Compuesta en 1818 y dedicada a su amigo y protector el archiduque Rodolfo, esta sonata de Ludwig van Beethoven (1770-1827) es una de las más gigantescas concepciones musicales que pueda recordar la Historia. Se la puede encuadrar en el ciclo de la producción beethoveniana afirmando que, mientras participa de los caracteres técnicos y musicales del último período (agigantamiento de las proporciones, construcción no por temas aislados y contrapuestos, sino por bloques de temas; intensificación del lenguaje contrapuntístico; riqueza y variedad tonal de las modulaciones con frecuente recurso de tonalidades rebuscadas y alejadísimas de la fundamental), desde el punto de vista de la expresión conserva, en cambio, los caracteres de energía viril y heroica propios del segundo estilo beethoveniano. En ella, la virilidad beethoveniana no se disuelve todavía en la mística trascendencia de sus últimas obras; y, con todo, es siempre una visión de lucha y de contrastes dramáticos lo que esta Sonata nos ofrece. La compacta grandiosidad de su estructura que no conoce esquematismos, sino que se genera según un intrínseco principio vital, hace dificultosa la descripción de su forma según los acostumbrados esquemas sonatísticos. No parece que se pueda seguir a la mayor parte de los comentadores que atribuyen función y dignidad de primer tema a la resonante exclamación que se inscribe casi como un epígrafe al principio de la Sonata y que se. distingue claramente de ella por medio de una larga pausa.
El tema se encauza poco después, como una melodía que obtiene de este epígrafe su ritmo característico, pero que en vez de encerrarse en las compactas armonías de grandes acordes da lugar a un estricto movimiento contrapuntístico de tres partes reales y en rigor académico será exactísimo llamar segundo tema, por su colocación en la exposición, a la figura tura a varias voces, en la dialéctica de su melodía — que la continuación de un fraseo previamente establecido, y no presenta ni sombra de aquellos contrastes que son necesarios a un segundo tema. En nuestra opinión, pues, el segundo tema o la segunda idea, como se prefiera, será la extraordinaria figura melódica que al discurso fogoso y disonante de la precedente sección opone un breve oasis lírico de paz y serenidad, con una melodía y una escritura en que está contenido en germen todo el arte pianístico de Brahms, con su ambientación armónica por medio de amplios y plácidos arpegios. No importa mucho que su posición de coda a la exposición haga de ella, en rigor, un episodio secundario o una especie de tercera idea accesoria, escasamente desarrollada. El «Scherzo», sobre una figura rítmica con un patético «trio» en menor y un episodio conmovido, es manifestación de un romanticismo maduro y consciente, como lo tendremos en Schumann. Comparaciones éstas que no son ocioso resultado de analogías eventuales, sino determinación de fuerzas fecundas en la historia del lenguaje musical según una dirección claramente reconocible. En tercer lugar está el «Adagio sostenuto», una de esas aladas liberaciones en la melodía pura que se hacen cada vez más frecuentes en el último Beethoven, paralelamente a la creciente complicación, en los movimientos rápidos, de la escritura contrapuntística. Primero es una melodía que se mueve pesadamente por grandes masas de acordes, que acrecen su resonancia en una especie de profunda coralidad. Después viene el desplegarse patético y puro de la melodía desnuda, tan alto que no consiente artificios de armonía, sino sólo el más sencillo, casi vulgar, acompañamiento.
