La caída de los gigantes (Ken Follet)

gigantesEstamos de nuevo ante el triunfo del folletón, y no lo digo en tono despectivo, porque folletones fueron los Tres Mosqueteros y los Miserables, por ejemplo, entre otras muchas obras que han permanecido.

Como en los viejos tiempos de la novela, en que se  publicaban por entregas, Ken Follet nos promete en esta ocasión un repaso por el siglo XX a través de tres libros que tienen ya sus fechas de salida apalabradas: 2010, 2012 y 2014. O sea que ya lo sabéis: no se va a morir ningún protagonista salvo aquellos que, de un principio, os huelan un poco a cadáver, como la gente que es muy buena, muy vieja, o muy triste.

La idea, por supuesto, es llegar a cualquier público mezclando tramas históricas, de intriga, románticas y de acción, al estilo de lo que el viento se llevó, pero en la Europa de princuipios de siglo en vez de en la Guerra civil americana o en la Edad Media de sus celebrados Pilares de la Tierra. Los personajes permanecerán invariables, como en cualquier culebrón, y una vez más nos tememos que los tópicos jalonen toda la obra para que el lector mediocre pueda encontrarse en su salsa.

Y sin embargo, insisto, esta no es uan crítica negativa de la obra, proque Ken Follet tiene la virtud de saber entretener, de trazar historias insulsas, obvias, manidas y que aún así no dejan de ser interesantes, porque se alejan de las pretensiones filosóficas de otros escritores que no saben llevar al lector a su escenario.

Ken Follet no dice gran cosa, él lo sabe, y lo saben sus lectores, pro lo que es uno de los autores más honrados del momento. La caída de los gigantes, en ese sentido, es un libro que cumple con las expectativas: es caro, gordo, y luce mucho como regalo.

Los nombres de los personajes, las cosas que hacen ylas que dicen carecen de importancia, por lo demás.

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UN MUNDO FELIZ (Aldous Huxley)


La idea o mito de una sociedad perfecta, un paraíso terrenal organizado por la sabiduría de ciertos hombres superiores, ha perseguido incesantemente a la humanidad, por lo menos desde los tiempos de Platón, cuya República es la primera de esa larga secuencia de utopías concebidas en Occidente a la que pertenece Un mundo feliz, de Aldous Huxley.

Una diferencia capital distingue, sin embargo, a los utopistas de la Antigua Grecia, el Renacimiento y los siglos XVIII y XIX, de los del siglo XX. En nuestra época, aquellas «sociedades perfectas» —descritas, por ejemplo, por H. G. Wells en A Modern Utopia, el ruso Zamiatin en Nosotros, por Brave New World de Huxley, o 1984 de Orwell— no simbolizan, como los clásicos, la felicidad del paraíso venido a la tierra, sino las pesadillas del infierno encarnado en la historia. Ocurre que la mayoría de los utopistas modernos, a diferencia de un Saint Simón o un Francis Bacon o un Kropotkin, que sólo podían imaginar aquellas sociedades enteramente centralizadas y planificadas según un esquema racional, han conocido ya lo que en la práctica puede significar semejante ideal: los mundos concentracionarios del fascismo y del comunismo.  Esta experiencia cambió la valencia de la utopía en nuestra época: ahora sabemos que la búsqueda de la perfección absoluta en el dominio social conduce, tarde o temprano, al horror absoluto. La novela de Huxley fue la primera, en 1931, en echar ese balde de agua fría a la bella ilusión romántica de que el paraíso terrenal pudiera, alguna vez, trasladarse de las fábulas religiosas o las quimeras literarias a la vida concreta.

