ESPIRAL DE TIEMPO (Rafael Fauquié)

Espiral: camino, ruta serpenteante -¿ascendente? ¿descendente? Experiencia y espiral; espiral de tiempo porque todo cuanto el ser humano vive, piensa y recuerda, tiene que ver con el tiempo. Nuestras experiencias y sus recuerdos son, siempre, traducibles a figuraciones temporales. La vida es acumulación de miradas, sonrisas, decepciones, sueños…

 

     Espiral: símbolo de la acción envolvente, forma del giro que, en constante movimiento circular, expande más y más el signo de algún determinado espacio. Tiempo, vida y experiencia van entretejiendo una espiral compuesta de acción y de memoria. Las palabras que acompañan esa acción y las palabras que nombran esa memoria describen el vínculo más exacto y personal de cada ser humano con el universo.

 

     Este es un libro fragmentario: imagen del pensamiento viajero, forma de la palabra errante que se posa sobre todas las figuras evocando y memorizando, describiendo e imaginando. Más allá de la fractura, más acá de la inconclusión, el fragmento expresa lo que interminablemente se repite, lo que no podemos dejar de argumentar. Más que a lo breve y lo múltiple, el fragmento alude a concisiones y a rupturas, a la inconclusa discontinuidad de lo interminable. El fragmento nunca termina: sólo se interrumpe; luego sigue escribiéndose: sin principios ni finales, prolongándose en nuevas y diferentes razones.

 

     El fragmento evoca, a un tiempo, la vacuidad y la plenitud. Comunica percepciones que son tientos, indicios, apuestas… El fragmento es expresión furtiva de una palabra que abre y cierra espacios a su antojo. El fragmento escribe la voz de la incertidumbre, la de lo siempre relativo y lo siempre particular; voz de desconcierto ante lo desconcertante, forma interminable de interminables asombros.  

 

     Por medio de fragmentos nombrar el mundo y nombrarnos en el mundo. En fragmentos conocernos y reconocernos. Trazar nuestros límites dentro de espacios sin límites. Reflejar en un caleidoscopio de páginas dispersas nuestro siempre cambiante rostro. Con fragmentos decir y decirnos, decir y conocernos.

 

     Fragmentariamente este libro me revela: lector y caminante, crítico y curioso, memorioso recordador de imágenes y laborioso hurgador de vocablos. La escritura prefigura el rostro de quien escribe. Profeso la fe de la palabra lenta dibujada en el esfuerzo del día a día; búsqueda del término preciso tallado en parsimonia que recrea la exactitud; palabra compañera de convicciones y respuesta de incertidumbres; escritura-réplica de esas pequeñas y parciales conclusiones que, poco a poco, conforman una escritura que interminablemente nombra la vida.

 

     Las distintas partes que componen este libro fueron agrupándose de acuerdo a muchas convicciones pero, sobre todo, en torno a una fe. Fe en el poder de las palabras para decirlo todo, para acercarnos a todo o para alejarnos de todo. Fe en la autenticidad de una palabra que, a la vez que nos representa, nos enmascara; que nos muestra y nos oculta a un mismo tiempo. Fe en que a la vida que vivimos, pueda acompañarla una escritura que logre reflejarnos: voz y rostro que nos defina.

 

      

 
                                      Rafael Fauquié.

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EL LIBRO DE LOS HEROES

 

    

A fines del siglo V y a principios del VI, Teodorico, apellidado el Grande, fue rey de los ostrogodos y de los romanos. A la cabeza de un ejército de doscientos mil hombres derrotó a Odoacro, rey de Italia, en Verona, y lo cercó después en Ravena. El hambre obligó a éste a hacer proposiciones de paz, y al cabo de prolijas negociaciones se convino que ambos reyes compartieran el cetro. Para celebrar la concordia, Teodorico invitó a Odoacro a un festín en los jardines del palacio. Dos hombres se arrodillaron ante Odoacro con una petición y le sujetaron las manos; Teodorico, entonces, lo mató con su espada. «¿Dónde está Dios?», preguntó Odoacro al caer. Había cumplido sesenta años; Teodorico se maravilló de la facilidad con que penetró el acero en la carne. «El miserable no tiene huesos», dijo con indignación o estupor. Jordanes (De rebus Geticis, LVII) escribe con sobriedad: «Teodorico primero lo perdonó y luego lo privó de la luz.»
 Nebulosas memorias de Teodorico, llamado Teodorico de Verona, Dietrich von Berne, y de su batalla de Ravena, llamada Rabenschlacht, Batalla de los Cuervos, perduran en el Libro de los Héroes (Heldenbuch), colección épica del siglo XIII, en que asimismo se habla de Atila, de Kriemhied y de Hildebrand. Ya hemos visto que los conceptos de batalla y de aves le presa son inseparables en toda la epopeya germánica.
 En una de las composiciones incluidas, el Wolfdietrich, Dietrich es criado por una loba, como Rómulo y Remo o como el Mowgli del Libro de la Selva, de Kipling.
 Transmitidos de generación en generación, los hechos de la historia han tomado formas irreales. Gigantes, enanos, dragones, huevos de dragón y jardines mágicos infestan el Heldenbuch, que fue uno de los primeros libros alemanes que se imprimieron. De una versión del siglo XV, obra de un tal Kaspar von der Roen, de Rünnerstadt, copiamos esta estrofa, escrita en alemán medio, ya del todo accesible:
 
 Da vornen in den kronen
 Lag ein karfunkelstein.
 Der in dem pallast schonen
 Aecht als ein kertz erschein;
 Auf jrem haupt das hare
 War lauter und auch fein,
 Es leuchtet also klare
 Recht als der sonnen schein.
 
 Al frente de la corona
 había una piedra carbunclo,
 que en el bello palacio resplandecía
 como un cirio;
 en su cabeza el pelo
 era límpido y fino,
 y brillaba tan claro
 como la luz del sol.

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