Como se sabe, este «Adagio» estaba ya escrito hacía más de un año, dispuesto para su impresión, cuando Beethoven escribió precipitadamente a su amigo Ríes, que cuidaba de su grabado, que añadiese, o, mejor dicho, que antepusiera las dos notas con que ahora se abre. Ries se quedó estupefacto ante aquello: ¡añadir dos notas, al cabo de un año, a un «Adagio» de casi 200 compases! Y, sin embargo, hubo de reconocer su error cuando oyó el efecto de aquellas dos sencillas notas: las gradas de un templo, como fueron llamadas. Sigue un «Largo» introductor, en que la aspiración a la palabra, que tiene tanta parte en el último estilo beethoveniano, induce hasta al abandono de las barras de compás, para dar más libre desfogue a la fantasía rítmica del declamado, con exclusión de todo esquematismo mecánico. Como ocurrirá en la Sinfonía n.° 9 (v.), briznas del primer tiempo afloran a veces entre estos detalles vocales. ¿Y qué preludia esta página rap- sódica, errabunda, agitada, toda sobrecogida por el presagio de un inminente prodigio? El último tiempo de esta Sonata es una «fuga a tres voces, con algunas licencias», monumento de saber y de férrea organización contrapuntística y, al mismo tiempo, manifestación de una voluntad en acción que determina un movimiento irresistible. Con razón se observó que «después de la abismal profundidad emotiva del Adagio’, sólo una tensión otro tanto violenta del intelecto podía conducir de nuevo a la vida» (Bekker). La tensión existe, y formidable: jamás la música había asistido a una lucha tan violenta con el rígido determinismo mecánico de la materia, para extraer de ella el soplo de la vida.
Juzgada al publicarse como horrible y no pianística, esta gran página sigue siendo harto impopular, aunque sea difícil substraerse al efecto de su ímpetu compacto, de su violencia de elemento natural. Después de los cuidadosos análisis dados por Bulow y Busoni, es también posible aproximarse a los misterios de su íntima composición y admirar su extraordinaria lucidez de estructura. Consta de seis partes rigurosamente encadenadas y trabajadas con todos los artificios de la imitación canónica, por disminución y por aumento, por movimiento invertido, etc., aplicados alternativamente en las secciones en que se fraccionan el tema y el contratema, y en sus más diversas combinaciones. La primera parte es la exposición que por medio de una especie de «divertimento», casi «intermezzo» autónomo, desemboca en la segunda parte (aumento), que también termina en un libre «divertimento». La tercera parte es el «canon cancrizans» o canon de espejo, esto es, la inversión de los intervalos que forman el tema, permaneciendo firmes los valores rítmicos.
La cuarta parte es la inversión, es decir, el tema en movimiento contrario. La quinta es la más interesante. Consta de tres secciones — innovación, doble fugado y tiempo acelerado—, la primera de las cuales presenta un nuevo contratema, primero como tema de fuga independiente; «una ‘fughetta’ dentro de la fuga, algo así como un teatro dentro del escenario, en el que se representa una pequeña acción independiente, que al llegar a cierto punto interfiere y se suelda con la acción principal» (Busoni). Esta pequeña fuga, casi mero canon a tres voces, que se mueve llanamente por unidades de medida siempre iguales, es el único claro de serenidad y de paz en medio de la impetuosidad compacta del conjunto, como una pausa de reposo en el precipitado movimiento de la gran fuga. El tiempo acelerado da unidos los temas en su aspecto natural y el tema por movimiento contrario, elaborados con los artificios más diversos; hasta que, después de un compás de suspensión armónica, comienza la parte conclusiva. La parte polifónica de la fuga propiamente dicha termina 20 compases antes del fin, con la indicación «poco adagio». Estas últimas, en escritura armónica y rigurosamente pianística, representan en realidad la conclusión de toda la Sonata, la cual — no será inoportuno recordarlo — fue designada expresamente por Beethoven como Hammerclaviersonate, sonata para piano, esto es, con exclusión del clavicémbalo y de cualquier otro instrumento del siglo XVIII de cuerdas punteadas, en vez de percutidas.
M. Mila
Es una composición colosal, una libre fantasía, clarísima en algunas partes, compleja e inquietante en otras, de una independencia de formas como sólo el genio se lo podía permitir; es imposible determinar su unidad como no sea en un carácter común a todas sus partes: el intenso «dinamismo» y, por decirlo así, el desarrollo heroico del pensamiento. (Combarieu)