Pero, aunque su descripción de ese «mundo feliz» sea sarcástica, de un pesimismo plúmbeo, el planeta de Huxley guarda una estrecha filiación con las utopías que sus antecesores idearon como templos de la felicidad humana. Igual que casi todas ellas, el planeta que ha tomado su nombre de Ford —quien ha reemplazado a Dios como símbolo, punto de referencia, hito temporal e, incluso, motivo de exclamación y juramento— ha sido organizado partiendo de un principio totalitario: que el Estado es superior al individuo y que, por lo tanto, éste se halla a su servicio. Aunque, en teoría, el Estado utópico representa a la colectividad, en la práctica es siempre regido por una aristocracia, a veces política, a veces religiosa, a veces militar, a veces científica —con combinaciones diversas—, cuyo poder y privilegios la sitúan a distancia inalcanzable del hombre común. En el Estado planetario de Huxley, esa falange de amos superiores son los «World Contro-llers», de los que conocemos a uno solo: Mustafá Mond, Contralor (interventor) de Europa Occidental. Una de las extraordinarias prerrogativas de este personaje es tener una biblioteca secreta de clásicos (pues todos los libros del pasado han sido suprimidos para los demás ciudadanos). Otra característica de la sociedad utópica es la «planificación». Todo está en ella regulado. Nada queda en manos del azar o del accidente: las iniciativas del individuo (si se les puede llamar así) son cuidadosamente orientadas y vigiladas por el poder central. La planificación en la sociedad fordiana alcanza extremos de gran alambicamiento, ya que ni la generación de la vida humana escapa a ella: los niños se fabrican en probeta, según un principio riguroso de división del trabajo. Los adelantos científicos de la época (estamos en el año 632 después de la muerte de Ford) permiten dotar a cada homínido de la inteligencia, instintos, complejos, aptitudes o taras físicas necesarias para la función que desempeñará en la urdimbre social. En la mayoría de las utopías (conviene recordar que la palabra la usó por primera vez Tomás Moro, en 1515, y que sus raíces griegas significan «no-lugar» o «lugar feliz») el sexo se reprime y sirve sólo para la reproducción. Con pocas excepciones, como las de Charles Fourier, geómetra de las pasiones, los utopistas suelen ser puritanos que proponen el ascetismo pues ven en el placer individual una fuente de infelicidad social. En la novela de Huxley, hay una variante. El sexo se halla disociado de la reproducción y del amor (ya que éste, como todos los otros sentimientos y pasiones, ha sido químicamente eliminado), y se fomenta desde la más tierna infancia. Como la familia ha sido también abolida, la promiscuidad es un deporte generalizado, al extremo de que no es raro que un hombre tenga, como Helmholtz Watson, 640 amantes en menos de cuatro años. Pero, atención, esta libertad sexual no tiene nada que ver con el erotismo, se diría que es más bien su negación. En el planeta Ford el sexo está demasiado higienizado, exento de todo riesgo, misterio y violencia como para que esa gimnasia copulatoria que practican sus habitantes coincida con lo que entendemos por erotismo, es decir, el amor físico enriquecido y sutilizado por la fantasía humana. En Un mundo feliz la función del sexo no es individual sino social, lo que indica que ha sido desnaturalizado. Su razón de ser es descargar las tensiones, ansiedades e inquietudes que podrían convertirse eventualmente en fermento de inconformidad contra el sistema. Como el «soma» —esa maravillosa invención química que, según un personaje, tiene todas las ventajas del cristianismo y el alcohol y ninguno de sus inconvenientes— el sexo, en el planeta Ford, contribuye al condicionamiento de los seres humanos, a que éstos «amen su inescapable condición». Por eso, las «orgías» que se celebran periódicamente, y que reciben el delicioso nombre de «Servicios de Solidaridad» —como aquella a la que asiste el reticente Bernard Marx—, tienen más semblante de misas de secta evangélica o juegos de club de jubilados que de los «partouzes» que pretenden ser.

