Crash, de J. G. BALLARD

Crash

Su autor ha descrito este libro como «un ejemplo de una clase de ironía terminal, en la que ni siquiera el autor sabe dónde está pa­rado». También ha dicho que «es una metáfora exagerada en una época en que sólo la exageración funciona». No cabe duda de que Crash es una novela terrible y devastadora. Tal vez sea la obra de fic­ción más perturbadora que se haya escrito en los últimos veinte años y –con la posible excepción de Expreso Nova, de William Bu­rroughs– seguramente la más violenta entre las que he elegido para el presente volumen. ¿Es ciencia ficción? Hay quienes piensan que no, pero el autor cree que sí, y estoy de acuerdo con él. Es un li­bro sobre tecnología, representada obsesivamente por el automó­vil: el coche como icono del siglo XX. Pero es más que eso. Es un li­bro acerca de las relaciones del hombre con la tecnología, de lo que la tecnología ha hecho con nosotros, y lo que nos hemos hecho a no­sotros mismos a través de la tecnología. Más aún: es un libro acerca del advenimiento de un nuevo mundo, un lugar artificial en el que nada es «real», en el cual todo es posible. Es un libro acerca del lado obscuro del presente, acerca de los deseos que se ocultan bajo la su­perficie lustrosa de una brillante sociedad de consumo. Se lo puede considerar una pesadilla «distópica», no proyectada al futuro, ni a otro planeta, sino realizada aquí, precisamente ahora, no más allá de la autopista o del aeropuerto más cercano (y quizás, aún más cerca de nuestra propia casa). Ballard ha tomado algunas cosas fa­miliares de principios de la década de 1970 y las ha presentado como extrañas. Además, se ha negado a moralizar acerca de ello: él nos presenta el material y nosotros debemos abordarlo como po­damos.

Todo es brillante y vívido, como si toda la acción tuviera lugar bajo las luces de un plató. No hay aquí imprecisiones, ambigüeda­des, ni advertencias en voz baja. El narrador, un director de publi-ci­dad de TV, tiene un choque en el que muere el conductor del otro vehículo. Cuando se recupera, en el hospital, se ve abrumado por fantasías sexuales con las enfermeras y los médicos, los vehículos chocados y la mujer del conductor muerto. Cuando sale del hospital, vuelve inmediatamente a la carretera, visita el lugar del acci­dente, y examina su coche destrozado en el parque de chatarras. Se da cuenta de que lo sigue un hombre con una cámara. Es el doctor Robert Vaughan, «en un tiempo especialista en computación … uno de los primeros científicos de la TV de nuevo estilo», quien «proyectaba una imagen poderosa, casi la de un científico matón». Vaughan está obsesionado con los choques, y pasa gran parte de su tiempo fotografiándolos. Él y el narrador inician una inquietante amistad: viajan juntos, se convierten en voyeurs de accidentes de ca­rretera, comparten los servicios de las prostitutas del mismo aero­puerto. Observan choques simulados de coches en el Laboratorio de Investigaciones de Carretera, y Vaughan confiesa que su ambi­ción es morir en un accidente de automóvil con la actriz Elizabeth Taylor. Los acontecimientos alcanzan su punto culminante cuan­do el narrador y Vaughan cruzan la autopista mientras se encuen­tran bajo los efectos de una droga alucinógena:

La luz del día fue más brillante sobre la carretera, un intenso aire desierto. El cemento blanco se transformó en un hueso curvo. Unas ondas de ansiedad envolvían el coche, como las vaharadas de calor sobre el macadán en verano. Mirando a Vaughan, traté de domi­nar este espasmo nervioso. Los coches nos pasaban recalentados ahora por la luz del sol, y yo podía asegurar que ésos cuerpos metálicos estaban a menos de un grado del punto de fusión, y que sólo la fuerza de mi mirada impedía que se deshicieran. En cuanto yo me distrajera para mirar el volante las películas metálicas estallarían proyectando bloques de acero fundido delante de nosotros. En cambio, los coches que venían por la mano contraria transportaban enormes cargamentos de luz fría, eran flotas que llevaban flores eléctricas a un festival. A medida que la velocidad de estos vehículos parecía aumentar, me sentí elevado hacia el carril rápido, y los au­tos avanzaron en línea recta hacia nosotros como enormes carruse­les de luz acelerada. Las rejillas de los radiadores eran emblemas misteriosos, alfabetos que desfilaban como bólidos por la carretera.

