Las Cerezas del Cementerio, Gabriel Miró

Obra del gran novelista español Gabriel Miró (1879-1930), publicada en Barcelona en 1910. Guillermo Valdivia ha dejado tras sí una estela de amor y temores, de simpatías y escándalo. Pero ha dejado también, en su ahijado Félix, la imagen que le pervive. Cuando Félix encuentra a Beatriz y Julia no hace otra cosa que continuar el hilo de unos amores rotos por la muerte violenta del padrino; cuando su vida — tan poco ex­traña, a pesar de todo — escandaliza a Dulce Nombre o a Lutgarda, el recuerdo de Gui­llermo mana entre sollozos; cuando el re­sentimiento de Silvio brota, oscuras sombras traen la memoria de un Koeveld vengativo o de un Lambert cínico; cuando la angina de pecho abate a Félix para siempre, hay una casual ocurrencia que da brillo heroico al vulgar accidente. La línea recta del ar­gumento es muy simple: Beatriz — casada con Lambert—, viejo amor de Guillermo, encuentra — andados los años — a Félix. Su hija Julia queda desplazada de esta teoría sentimental. El temor de unos amores adúl­teros hace que la familia trate de separar a los dos amantes. Todo inútil: en el cam­po vuelven a encontrarse. Surgen las pe­queñas dificultades que apenas significan nada: la beatería familiar, Isabel — la pri­ma bella y delicada —, Silvio — resentido, bajo —, el primo de Félix que acabará ca­sado con Julia. Todo esto es muy poco, nada, para una línea erótica que vemos en su extraordinaria simplicidad.

La novela no es otra cosa que la repetición de dos vidas en un tiempo muy limitado; de tal forma que las circunstancias no varíen, sean idénticas — personas, paisajes — y varíe tan sólo el personaje que vive: Guillermo o Félix. Más brillante y apasionado el primero, más dulce e ingenuo el segundo. Sin embargo, uno y otro con valores muy próximos y quemados, ambos, en la misma llama. Si tratáramos de caracterizar la trama novelesca, pensaríamos inmediatamente en trasmutación espiritual, en una metempsicosis cumplida con total adecuación. Los personajes de la novela es­tán trazados acaso demasiado esquemática­mente: el amor paternal en don Lázaro, la religiosidad simple en las mujeres, la ambi­ción en doña Constanza, la ruindad en Silvio, la brutalidad en Alonso el criado, el candor en Isabel. Otras figuras pasan muy episódi­camente — o muy necesitadas por el narra­dor—: Julia, la madre, la criada… Aparte Guillermo-Félix, Beatriz es la mujer tierna, enamorada, fracasada en su vida, necesitada de verter sus dulzuras y de recibir la voz o la mano amigas. La novela fija un hito en la obra del novelista. Hay en ella muchos elementos que Miró eliminaría más tarde; sin embargo, tal como es, nos interesa como punto de partida de un arte que habría de depurarse. Hay ahora cierta afectación, cier­ta pedantería libresca, cierta inhabilidad técnica. Algo de ello deberá ser cargado en la cuenta del modernismo. Hay que señalar cómo el Miró impresionista parte de jardi­nes galantes, de joyas preciosas, de aves decorativas y perfumes exóticos para llegar a la limpidez de El obispo leproso (v.). Pero ya aquí — tan pronto — un mundo dual que se repetirá siempre, un paisaje sentido, un léxico salpicado de provincianismos y la crueldad del hombre perturbando la armo­nía de la creación.

M. Alvar