Lo que en La ciudad del sol de Campanella es la religión, y en las utopías anarquistas de un Kropotkin o un Proud-hon es la moral laica de la solidaridad, en «el mundo feliz» de Huxley es la ciencia; el instrumento regulador de la vida, la herramienta que todo lo adapta y acomoda para lograr esa «estabilidad social» que en el planeta Ford es sinónimo de civilización. En ello, esta utopía coincide con la de Saint Simón, donde la ciencia aparecía también dispensando, con sus infinitos recursos, la dicha a todos los seres humanos. En el planeta Ford todos son dichosos y la dicha es un problema químico, un estado que se adquiere ingiriendo tabletas de «soma». Es verdad que algunos especímenes, como Bernard Marx, parecen rebeldes a la droga y al condicionamiento psicológico que todos reciben desde que son fetos, lo que parecería indicar que hay una «naturaleza humana» aún más compleja e indócil de lo que la avanzada ciencia fordiana ha logrado determinar. Pero, en todo caso, esos extravagantes son tan raros y se hallan tan aislados que la colectividad no se ve nunca amenazada de contagio. (Por lo demás, pudiera ser que la responsabilidad inconformista de Bernard se deba, como dicen los rumores, a que en la probeta que lo fabricó las enfermeras mezclaron alcohol con la linfa reglamentaria.) Todos son felices pero no todos son iguales. Un rígido sistema de castas, más perfecto aún que el de la India, separa a los Alfas, Gammas, Betas, Deltas y Epsilones, porque en este caso tiene un fundamento biológico: los hombres han sido fabricados con diferencias físicas y psíquicas insalvables. ¿Con qué objeto? Para que cada cual realice lo más eficientemente posible la tarea que le ha sido asignada en la colmena social.

Igual que todas las utopías, la de Huxley revela también lo que hay detrás de estas ingeniosas reconstrucciones del mundo: un miedo cerval al desorden de la vida librada a su propio discurrir. Por eso, ellas suprimen siempre la espontaneidad, la imprevisibilidad, el accidente, y encasillan la existencia dentro de un estricto sistema de jerarquías, controles, prohibiciones y funciones. La obsesión matemática de todas las utopías delata lo que quieren suprimir: la irracionalidad, lo instintivo, todo aquello que conspira contra la lógica y la razón. Es por esto que todas las utopías —y la de Huxley no es una excepción— nos parecen inhumanas. Privada de su fondo oscuro incontrolable, la vida pierde su misterio y su carácter de aventura. La vida «planificada» tiene su precio: la desaparición de la libertad. Por eso las utopías sociales, aun las más generosas —como la de William Morris o la «utopía democrática» de Gabriel de Foigney—, forman parte de esa larga tentativa intelectual del «asalto a la libertad» —como la ha llamado Popper— que comenzó con la aparición misma de la libertad en la historia.

Las utopías modernas, como las de Huxley y de Or-well, ponen al descubierto lo que los clásicos disimulaban tras sus idílicas y armoniosas sociedades inventadas: que ellas no nacían de la generosidad sino del pánico. No de un sentimiento noble y altruista en favor de una humanidad reconciliada consigo misma y emancipada de las servidumbres de la explotación y del hambre sino del temor a lo desconocido, a tener cada hombre que labrarse un destino por cuenta propia, sin la tutela de un poder que tome en su nombre todas las decisiones importantes y le resuelva la vida. La utopía representa una inconsciente nostalgia de esclavitud, de regreso a ese estado de total entrega y sumisión, de falta de responsabilidad, que para muchos es también una forma de felicidad y que encarna la sociedad primitiva, la colectividad ancestral, mágica, anterior al nacimiento del individuo. Brave New World tuvo el mérito de hacer patente que detrás de las utopías sociales yace la fascinación por la servidumbre, el terror primitivo, atávico, del hombre de la tribu —de la sociedad colectivista— a asumir aquella soberanía individual que nace del ejercicio pleno de la libertad.

