[Journal du voyage en Italie par la Suisse et l’Allemagne]. Diario de Michel de Montaigne (1533 – 1592), publicado póstumamente en 1774. El 22 de junio de 1580, Montaigne abandona su castillo, donde en el curso de nueve años de retiro había compuesto los dos primeros libros de los Ensayos (v.), da un rodeo hasta París y, después, desde Meaux, inicia su viaje para probar los baños más reputados contra su mal de piedra, y para ver tierras y hombres diversos. Se detiene para hacer una cura en Plombières, y a través de Mulhouse llega a Basilea y se vuelve a detener en las aguas de Badén; siguiendo el curso del Rin, contempla las cascadas de Schaffhausen, visita Constanza y llega a Augsburgo. Se dirige hacia el sur, pasa por Munich, el Tirol, Bolzano y Trento (donde ya comienza a oír hablar la lengua italiana) y entra en Verona el día de Todos los Santos.
En Venecia lo examina todo con suma atención, comenzando por las cortesanas. De allí se dirige a Bolonia y sigue el camino de la Toscana, hasta Florencia. Por Siena, Buonconvento y Viterbo llega el 30 de noviembre a Roma, donde se queda hasta el 19 de abril de 1581. Atravesando los Apeninos visita Loreto, entra en Ancona y Fano y se desvía hasta Urbino. Sigue a Pistoia, Lucca y los celebradísimos Baños de la Villa, donde permanece hasta el 21 de junio. A continuación visita los alrededores, admirando especialmente Pisa, y el 14 de agosto regresa de nuevo a los Baños. Allí se entera de que acaba de ser nombrado alcalde de Burdeos; vuelve a Roma, donde se detiene durante la primera mitad de octubre, y luego se dirige a Siena, Lucca, Sarzana, Piacenza, Pavía (cuya cartuja admira) y seguidamente marcha a Milán, la primera entre las ciudades italianas por su población, actividad y tráfico, que le recuerda París. Corre seguidamente hacia Novara, Turín, Susa y el Cenis; después sigue su ruta por Chambéry, Lyon, Limoges y el Périgueux; el último día de noviembre entra de nuevo en su castillo.
Se trata de notas particulares, dirigidas a sus familiares, y en principio dictadas a uno de sus criados; pero luego Montaigne toma la pluma y, finalmente, intenta incluso escribir en lengua italiana; «Assaggiamo di parlare un poco questa altra lingua…». Es un enfermo que va en busca de salud, indicando con precisión las curas y sus efectos, junto con las comidas y las comodidades que ofrece cada lugar. Las curiosidades de los vestidos, de los hombres, incluso los más humildes, le interesan particularmente. Con su escasa sensibilidad artística, no aparece como un peregrino esteta ni como romántico que se entusiasme ante las ruinas ni los paisajes. Las investigaciones arqueológicas le interesan escasamente; en Roma le atraen más la vida multicolor y distraída, las supersticiones populares, las pompas y las fiestas pontificias. Le seduce el hombre, con sus usos, pensamientos y diversas creencias. Sintiéndose más francés ahora que se halla lejos de la patria, sólo poco a poco se deja ganar por el encanto del país italiano. Sobre todo se siente subyugado por la Toscana, tierra de improvisadores y comediantes, donde los campesinos tocan el laúd y las pastorcillas tienen en los labios las poesías de Ariosto.
Es la Italia de fines del siglo XVI, en la que se mantiene un delicado arte de la vida, virtud antigua de los italianos, que se muestra mejor en la ociosa paz de final de siglo. Roma es el mundo, aunque apenas se encuentre allí la Antigüedad; la Toscana es la gracia, es la naturaleza encantadora y alegre como el arte. El tercer libro de los Ensayos, manual de humana sabiduría, aparecerá lleno de esta grata lección, de este armonioso sentido de la vida y del trato humano que Montaigne pudo disfrutar en su viaje por la vieja Italia.
V. Lugli
Gozo leyendo a Montaigne, del que estoy lleno: es mi autor. En literatura, como en gastronomía, hay ciertos frutos que se pueden comer golosamente, tan suculentos que el jugo penetra hasta el corazón. Montaigne es uno de los más exquisitos. (Flaubert)