Viaje por España — Viaje por Italia — Viaje por Rusia, Théophile Gautier

[Voyage en EspagneVoyage d’ItalieVoyage en Russie]. Habiendo cumplido los treinta años, y sin haberse antes alejado nunca de París, Théophile Gautier (1811-1872) no había sin embargo cesado de viajar en sueños. Des­pués de su periplo por España en 1840, este gusto se transformó en una verdadera obse­sión: no volvió a tener «otra idea que la de reunir algún dinero y partir».

En 1845, se halla en Argelia con Bugeaud y comien­za a escribir una relación de su viaje, inte­rrumpido por los acontecimientos de 1848 y jamás vuelto a reemprender. En 1850 re­corre Italia, de Venecia a Roma y Nápoles. En 1852 parte para Constantinopla. En 1858 visita Rusia. En 1859, el «Journal Officiel» le envía a Egipto para la inauguración del canal de Suez; pero el viaje se malogró por un accidente y Gautier no pudo escribir más que algunas crónicas sucintas. Gautier cuenta sus viajes con una originalidad que renovó completamente este género. Hasta el fin, el autor no dejó de ser como un niño grande, loco de alegría por haber rea­lizado el más caro de sus sueños. Una «ge­nerosidad de admiración», como notó Ba­rres, le permite entregarse a todas las emociones que recibe, el no evadirse jamás, olvidándose completamente de sí mismo, ha­ciendo de su propia persona el pintor a la vez más exacto y más apasionado de los infinitos colores del mundo. «Soy un hom­bre para quien existe el mundo exterior», dice.

Dotado de una memoria visual extra­ordinaria, curioso de todo, registra los me­nores detalles de la realidad. Su misma mio­pía le sirve; pero cuando lo necesita, sabe dominar los conjuntos y encontrar siempre la comparación y la metáfora exactas, rea­listas, para sugerir en sus lectores la pre­sencia material de los objetos. Gautier viaja «para cambiar de piel», «para calentar el alma». El Viaje por España, que duró desde mayo a octubre de 1840, fue publicado pri­meramente con el título de Tras los montes en 1843. Este viaje fue, para Gautier, como una revelación mística: «Me sentía allí en mi verdadero suelo y como en una pa­tria vuelta a encontrar». En primer lugar España deja en libertad en él el sentimiento por la Naturaleza, consumido por su vida de París. Si sobre este país dirige una mi­rada tan verdadera, es porque antes hubo, entre España y él, un abrazo violento, una entrega total. Sin duda, al pasar los mon­tes, ya poseía su propia imagen de España, aunque fuera dentro del espíritu romántico. Pero España es rica también para Gautier en emociones más exclusivamente estéticas y religiosas: la catedral de Burgos, con las corridas de toros, fueron las más fuertes impresiones de su viaje y escribe que salió «embriagado de obras maestras y no pudiendo más de admiración».

No posee la fe, pero su sensibilidad ha sido fuertemente conmovida, el misticismo popular de una tierra tan pagana como cristiana está tan próximo a su concepción infantil de la reli­gión, que el mundo espiritual se hace pre­sente ante él, bajo el aspecto de figuras hu­manas, encantadoras o terribles. Sin embar­go España no ha respondido completamente a la imagen que él se había trazado: com­prueba con decepción los progresos de la civilización moderna y que las mujeres no tienen el «¡tipo español!». De España, Gautier conserva recuerdos inalterables y uno de sus mejores libros. Todas sus cualidades de escritor y viajero alcanzan ya su per­fección: ausencia de prejuicios, exactitud, ferviente realismo. — El Viaje por Italia apa­reció en 1852 con el título Italia. Si Florencia ha causado poca impresión a Gautier, si nota la «fisonomía tosca y ceñuda» de esta villa de placer y su aspecto de fortaleza que le da el aire de una «matrona austera, medio oculta en sus velos negros, como una parca de Miguel Ángel», es en cambio con­quistado inmediatamente por la luz y la tristeza de Venecia.

En este lugar de pere­grinación tan querido por los románticos, Gautier permanece dos meses. Su cuidado por la verdad es sin embargo más fuerte, aquí como en España, que sus admiracio­nes: nota las partes tristes del cuadro, las casas pobres, la ropa blanca tendida a secar en las ventanas, las callejuelas piojosas. «La casta esposa del mar es en verdad la ciu­dad más fastidiosa del mundo, una vez que se han visto sus palacios y sus cuadros»: un «bello sueño», ¡del que es preciso apresurar-se a despertar! Pero «la nostalgia del azur» no abandona a Gautier: en El Oriente (1877), en Constantinopla (1853) y en Lejos de Pa­rís (1865), se han reunido las páginas que consagró, en gran número, a los paisajes de Argelia, de Egipto y de Turquía. Siempre es la luz deslumbrante lo que le fascina, el exterior exótico, las «costas de Anatolia con las líneas suaves esfumadas por una bruma de luz», los alminares de Scutari, los encan­tamientos del Cuerno de Oro y de las riberas del Bósforo.

En la ruta de regreso está Gre­cia, y el encuentro de Gautier con Atenas es decisivo: ello acaba de desligarle del ro­manticismo y es una meditación sombría la que eleva desde la colina del Partenón, en donde le parece que «la idea de lo bello ha desaparecido de la tierra». Si fue sensi­ble a las tierras del sol, Gautier sabe tam­bién adaptarse fácilmente a los países del norte. Y su Viaje por Rusia (1867) es tan entusiasta como los precedentes. Encuentra allí también los colores fuertes que le mara­villan. El «vértigo del Norte» le hace excla­mar: «Nosotros, que pasamos la vida bus­cando el sol, nos sentimos arrebatados por un extraordinario amor al frío». Ante las iglesias ortodoxas, en las que «la luz en el punto saliente se concentra en una estrella que brilla como una lámpara», vuelve a en­contrar las emociones experimentadas frente al San Marcos de Venecia. Estos Viajes de­jan ver bastante claramente lo que Théophile tiene de sus contemporáneos y lo que le distingue de ellos radicalmente. Es ro­mántico, por su predilección por España y por Italia, por el placer que halla en las sensaciones fuertes y en el exotismo, por su sorprendente facultad de adaptación, por su agudo sentimiento de la naturaleza. Junto a ella adopta una existencia autónoma, una dignidad que no existía en sus contemporá­neos románticos: la naturaleza ya no es aquí lo que había sido en Rousseau y a menudo en George Sand y en Victor Hugo: un espejo privilegiado de los estados del alma.

Gautier olvida su «yo». Practica el culto de la rea­lidad pura, sin mezclarla en absoluto con las consideraciones arqueológicas o con fan­tasías metafísicas sobre el destino de la Hu­manidad, como hacía Hugo en El Rin (v.). De este modo introduce en la literatura francesa nuevos modelos de descripciones, de una precisión no igualada. Estos libros son todavía una permanente llamada a la evasión y tuvieron, sin duda, una gran in­fluencia en la pasión por el Oriente de Maurice Barrés, el último gran viajero román­tico francés. [Trad. del Viaje por España de Enrique de Mesa (Madrid, 1920)].