Los cuclillos de Midwich, JOHN WYNDHAM

midwich_0_previewPara esta novela –escrita en los comienzos de la era del rock and roll, cuando los «Teddy Boys» de amenazadora apariencia mero-deaban por las calles de Gran Bretaña–, Wyndham concibió una idea in­teligente que se resuelve en la imagen perfecta de la pesadilla de los años cincuenta, la brecha generacional. La novela (The Midwich Cuckoos) no tiene nada que ver ni con la música rock ni con los «Teddy Boys»: comienza como si fuera otra de las «seductoras ca­tástrofes» (frase apropiada, cortesía de Brian Aldiss) en un tran­quilo y bucólico escenario inglés.

El narrador y su esposa regresan a su casa en la pequeña aldea de Midwich. Son detenidos por un policía, mientras un camión del ejército pasa por allí. «¿Revolución en Midwich?», bromea el na­rrador. En realidad, lo que ha ocurrido es mucho más serio. Una nave espacial extraterrestre ha aterrizado en la aldea, y durante una noche y un día ha hechizado misteriosamente a la población. Como en el cuento de la Bella Durmiente, todo el mundo se ador­mece. El área afectada es un círculo perfecto de tres kilómetros de diámetro, y todo aquel que intenta entrar en él pierde de inmediato la conciencia. El ejército no puede hacer nada, pero cuando la nave espacial se va, todo el mundo despierta de golpe. Ha habido algu­nas muertes por exponerse a los extraterrestres, pero el resto de la población no ha sufrido apa-rentemente ningún daño. Los poblado­res bautizan la experiencia con el nombre de «día menos».

Las consecuencias del «día menos» sólo se manifiestan nueve meses después. Todas las mujeres de Midwich en edad de concebir han quedado embarazadas, lo que sugiere que cada una de ellas ha sido fecundada por los visitantes extraterrestres, a quienes nadie ha visto. Todas tienen bebés perfectos y hermosos, pero con un rasgo insólito: ojos dorados. Otra consecuencia extraña es que unas cuantas madres que se habían ido de Midwich, vuelven al lugar, con sus bebés, argumentando que los niños las han obligado a vol­ver. La aldea parece haberse convertido en el nido adoptivo de una camada de «cucos» superhumanos. A medida que los niños crecen, sus temibles poderes se hacen cada vez más evidentes. Se comunican telepáticamente entre sí, y tal vez compartan una conciencia común. A los nueve años, tienen la contextura física de un adoles­cente: son altos, rubios y de ojos dorados, se mantienen unidos y parecen envueltos en un aura ligeramente amenazadora.

En determinado momento, estos enigmáticos delincuentes ju­veniles comienzan a matar. Un joven normal de Midwich es obli­gado a estrellar su coche contra una pared: cuando su hermano quiere vengarse, termina volviendo el revólver contra sí mismo y los niños extraterrestres lo fuerzan a suicidarse. La gente del pueblo decide tomar medidas, con el apoyo espiritual del párroco: «Tienen el aspecto del genus homo, pero no su naturaleza. Dado que son de otra clase, y que asesinar es, por definición, matar a los de la propia clase, ¿puede calificarse como asesinato la muerte de alguno de ellos…? Si pertenecen a otra especie, ¿no estamos plenamente facultados a luchar contra ellos y proteger nuestra propia especie? O, incluso, ¿no es ése nuestro deber?». Cuando una multitud trata de atacar a los niños, éstos se limitan a utilizar sus poderes persuasivos para ha­cer que los pobladores se peleen entre sí, con el saldo de cuatro muertos. Después de este incidente, hasta los pobladores más racio­nales y humanos se ven obligados a tomar la decisión de destruir a los niños. Finalmente, por medio de engaños, se consigue este bru­tal objetivo.

La novela plantea un incómodo dilema moral, y llega a una cruel conclusión. Al final, no se puede evitar una punzada de dolor, a pesar de que Wyndham ha tenido el cuidado de estimular la sim­patía del lector por la raza humana. Si el libro se leyera como una parábola de la brecha generacional, aunque dudo que ése haya sido el propósito del autor, sería en verdad terrorífico.

