La ciudad y las estrellas, de ARTHUR C. CLARKE

ciudadyes«Como una joya brillante, la ciudad yace sobre el pecho del de­sierto. Una vez conoció el cambio y la alteración, pero ahora el Tiempo pasaba de largo. La noche y el día se sucedían a través de la faz del desierto, pero en las calles de Diaspar siempre era de tar­de…» Arthur C. Clarke escribe una clase de ciencia ficción insóli­tamente pura. Muchas novelas de cf, sobre todo las mejores, no siempre son un ejemplo de lo que debería ser una buena historia de ciencia ficción, de acuerdo con el estereotipo común (ambientada en un futuro lejano, con viajes espaciales, seres extra-terrestres y má­quinas maravillosas). La novela de Clarke cumple con esos requisi­tos, y además lo hace de manera brillante. Escrita originalmente en la década del cuarenta como un cuento corto y publicada con el título de «Against the Fall of Night», la versión definitiva apareció en 1956, y dudo de que Clarke haya escrito otra novela mejor que ésta desde entonces. Sus últimas obras incluyen la mundialmente famosa 2001: una odisea espacial (1968), así como la aclamada Cita con Rama (1973) y Fuentes del Paraíso (1979), que no he incluido en mi selección. A mi juicio, aunque son buenas, a su manera, me pa­recen anticuadas, ya que ofrecen más de lo mismo, sólo los placeres de ayer.

La ciudad y las estrellas (The City and the Stars) tiene la sencillez y la armonía de un cuento de hadas. Diaspar es la última ciudad de la Tierra, y lleva ya mil millones de años de existencia. Es autosuficiente, está totalmente aislada, y funciona gracias a una maquina­ria prodigiosa. Los ciudadanos no tienen ombligo, pues han nacido por medios antinaturales. El «modelo» de cada individuo se alma­cena en los bancos de memoria de la ciudad, y todos se reencarnan varias veces, cada tantos milenios. La gente no tiene urgencia por escudriñar, por abandonar Diaspar y enfrentar el interminable de­sierto que cubre el planeta. Tienen al alcance de la mano infinitos entretenimientos: juegos, prácticas sexuales, artes y ciencias. Han sido condicionados para evitar el mundo exterior, y sus leyendas di­cen que alguna vez la humanidad rigió un imperio galáctico, pero que fue obligada a regresar al planeta Tierra por temibles invasores del más allá. Volver a aventurarse en el espacio, e incluso dar un paso fuera de las murallas de la ciudad, sería provocar tontamente la ira de aquellos invasores.

Nuestro héroe, Alvin, es un mutante, el primer individuo com­pletamente nuevo «nacido» en Diaspar después de incon-tables mi­llones de años. Lo obsesiona una inexplicable necesidad de aban­donar la ciudad, y con ese fin explora todas las bocas de aire y cualquier otra vía posible de escape. Desde una alta torre puede di­visar el desierto y las estrellas cuando cae la noche. Es un momento de epifanía. Con la ayuda del ordenador central de la ciudad, des­cubre un sistema ferroviario subterráneo que todavía tiene una línea que funciona. Al fin ha encontrado una salida. El tren auto­mático lo traslada hasta el valle de Lys, un oasis olvidado, habitado por una tribu de bucólicos telépatas, y de ahí finalmente emprende la marcha a las estrellas.

Como es habitual en la ficción de Clarke, la caracterización de los personajes es mínima, y el diálogo embarazosamente pomposo, pero el relato consigue evocar un sentimiento infantil de asombro y maravilla. La investigación de Alvin es arquetípica en la ciencia fic­ción: la ruptura de un mundo cerrado, el descubrimiento de la ver­dadera naturaleza de la realidad; y el retorno con dones traídos de las estrellas que revitalizarán una sociedad estancada. Como El fin de la eternidad, de Asimov, lo mismo que tantas otras novelas de cf anteriores y posteriores, el libro de Clarke termina con una señal de optimismo: «En todas partes las estrellas aún eran jóvenes, la luz de la mañana persistía, y el hombre transitará nuevamente el ca­mino que recorrió una vez».

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El fin de la infancia, de ARTHUR C. CLARKE

findelaNovela sobre la trascendencia, con un título muy apropiado, este libro fue otro de mis preferidos en mi adolescencia temprana. En general se reconoce a El fin de la infancia (Childhood’s End) como la primera obra importante de Clarke (en 1951 había publicado Las arenas de Marte, que era una aburrida novela sobre la colonización espacial), y obtuvo el elogio de C. S. Lewis, entre otros, por su hábil mezcla de ciencia «dura» y misticismo religioso. Ambientada en un futuro inmediato, en una época en que están a punto de lanzarse los primeros cohetes espaciales tripulados, describe la llegada a la Tie­rra de seres extraños enormemente poderosos, conocidos como los «Superseñores». No obstante ese nombre temible, no se trata de un relato terrorífico de invasión y conquista violenta: los Superseñores de Clarke han venido para hacer el bien a pesar de nosotros mis­mos, y la novela demuestra de un modo convincente cómo benévo­los gobernantes extraños podrían instaurar la armonía en un pla­neta en guerra. Como joven lector, yo compartía esa ilusión, aunque hoy sus implicaciones me intranquilizan. Arthur Charles Clarke (nacido en 1917) es un escritor inglés que desde hace unas décadas decidió vivir en la ex colonia británica de Sri Lanka. En mis momentos de mayor incertidumbre no puedo evitar la sensación de que los Superseñores son una proyección idealizada de los burócratas del Foreign Office que otrora rigieran el Imperio Británico.

Pero hay una diferencia: estos «Superseñores» no son blancos. Durante cincuenta años se esconden de la humanidad y cuando por fin se dan a conocer, se produce una conmoción. «No había error posible. Las alas correosas, los cuernos, la cola peluda: todo estaba allí. La más terrible de las leyendas había vuelto a la vida desde un desconocido pasado. Sin embargo, allí estaba, sonriendo, con todo su enorme cuerpo bañado por la luz del sol, y con un niño que descansaba confiadamente en cada uno de sus brazos.» Esa historia me dejó atónito cuando leí la novela por primera vez. Ocupa la tercera parte del libro, y le sigue una larga descripción de la utopía científica según la cual los «Superseñores» han forjado un mundo sin problemas, unido y feliz bajo un único gobierno; el crimen prácticamente ha desaparecido, todos viven en ciudades ajar­dinadas, con todo el tiempo libre para dedicarse a las artes y a la ciencia. Me hizo suspirar de deseo, ¡qué racional, qué maravilloso!

Todavía ocurre algo más. Los hijos de esta utopía comienzan a tener sueños extraños, visiones nocturnas de soles lejanos, de plane­tas desconocidos. Bajo la tutela de los Superseñores empiezan a convertirse en algo que resultará incomprensible para sus padres. Están a punto de unirse a la «Supermente». En un gran clima metafísico, conmovedoramente descripto, toda la raza humana sufre una «metamorfosis inconcebible», se desprende de la carne para convertirse en un ideal platónico de la mente, que deambula libre­mente entre las estrellas. Los Superseñores observan esta metamor­fosis con cierta tristeza, ya que sólo cumplen el papel de parteros de esta reencarnación cósmica pero no pueden integrarse a la Super­mente. Pobres demonios.

Hoy la prosa parece ligeramente inmadura y los personajes poco convincentes, pero la historia todavía me emociona. Es un «mito» religioso universal para una época científica, el relato de un benigno Juicio Final en el cual las puertas de la Ciudad de Dios están abiertas a todos.

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