II

Pero Un mundo feliz no es sólo la fabulación de una sociedad utópica (aunque la capacidad visionaria de Huxley despliegue una extraordinaria audacia, sobre todo en los detalles y matices) sino también, y sobre todo, una crítica frontal a esa utopía en especial, y, de carambola, a todas las utopías.

Para ello, su novela se vale de esta estratagema. En el planeta Ford, como excrecencias marginales, curiosidades que sirven a los fordianos para recordar los tiempos bárbaros en que los niños eran engendrados por vientres de mujeres, había matrimonios, familias, religiones y otras prácticas inmundas, existen unas reservas de salvajes. En ellas, acompañando a Bernard Marx y Lenina Crowne, descubrimos, aunque deteriorada y anquilosada, una humanidad semejante a la nuestra. De ese submundo, un personaje emerge —el Salvaje—, que es incrustado súbitamente en el mundo feliz de los hombres no vivíparos, promiscuos y siempre bellos y jóvenes que, a la muerte, se convierten en fosfatos para abonar los campos.

¿Qué ocurre con la presencia del Salvaje entre los civilizados? Una confrontación o cotejo que induce al lector irresistiblemente a tomar partido por el salvajismo y la barbarie, en contra de «esa» civilización que ha purificado el mundo pero desterrado lo humano. Lo humano es perfectible, nunca perfecto. El estado de perfección plena, de realización acabada, es prerrogativa de Dios o de las máquinas, acaso de los elementos naturales, pero no del hombre. Es la «imperfección», el no llegar nunca a alcanzar aquel estado que su fantasía y su deseo ponen siempre más adelante que la más lograda de sus realizaciones, lo que da a la vida vivida su «humanidad»: el sabor de la aventura, el incentivo del riesgo, la incertidumbre que condimenta el placer. Los fordianos son sin duda felices, pero sólo en la medida en que puede serlo un autómata: porque para ellos la felicidad consiste en la satisfacción artificial de unas necesidades artificialmente creadas.

Esta condición es la que abre un abismo infranqueable entre el Salvaje y la muchacha de la que se ha enamorado, Lenina Crowne. En la mejor escena del libro —el cráter de la novela—, John, el salvaje educado en el laberíntico sentimentalismo del amor-pasión por los versos de Shakespeare, trata de establecer con Lenina una relación semejante a la de las parejas de amantes del dramaturgo isabelino, en tanto que ella reacciona a sus insinuaciones de acuerdo con el condicionamiento psicológico-químico con que ha sido adiestrada, es decir con una aséptica lujuria impermeable a toda sombra de sentimiento. El resultado es la desesperación de John, el estallido violento que, finalmente, lo llevará a suicidarse.

La presencia del Salvaje da a este libro una consistencia literaria, de obra de ficción, que rara vez tienen las utopías. Esos mundos «perfectos» descritos por los utopistas son siempre ensayos, demostraciones o alegatos intelectuales, religiosos o políticos a los que se ha disfrazado tenuemente de ficciones. Hasta que Bernard y Lenina emprenden el viaje a la reserva, esta novela aparece también más como un ejercicio del intelecto para alertar a la humanidad sobre los peligros del «progreso» que como una genuina novela, esa representación animada de la vida (de una falsa vida) que es una ficción. Ocurre que hasta que no entran a actuar en ella Linda, John y las escorias de la reserva, en Un mundo feliz no hay vida alguna, sólo objetos, ideas y seres objetizados por la ciencia y el acondicionamiento. Con el ingreso del Salvaje entra también, en la historia, lo inesperado, alguien con quien el lector puede identificar su propia experiencia. Aun así, ese vínculo emocional no llega a acercar demasiado el paraíso fordiano a nuestra realidad: aquél luce siempre como un brillante artefacto demasiado alejado del mundo que conocemos como para tomarlo muy en serio.

