historia real.

FICHA DEL LIBRO
ENLACE AL LIBRO: CONVERTIR ESTE LIBRO «
TÍTULO=»EL TAMBOR DE HOJALATA (Gunther Grass)»
ENLACE DE DESCARGA: ENLACE DE DESCARGA (En el banner vertical)
REFERENCIA Y AUTOR: «EL TAMBOR DE HOJALATA (Gunther Grass)»

PDF


FORMATOS DISPONIBLES: EPUB,FB2,MOBI