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La muerte de la hierba (JOHN CHRISTOPHER)

La muerte de la hierbaÉsta es otra de las denominadas novelas británicas catastróficas de la escuela de John Wyndham. En realidad, es exactamente eso, aunque más aguda –más perturbadora, más mordaz– que El día de los trífidos o Kraken acecha. Antes de la publicación de esta novela, John Christopher (cuyo nombre real es Christopher Samuel Youd, nacido en 1922) había escrito varios cuentos para revistas de cf bri­tánicas y norteamericanas. Con esta novela se convirtió en un bestseller.

El libro comienza presentándonos a una tranquila familia in­glesa de clase media, la familia Custance. Una de sus ramas es dueña de una granja en un apacible valle de Lake District; la otra, encabezada por John Custance, vive en Londres. Tienen pocos pro­blemas, aunque a veces se preocupan por «los pobres y desgracia­dos chinos», o «Chinks», como les llama John. Hay una hambruna en China, pues las cosechas de arroz han sido destruidas por el nuevo virus Chung–Li, y están muriendo dos millones de personas. Todo esto parece muy lejano, pero John se entera, por un amigo que trabaja para el gobierno, de que el virus ha mutado y se ha ex­pandido. Ahora ataca todos los cultivos, incluso el trigo, la avena, la cebada y el centeno, y ha llegado a Gran Bretaña.

 

– ¡Maldito sea! –exclamó John–. Esto no es China.

–No –dijo Roger–. Esto es un país de cincuenta millones de habitantes y que importa casi todo el alimento que necesita.

–Tendremos que apretarnos los cinturones.

–Un cinturón apretado –dijo Roger– quedaría ridículo en un esqueleto.

 

Al cabo de un año, el mundo entero está afectado, y todos los in­tentos de los científicos para controlar el virus han sido inútiles. A pesar del racionamiento, los británicos tratan de comportarse como si no pasara nada, hasta que John se entera por su amigo de que el ejército está a punto de cercar por completo las grandes ciudades. Sólo un tercio de la población podrá sobrevivir de la co-secha de raíces y de la pesca, y el gobierno ha decidido que los habitantes de las ciudades sean eliminados. John reúne a su familia y emprende con ellos un frenético viaje en coche desde Londres hacia el norte, buscando refugio en la granja de su hermano. Con la ayuda de un armero que se une al grupo, se abren paso a tiros para salir de la ciudad. La civilización inglesa se está derrumbando muy rá­pidamente.

Es una historia tensa y excitante. La mayor parte de la nove­la está dedicada a contar el viaje. El grupo se ve obligado a aban­donar sus coches en Yorkshire y a seguir a pie los últimos ciento cincuenta kilómetros a través del campo. Son testigos de violacio­nes, saqueos y asesinatos. Ellos mismos se ven obligados a robar y a matar para sobrevivir. La moral de la clase media no los había preparado para esa prueba, ni para la necesidad de adoptar a ca­da momento desesperadas decisiones de vida o muerte. Sin em­bargo, siguen adelante. Cuando llegan al valle, el lector no se sorprende de que al grupo de John, ampliado ahora a treinta y cuatro personas, se le niegue la entrada. El apacible valle ha sido aislado del mundo; el hermano de John, David, tiene sus propias bocas que alimentar. Los viajeros deciden tomar la granja por la fuerza, utilizando un camino que sólo John conoce. Durante el enfren–tamiento, David Custance pierde la vida. El valle ha sido conquis­tado y la familia de John está a salvo, pero él se compara amarga­mente con Caín.

No hay grandes deus ex machina, ni remedio para la plaga del vi­rus. El final sólo es feliz en la medida en que los personajes a quie­nes hemos acompañado a lo largo de la novela consiguen alcanzar lo que se proponían. La civilización y el hombre común se han des­vanecido. Se puede acusar a John Christopher de cinismo, pero también podríamos decir que La muerte de la hierba (The Death of Grass) trajo un muy necesitado viento frío de realidad al cómodo vestíbulo de la ficción catastrófica de los años cincuenta.

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