Es una novela ardiente y visionaria, página tras página. Poco des­pués, Vaughan muere en un deliberado choque de automóviles, dejando en duelo al narrador, quien empieza a «diseñar los ele­mentos» de su propia e inminente muerte.

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El fin de la infancia, de ARTHUR C. CLARKE

findelaNovela sobre la trascendencia, con un título muy apropiado, este libro fue otro de mis preferidos en mi adolescencia temprana. En general se reconoce a El fin de la infancia (Childhood’s End) como la primera obra importante de Clarke (en 1951 había publicado Las arenas de Marte, que era una aburrida novela sobre la colonización espacial), y obtuvo el elogio de C. S. Lewis, entre otros, por su hábil mezcla de ciencia «dura» y misticismo religioso. Ambientada en un futuro inmediato, en una época en que están a punto de lanzarse los primeros cohetes espaciales tripulados, describe la llegada a la Tie­rra de seres extraños enormemente poderosos, conocidos como los «Superseñores». No obstante ese nombre temible, no se trata de un relato terrorífico de invasión y conquista violenta: los Superseñores de Clarke han venido para hacer el bien a pesar de nosotros mis­mos, y la novela demuestra de un modo convincente cómo benévo­los gobernantes extraños podrían instaurar la armonía en un pla­neta en guerra. Como joven lector, yo compartía esa ilusión, aunque hoy sus implicaciones me intranquilizan. Arthur Charles Clarke (nacido en 1917) es un escritor inglés que desde hace unas décadas decidió vivir en la ex colonia británica de Sri Lanka. En mis momentos de mayor incertidumbre no puedo evitar la sensación de que los Superseñores son una proyección idealizada de los burócratas del Foreign Office que otrora rigieran el Imperio Británico.

Pero hay una diferencia: estos «Superseñores» no son blancos. Durante cincuenta años se esconden de la humanidad y cuando por fin se dan a conocer, se produce una conmoción. «No había error posible. Las alas correosas, los cuernos, la cola peluda: todo estaba allí. La más terrible de las leyendas había vuelto a la vida desde un desconocido pasado. Sin embargo, allí estaba, sonriendo, con todo su enorme cuerpo bañado por la luz del sol, y con un niño que descansaba confiadamente en cada uno de sus brazos.» Esa historia me dejó atónito cuando leí la novela por primera vez. Ocupa la tercera parte del libro, y le sigue una larga descripción de la utopía científica según la cual los «Superseñores» han forjado un mundo sin problemas, unido y feliz bajo un único gobierno; el crimen prácticamente ha desaparecido, todos viven en ciudades ajar­dinadas, con todo el tiempo libre para dedicarse a las artes y a la ciencia. Me hizo suspirar de deseo, ¡qué racional, qué maravilloso!

Todavía ocurre algo más. Los hijos de esta utopía comienzan a tener sueños extraños, visiones nocturnas de soles lejanos, de plane­tas desconocidos. Bajo la tutela de los Superseñores empiezan a convertirse en algo que resultará incomprensible para sus padres. Están a punto de unirse a la «Supermente». En un gran clima metafísico, conmovedoramente descripto, toda la raza humana sufre una «metamorfosis inconcebible», se desprende de la carne para convertirse en un ideal platónico de la mente, que deambula libre­mente entre las estrellas. Los Superseñores observan esta metamor­fosis con cierta tristeza, ya que sólo cumplen el papel de parteros de esta reencarnación cósmica pero no pueden integrarse a la Super­mente. Pobres demonios.

Hoy la prosa parece ligeramente inmadura y los personajes poco convincentes, pero la historia todavía me emociona. Es un «mito» religioso universal para una época científica, el relato de un benigno Juicio Final en el cual las puertas de la Ciudad de Dios están abiertas a todos.

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