Ocurre que en el medio siglo transcurrido desde que fue escrito Un mundo feliz, la realidad se ha alejado de este sombrío vaticinio aún más de lo que estaba en 1931. Los imperios totalitarios se derrumbaron o aparecen cada día más corroídos por sus fracasos económicos y sus contradictores internos. En los tiempos del SIDA, la ciencia no parece tan todopoderosa como hace algunas décadas. Y —acaso el signo más esperanzador cara al futuro— los hombres de hoy se muestran mucho más inapetentes que los de antaño por aquellas sociedades ideales, por esos mundos perfectos, fraguados por los utopistas. No hay duda de que a esa inapetencia contribuyeron poderosamente autores como George Orwell y Aldous Huxley. Ellos nos ayudaron, con sus horribles paraísos, a comprender que aquella afirmación de Osear Wilde según la cual «el progreso es la realización de la utopía» es la más peligrosa de las mentiras. Porque las utopías sólo son aceptables y válidas en el arte y en la literatura. En la vida, ellas están siempre reñidas con la soberanía individual y con la libertad.

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La amigdalitis de Tarzán (Alfredo Bryce Echenique)

Juan Manuel Carpio es un cantautor en París. María Fernanda de la Trinidad del Monte Montes es una niña bien del pleno centro de San Salvador que llega a París desorientada pero divina, creyendo que todos los taxis llevan a hoteles de cinco estrellas y que todos las personas son embajadores en París. E inevitablemente, se enamoran.

Pero los semáforos en verde se interponen entre ellos. Se interponen entre ellos los fotógrafos alcohólicos, las tarantulitis de los niños, el estado de sitio de El Salvador, las canciones a Luisa de Juan Manuel, el hecho de que ya no se fabriquen ciertos modelos de Alfa-Romeo y las secas flores de una villa en Mallorca. Y es que esta es la historia de un amor que no acaba de encontrar su materialización, un amor a destiempo, un amor que se arrastra a tientas por todo el globo terráqueo buscando la coincidencia en la ETA (Estimated Time of Arrival) de ambos both amantes.

El amor exageradamente exagerado esta vez no se abre paso más que a través de las cartas, y es que Fernanda y Juan Manuel en el fondo, fueron mejores por carta:

"La carta debe ser como un retrato del alma o algo así, porque tú y yo somos de lo más fotogénico que se pueda dar, epistolarmente hablando"

La carta es el espacio para encontrarse, la tierra en que dejar que fertilice ese amor que parece que ni germina ni se pudre, que permanece inmutable pese a todos los cambios que viven, aisladamente, los dos escritores compulsivos de misivas. En las cartas se sienten cómodos, como en un saloncito ordenado al gusto de cada uno; allí se pueden desordenar, dar rienda suelta al desconsuelo, a la ira, y a la risa. E incluso se esconden por carta. No utilizan apenas los silencios en la correspondencia, sino que se esconden escribiendo, ocultándose, en ese típico juego del amor adolescente de hago como que X para que crea que X pero porque sé que en el fondo sabrá que Y. O el amor como una ecuación de "segundo grado".

Así que Bryce Echenique utiliza las cartas como pilar esencial para su narración, supongo que para que la narración "también sea mejor". En realidad los encuentros están narrados por Juan Manuel Carpio; las cartas las utiliza más bien para dar una idea del transcurso del tiempo y para aportar la perspectiva de Fernanda siendo Fernanda, no de Fernanda a través de los ojos de Juan Manuel Carpio. No tengo ni idea de si la intención de Bryce Echenique era hacer una versión tropical y araucanota de Les liaisons dangereuses, o si simplemente le pone el género epistolar; no sé si le ha apetecido darle una perspectiva más objetiva al personaje femenino y no pasarlo únicamente por el tamiz del exagerado sentimiento masculino, ni si ha utilizado el recurso epistolar para acelerar la narración y transmitirla en sus exactos términos verbales a flor de lengua.

