El dardo en la palabra, y El nuevo dardo en la palabra (Fernando Lázaro C

Fernando Lázaro Carreter era un conocido lingüista y un real académico de la lengua española; de hecho, dirigió nuestra esplendente y fijadora Institución entre 1991 y 1998.

Entre 1975 y 1996 se dedicó a aportar pruebas fehacientes de su capacidad para fijar y dar esplendor a la lengua española a través de sus "dardos". Están recopilados en El dardo en la palabra. Sus desvelos por la salud de la lengua española entre 1999 y 2002, aparecen en El nuevo dardo en la palabra. Los dardos son artículos publicados en la prensa española e hispanoamericana, punzantes cual escorpión lingüístico en el desierto de la incomunicación, y que si dirigen contra la mala utilización de la lengua. Son protagonistas de los dardos usos erróneos, construcciones gramaticales aberrantes, innovaciones inadecuadas… Los periodistas (en especial, los deportivos), los jueces y los políticos le aportan a don Lázaro Carreter multitud de motivos para sentir ofendido su gramático ego; pero tampoco escapa la parla de la calle de las estocadas ágiles, irónicas y certeras del maestro. Defender la lengua, viene bordado en el estandarte de don Lázaro Carreter:

"Procurar que el idioma matenga una cierta estabilidad interna es sin duda un empeño por el que vale la pena hacer algo, si la finalidad de toda lengua es la de servir de instrumento de comunicación dentro del grupo humano que la habla."

Dice J. Millán que los dardos de Lázaro Carreter cumplen, básicamente, dos funciones: por un lado, introducir "una fuerte dosis de sentido común lingüístico en una forma de hablar frecuentemente hinchada por la presunción o desviada por la ignorancia" y por otro, suministrar "a los lectores unos rudimentos de la ciencia del lenguaje." Que no es poco. Y es cierto. Por un lado, gracias al conocimiento de que dispone, Lázaro Carreter es capaz de ilustrar y argumentar los usos correctos e incorrectos de determinadas palabras; también nos ayuda a comprender qué palabras de nueva creación son adecuadas y cuáles no (por violar las reglas normales de composición, por disponer nuestra lengua ya de palabras que dicen lo mismo…). La tesis final que parece desprenderse de los dardos es que "habla bien aquel que utiliza el sentido común" (hablar bien es casi pensar bien, que decía Thomas Mann).

Hablar bien no tiene más secreto: basta con utilizar el sentido común y basta con conocer las herramientas de que nos servimos, o sea, la lengua. Esto es lo que denuncia don Fernando más a menudo: la supina ignorancia de muchos periodistas que "traducen mocosuena" (jiji) y que pretenden innovar desde el desconocimiento. Lo que más me gusta de libro es su carácter inductivo: los ejemplos no son meras ilustraciones de una hipótesis, de una teoría o de una norma de partida. No. Don Fernando recoge usos erróneos o controvertidos de determinados/as palabros/as y explica el porqué de estos yerros. Así, se nos quedan mejor en la memoria porque vienen unidos a la anécdota que los contiene, porque están contextualizados y porque, a la postre, son cosas que oímos muy a menudo. Pero por otra parte, la explicación que, como académico, nos brinda (¡chinchin!), es la que nos ayuda a comprender realmente las causas de que eso sea erróneo y nos ayuda, con este conocimiento más sistemático a no cometer ese error ni otros semejantes.
Por cierto, el mejor zapatazo al diccionario que me he encontrado:

"Porque según el experto disertante, "hay pocos alimentos que estén ausentes de acrilamida". Lo de menos es aquí ese extraño aliño de las comidas, sino la noticia de que nada de cuanto ingerimos está ausente de él. Créase que lo dijo así; y que el susodicho es capaz de advertir a alguien: "No te contesté porque mi casa estaba ausente de mí en agosto"

Pero los dardos de don Lázaro Carreter son algo más. Son un regalo de la inteligencia para la inteligencia. Son, además, un tesoro lingüístico. Leyéndolos, uno se da cuenta de lo incorrecto de muchas aseveraciones vertidas desde los medios de comunicación; pero por otra, se da cuenta de cuantísimas y cuantísimas palabras desconoce, o no utiliza, o tiene enterradas en el cerebro al lado de la regla de Ruffini. Así, don Lázaro Carreter sirve de testimonio de la riqueza de nuestra lengua; tanto desde el punto de vista del contenido, por su capacidad para decirlo casi todo, como desde el punto de vista estructural, por su capacidad para crecer e introducir innovaciones.

Además, la fina ironía que se cuela por las frases, el abanico de adjetivos que tiene siempre en el cargador para referirse a los periodistas y políticos que no cuidan su forma de hablar y la contundencia con que, finalmente, asesta el golpe, le hacen a uno gozar como con las cosas bien hechas. Da un gusto leer algo taaaan bien escrito, algo taaaan bien argumentado y a alguien taaaan convencido… (Ya ven, yo no me sé expresar taaaaaaaan bien y tengo que recurrir a psicografías tipo "taaaan" jejeje). Pero miren él, qué bien lo hace:

"Hoy no es habitual que quienes escriben sobre la fiesta orlen de caspa sus dichos o escritos; pero bastantes de ellos los nievan con algo peor: la ignorancia agresiva. Sigo asombrado de que empresas periodísticas y audiovisivas, algunas de ellas públicas, esto es, nuestras, miren con indiferencia cómo muchos de los asalariados comen mientras carcomen el idioma del cual viven."

Pero tengo un pero que ponerle a nuestro querido académico, fijador esplendente en mano. Él mismo dice en ambos both libros (El dardo en la palabra y El nuevo dardo en la palabra)que la lengua es un ser vivo. Y a veces se muestra en contra de innovaciones que no siguen los cauces correctos (desde el punto de vista gramaticolexicoetimologicoderivacional), contra palabras que no le suenan bien o contra palabras que vienen del inglés por el mero hecho de venir del inglés (al que considera un gran corruptor del latín). En mi modesta y nada esplendorosa opinión, la lengua la hacemos entre todos y aunque a veces, la hagamos mal, el resultado es bueno: aparecen nuevas palabras con las que nos entendemos mejor, con las que designamos nuevas realidades, al inventar palabras, a veces inventamos cosas… la lengua es también un juego, creo yo, y los hablantes tenemos derecho a jugar con ella: a retocerla un poquito para ver hasta dónde podemos estirar… no creo que los hablantes estén para servir a la lengua, sino ella a nosotros. Es cierto que tampoco se la puede ir violando de callejón en callejón, pero creo que innovar requiere cierta libertad. Y si no… ¿qué me dicen del "estentóreo" del señor Gil? ¿No es un hallazgo maravilloso?

Viaje a la historia de la publicidad gráfica. Arte y nostalgia

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