[De Religione Gentilium]. Tratado sobre la religión, del escritor inglés lord Herbert Edward of Cherbury (1583-1648), publicado en latín después de su muerte en Amsterdam, 1663, y traducido al inglés en 1709.
Son las primeras tentativas de establecer una comparación serena entre las diversas religiones; o mejor, una concepción religiosa que ve en sus varias formas históricas expresiones diversas de una intuición y fe fundamentalmente idénticas. El autor se vio impulsado a afrontar el problema de la religión de los gentiles, porque su sentido religioso se rebelaba contra la teoría corriente entre teólogos (inconciliable con su propia concepción de un Dios «óptimo y Máximo») de la condena de todos los gentiles a los suplicios eternos. El cuidadoso examen de las diversas religiones no cristianas le hizo descubrir un hilo para orientarse en el laberinto de tantos errores y supersticiones, consiguiendo establecer los cinco artículos fundamentales de creencia que en ninguna religión ni en ningún pueblo faltan nunca, a saber; que existe un Dios supremo; que ha de ser venerado; que la Virtud y la Piedad son las partes principales del culto divino; que hay que arrepentirse y corregirse de los pecados cometidos; que la bondad y la justicia divinas distribuyen premios y castigos, tanto en esta como en la otra vida.
Así, todas las religiones, tanto la cristiana como las paganas, pueden resolverse en estos elementos fundamentales de la «religión casta», que la defienden contra toda superfetación sacerdotal y contra toda revelación fabulosa o artificiosa “aceptada por el pueblo. Pero ocurre a menudo que incluso las personas más cultas y sensatas, al refutar tales deformaciones, involucran estos puntos fundamentales y se vuelven ateas. Puesto que todas las religiones se reducen a dichas doctrinas comunes, una revelación divina es superflua, y su admisión es gratuita. Un «laico gentil», a cualquier pretensión de los sacerdotes de imponer como oráculo o mandamiento divino otras exigencias del culto, pediría pruebas seguras que confirmasen que Dios es de veras el autor de aquellos oráculos y comunicaciones, a través de documentos irrebatibles. En otros términos, la revelación no es imposible, pero es prácticamente inexistente.
El Cristianismo, en general, es la religión mejor, porque sus dogmas son los que menos se separan de los cinco artículos fundamentales; pero de la concordancia sustancial «en la piedad y en todas las virtudes» entre cristianos y gentiles, son testimonio los polemistas gentiles de los primeros siglos del cristianismo. Es notable que el autor atribuya en muchos casos a la herencia de defectos físicos las culpas morales. Afirma por fin que la felicidad eterna es concedida a quienquiera que practique el bien, independientemente de su religión. Pese a que el tratado acabase sometiéndose a la censura de la Iglesia católica y ortodoxa, en la práctica parece ser que Herbert se conformaba más bien con la Iglesia anglicana y tenía un capellán en su casa. El tratado se resiente del carácter poco equilibrado del autor (v. Autobiografía).
A ideas y críticas originales, a geniales observaciones y a agudas comparaciones, surgidas de una erudición rica, se mezclan afirmaciones infundadas, diatribas y exhibiciones de sentimientos en nada superiores a los vulgares (por ejemplo, para inclinar al perdón de las ofensas, aduce el extraño argumento de que quien no expía sus culpas en la tierra será doblemente castigado en la otra vida). No encontramos ningún indicio de que conociese la obra de su contemporáneo Francis Ba- con. Las opiniones religiosas que expresó suscitaron al principio una hostilidad casi universal, seguida en el siglo siguiente de una exaltación igualmente inmerecida, que hizo de ellas «la carta fundamental del deísmo».
G. Pioli