Protágoras o de los Sofistas, Platón

Diálogo de Platón (427-347-48 a. de C.) perteneciente al grupo de sus primeros diálogos llamados socráti­cos. La vivacidad dramática de la discu­sión y la pintura briosa del ambiente so­fístico hacen de esta obra uno de los diá­logos platónicos de mayor relieve artístico.

Después de un coloquio de introducción en que un amigo le ruega a Sócrates que le refiera la conversación que tuvo el día anterior con Protágoras, Sócrates comienza su relato. El joven Hipócrates se presentó en su casa al apuntar el alba, muy excitado porque había sabido que Protágoras acababa de llegar a Atenas, donde se hospedaba en casa de Calías; Hipócrates quiere hacerse a toda costa discípulo del gran maestro, aunque haya de gastar en ello toda su hacienda. Sócrates, con su reflexiva sere­nidad, quiere entonces probar la consistencia de aquella resolución del joven; se levanta de la cama -y, paseando por el atrio con Hipócrates en espera del día, lo invita a contestar a preguntas acerca de su propósito: ¿Hipócrates conoce verda­deramente a Protágoras? ¿Sabe realmente lo que vale la enseñanza de un sofista? Se hace de día y Sócrates puede ver el rubor en el rostro del joven, que no acierta a encontrar respuesta alguna.

Sócrates e Hipócrates se van entonces a casa de Ca­lías, donde han fijado su residencia, ade­más de Protágoras, una porción de sofistas y secuaces de ellos. Sócrates nos presenta a algunos de los más célebres maestros: Hipias de Élida, que descuella en un eleva­do sitial; Pródicos de Ceos, que está predi­cando, todo envuelto en ropas forradas de pieles porque está resfriado, de manera que no se oye una palabra de lo que dice. Pro­tágoras en tanto pasea por el pórtico inte­rior, entre la reverencia admirada y algo cómica de sus discípulos. A él se dirige Sócrates, y le pregunta en qué consiste su enseñanza; y Protágoras afirma que la so­fística está en la base del progreso humano, y enseña la virtud política. En cambio Só­crates duda que esta virtud se pueda ense­ñar, comprobando que los grandes políticos no la pudieron transmitir a sus hijos. Para sostener su tesis Protágoras recurre a un mito, según el cual Zeus habría concedido a todos los hombres, para que pudieran convivir, la justicia y el pudor, bases de la virtud política.

La virtud sería, de este modo, innata; pero por otra parte, el so­fista añade, sin advertir su contradicción, que los padres la enseñan-a sus hijos, es más, que toda educación de los jóvenes tiende a formar en ellos aquella virtud y que si luego alguno no lo consigue, es por falta de aptitud y no de enseñanza. De este modo ha hecho Protágoras un largo discurso, en el cual ha implicado también en la virtud política la virtud moral. Sócra­tes aprovecha la ocasión para preguntarle si las diversas dotes éticas (justicia, santi­dad, sabiduría, etc.) son partes de la virtud o virtudes separadas; sigue en esto su acos­tumbrado método de conversación por bre­ves preguntas y respuestas, que conduce a profundizar dialécticamente las cuestiones, método que desconcierta al sofista, habi­tuado a seducir al auditorio más con su elocuencia que con la discusión minuciosa.

Protágoras, de todas maneras, responde que se inclina a la segunda hipótesis; pero su adversario le hace notar que esas pretendi­das partes separadas no pueden subsistir sino coordinadas y que todas deben redu­cirse a la sabiduría, como a principio co­mún. Protágoras se queda perplejo y apro­vecha la pregunta que le. ha dirigido Só­crates, esto es, si el bien y la justicia pueden subsistir juntos, para lanzarse a una disertación sobre la relatividad de lo útil. Viene un intermedio, provocado por la negativa de Sócrates a aceptar, como amigo de los discursos breves, las grandi­locuentes tiradas de Protágoras. Entonces se revelan las simpatías de los circunstan­tes: Calías se inclina respetuosamente por Protágoras; Alcibíades expresa, con un ím­petu que recuerda un célebre punto del Banquete (v.), su simpatía por Sócrates; Cricias quiere actuar de moderador; Hipias y Pródicos querrían tomar también la pa­labra, pero nadie les escucha.

Descartada por inoportuna la propuesta de escoger un juez para dirimir la cuestión, la discusión entre Protágoras y Sócrates se reanuda, con el método dialógico. Protágoras, a quien toca interrogar, para llevar la cuestión a un terreno predilecto suyo, se pone a exa­minar un canto de Simónides, en que el poeta, después de haber dicho que es «difícil llegar a ser bueno», reprueba a Pitacos haber dicho que «es difícil ser bueno». Só­crates propone ser él quien explique aquel canto, lo cual hace usando de artificios que imitan admirablemente el método de su adversario, obligando finalmente^ al poeta a significar con sus versos lo que él quiere, es decir que nadie hace el mal volunta­riamente. Pero termina diciendo que es mejor dejar a un lado a los poetas como gente que no contribuye en nada a la aclaración de la verdad. Después de este irónico juego con que Sócrates ha demos­trado saber superar a su adversario en ha­bilidad, Alcibíades y Cálias inducen a Protágoras a reanudar la discusión.

Ahora toca a Sócrates interrogar; y Sócrates, insidio­samente, pregunta a Protágoras si continúa siendo todavía de la opinión de antes. Pro­tágoras, ante semejante pregunta, adopta un término medio; y, contradiciendo en sustancia su tesis inicial, afirma que cua­tro de las virtudes (justicia, santidad, juicio y sabiduría) son semejantes entre sí, pero que el valor de todas ellas es diferente. Entonces Sócrates le objeta que si, como reconoce Protágoras, el verdadero valor pa­ra distinguirse de la loca audacia presupone sabiduría, también el valor sería sabiduría. Después de una artificiosa y vana tentativa de Protágoras para salvar su distinción con una forzada e impropia analogía entre fuerza-potencia y audacia-valor, Sócrates prefiere plantear el problema más general y esencial del bien. Al comienzo reduce el bien al placer, pero después determina con tal extensión los términos de placer y do­lor, que concluye de ello que expresiones como «placer dañoso» y «dolor útil» son impropias y se derivan de una valoración limitada de sus efectos, porque al deter­minar placeres y dolores es menester pen­sar en lo futuro; el acto no virtuoso no se deriva de vernos abrumados por el placer, sino de la ignorancia de la virtud consi­derada como ciencia que determina cuál es el mayor placer.

De esta manera, tam­bién el valor, en cuanto acto virtuoso, se reduce a la sabiduría, y por esto es seme­jante a las demás virtudes: y la virtud es una, no consta de partes diversas, y además no se puede enseñar. Protágoras queda derrotado, y Sócrates termina haciendo notar que las posiciones se han invertido y él ha terminado por sostener la tesis que su ad­versario no había sabido defender, ¡última ironía, que para defender la tesis del so­fista sólo sirva la dialéctica que había mos­trado sus puntos débiles! [Trad. española de Patricio de Azcárate en Obras completas, tomo II (Madrid, 1871) y en el tomo I de la reedición argentina (Buenos Aires, 1946)].

G. Alliney