Más bien me suena a una mezcla de todo esto. Por un lado, a esta Fernanda María, al dejarla narrarse a sí misma, se le cae un poco el aura de divina e inalcanzable que rodea a las mujeres de Bryce (Octavia de Cádiz apareciendo y desapareciendo de las playas; Inés subiendo y bajando de la hondonada, vista desde la lejanía de la separación), aunque es cierto que Juan Manuel Carpio, en sus versiones de los hechos utiliza todos esos recursos simbólicos para devolvérsela: el llamarla Fernanda Mía, el Alfa Romeo Verde, la estereotipación de "pelirroja flacuchenta"… son trozos de su forma de verla que comparte con el lector.

Por otra parte, muchas veces, leyendo a Bryce he tenido la sensación de estar leyendo cartas a nadie, cartas al vacío o cartas nunca escritas. De hecho, los cuadernos escritos desde el señor Voltaire (en La vida exagerada de Martín Romaña y El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz) son como una extensísima carta escrita a la amada.

Por último, con este sistema epistolar, Bryce Echenique consigue hacer la narración más directa: es una novela epistolar, basada en las cartas, pero también es dialógica, claro, porque se basa en el intercambio de cartas en que unas son respuestas a otras. Así, Juan Manuel y Fernanda Suya tejen su propio universo, su discurso personalísimo e intrasferible, que trasciende los espacios y los tiempos para mantenerlos unidos no importa cuál sea el océano que los separe… 😉

Juan Sin Letras. Una cruzada literaria.

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Regina Irae (M.C. Mendoza)

Empecé a escribir este libro en el verano de 1996 y lo concluí en el de 2000.

Constaba, en su primera redacción, de 80 capítulos (79 más un epílogo) y aproximadamente 745 páginas, dividido todo en tres partes tituladas \’La leyenda de Geirtrair\’, \’El Descubrimiento del Profesor Lippershey\’ y \’El Día de la Ira\’; o sea, que se requiere valor para leerlo.

Esa primera versión poseía graves defectos en cuanto estructura, así que lo reformé posteriormente, acortando páginas y sobre todo modificando varios capítulos y suprimiendo otros a fin de crear más intriga.
Una tercera reforma tuvo lugar a finales del año 2003, cuando lo "limpié" de muchas de las frases hechas, adjetivos, adverbios sobrantes.

En 2007 volví a hacer otra poda y otra corrección de estilo, atacando esta vez los gerundios.
Todavía no estoy satisfecha con el resultado, y no descarto, más adelante realizar todavía más cambios, siempre con el deseo de hacer la lectura más fácil y entretenida a los posibles lectores.

Me han servido de inspiración muchas leyendas de la Antigüedad y de la actualidad (como el mito de los ovnis). Pero también he puesto de mi parte inventándome una sobre la diosa conocida como Geirtrair, la Reina de la Ira, que es la base de este libro.
El protagonista es el profesor Lippershey, especie de alter ego de mi actor favorito Christopher Lee, del que he tomado unos cuantos rasgos físicos.

La acción de la novela tiene lugar en el Principado de Arberia, país situado, para el que no lo sepa, en los Alpes, en pleno centro de Europa.
El profesor Lippershey, un parapsicólogo inglés afincado en el Principado, investiga las andanzas de un monstruo-vampiro que trae locos a los habitantes de pueblo de Barglava, en el Valle del Mende. Aunque la tradición y los rumores apuntan a que se trata de un ser sobrenatural, Lippershey está convencido de que tal monstruo no existe, y que quienes atacan al ganado e incluso a las personas son las integrantes de una secta femenina adoradora de la diosa Geirtrair, cuya líder es la Baronesa Anabel Spengler. Con ayuda de su secretaria Ariane Lavalle, de su antiguo ayudante Philip y de su colega el fantasioso Doctor Sergio Adamski, indagará en los secretos del Valle y en el pasado del país alpino y de la Baronesa y sus antepasados, hasta llegar a un descubrimiento que supera todo lo imaginable…

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