A los años dedicados por Friedrich Schiller (1759- 1805) a la actividad histórica, sigue un período de intensa actividad filosófica, entre 1791 y 1795, período de recogimiento, de reorganización interior y de enriquecimiento de toda su personalidad, que de un momento de duda oscura y atormentada acerca de las posibilidades de su arte le conduce de nuevo a la serena claridad y, a través de la solución del problema estético, a la seguridad en sí mismo y a la fe en la poesía. El período comienza con un estudio a fondo de la filosofía de Kant, del que Schiller fue partidario, no solamente por estudio y teoría, sino también por íntima afinidad espiritual, porque en la filosofía kantiana encontró la afirmación y la justificación de su propio idealismo ético, que él desarrolló y transportó al campo estético.
Del valor objetivo del bien Schiller llega, en efecto, al valor objetivo de lo bello, puesto que — más allá del dualismo kantiano entre deber e instinto — reconoce en el fenómeno estético del arte puro la conciliación perfecta entre espíritu y sentido, ideal y naturaleza. Nacen así los ensayos estéticos, muy importantes para la comprensión de todo el arte de Schiller, en los que su pensamiento se ordena sistemáticamente según el método apriorístico kantiano, es decir, por deducción de puros conceptos de la razón. La línea general de estos ensayos es la siguiente: Schiller parte de la doctrina de lo «trágico» y sigue por la doctrina de lo «bello» hasta la de lo «sublime», a la que se junta lo «patético»; las dos formas mejores de la belleza y la sublimidad son «gracia y dignidad»; la fusión de estos dos conceptos constituye el ideal humano; el desarrollo de tal ideal lo da la «educación estética del hombre»; la representación del ideal estético es la «poesía, que es ingenua y sentimental».
Los dos primeros ensayos son fruto de un ciclo de conferencias, pronunciadas en Jena en 1791: De la razón del goce producido por argumentos trágicos [Ueber den Grund des Vergnügens an tragischen Gegenstán– den, 1791] y Del arte trágico [Ueber die tragische Kunst, 1792]. El tema de la tragedia es el eterno conflicto entre los dos mundos kantianos, sensible e inteligible, entre pasión y deber, en el alma humana. La finalidad de la tragedia es la elevación, que es uno de esos placeres que nacen por vía indirecta a través de la aflicción. Nace del sentimiento de nuestra impotencia frente a la representación del dolor, por el que siempre nos sentimos amenazados. El placer, en cambio, deriva del sentimiento de nuestra superioridad espiritual, que por encima de todo límite «sojuzga espiritualmente lo que logra someter a nuestras fuerzas sensibles». La elevación a la que nos lleva lo sublime no es más que la agradable conciencia de nuestra libertad metafísica. En la tragedia la razón de nuestro goce estriba en lo siguiente: que la vista de un ser humano, que «sufre profundamente como ser sensible», aunque «con la valiente reacción del espíritu», restablece la propia libertad de energía moral, nos eleva necesariamente, espoleándonos y fortaleciéndonos por una lucha semejante en la vida.
La primera ley del arte trágico es, por tanto, la representación de la naturaleza doliente: la segunda, la representación de la reacción moral contra el sufrimiento. En las Cartas a Christian Fottfried Kollner, de enero y febrero de 1792, que fueron llamadas Kalliasbriefe, ya que contienen el bosquejo de un tratado, que nunca escribió, y que quería titular «Kallias o la belleza», se considera la idea de la belleza en los fenómenos de la naturaleza. Belleza es definida «libertad del fenómeno», o por lo menos, ya que según Kant no existe libertad real en el mundo fenoménico, apariencia de libertad. Moralidad y belleza son conceptos análogos, puesto que tienen en común la libertad; pero en el primer caso se trata de libertad de la razón, en el segundo de libertad de la naturaleza. Aplicando la idea de la belleza a la naturaleza humana, se podrá decir que un carácter es bello solamente cuando «el deber ha llegado a ser para él naturaleza». Pero la naturaleza del hombre es doble, sensible e inteligible, y solamente cuando las dos naturalezas se armonizan perfectamente en él hay belleza; su libertad moral es entonces el carácter de la libertad natural. Esta teoría de la belleza la perfeccionó más tarde en los ensayos posteriores.
Los ensayos De lo sublime, De lo patético, Gracia y dignidad los publicó Schiller en su revista dramática «Thalia» en 1793. De lo sublime [Ueher das Erhabene] parte del principio que solamente el hombre moral es libre. La naturaleza nos dio como compañeros en la vida dos genios: el sentimiento de la belleza y el sentimiento de lo sublime. La belleza significa libertad, como quiera que los instintos sensibles coinciden con las leyes de la naturaleza; en lo sublime en cambio nos sentimos libres, ya que los instintos no tienen influencia sobre las leyes de la razón, y el espíritu actúa únicamente como si no tuviera otra ley que la propia. El carácter bello conserva* aun en la desgracia sus admirables cualidades, perqué, teniendo una capacidad moral que no está condicionada por la naturaleza, sigue siempre igual a sí mismo, y por ello contiene en sí toda grandeza sin necesidad de esfuerzo para alcanzarla. El carácter sublime, en cambio, puede elevarse con su fuerza moral por encima de toda limitación, pero solamente mediante un esfuerzo y una momentánea tensión. El sumo ideal al que nos dirigimos es el de permanecer en armonía con el mundo físico, guardián de nuestra felicidad, sin por esto vernos obligados a romper con el mundo moral, que determina nuestra dignidad.
Sin embargo, hay casos en los que el destino arrolla todo aquello sobre lo que se basa nuestra seguridad moral; entonces, al hombre no le queda más que refugiarse en la santa libertad del espíritu, donde no hay otro medio para tranquilizar el instinto vital que «querer el destino» y, para resistir a la potencia de la naturaleza sensible, nada más que «liberarse del cuerpo» mediante un sublime ímpetu moral. Con este ensayo enlaza el otro, De lo patético [Ueber das Pathetische]; aquí, la desgracia es artificial, solamente imaginada, por lo tanto el alma puede conservar frente a ella su absoluta independencia. Si el hombre se ejercita en lo patético (esto tiene lugar con el estudio de la tragedia) también sabrá resolver el dolor real en una emoción sublime. Lo patético es por lo tanto, algo como un injerto del destino inevitable, «por lo cual él mismo pierde su maldad». La tragedia, presentándonos imágenes patéticas de dolor y lucha de la humanidad con el destino, nos ofrece una ayuda para la vida real. Entonces el sentido de la tragedia ya no es el goce producido por el argumento sublime, sino una purificación espiritual. Es cierto que a ella se llega mediante el goce, que por lo tanto sigue siendo la primera ley del poeta, pero esto tiene un último significado humano que eleva el fenómeno estético a una esfera religiosa.
En el ensayo sobre Gracia, y dignidad [Ueber Anmut und Würde], los conceptos de belleza y sublimidad todavía están más desarrollados. Es aquí donde, por vez primera, se reconoce oficialmente y se define, frente al idealismo racional de la ética kantiana, el ideal clásico de la vida, con el que Schiller se opone al rigorismo kantiano, por el que el hombre moral debe matar sus sentimientos para obedecer al imperativo categórico del deber; y declara que, aun siendo cierto este principio, el hombre no actúa inmoralmente cuando su deber coincide con el sentimiento; mejor dicho, en esta coincidencia entre ley y voluntad, entre espíritu y sentido, hay una perfección moral. El alma, que gracias a tal armonía obedece jubilosamente a la razón, tiene dentro de sí esta belleza, que Schiller llama «gracia» y que también es libertad, puesto que el instinto sensible no sufre coacción, sino que armoniza espontáneamente con la ley inteligible. En esta «alma bella» no son morales las acciones una a una, sino todo el carácter. La armonía es, sin embargo, un ideal siempre amenazado por la potencia de los sentidos, a la que el hombre ha de contraponer la potencia de la razón; en tal lucha, el alma bella se transforma en sublime.
Esta afirmación de fuerza moral Schiller la llama «dignidad». Gracia y dignidad, belleza y sublimidad, no son por tanto opuestas, sino reflejos de un mismo ideal del carácter; por lo tanto, tendrían que existir juntas; solamente entonces «la expresión de la humanidad en una persona es perfecta, justificada en el mundo del espíritu y en el del fenómeno». La formación de este ideal humano y la representación estética del mismo en la poesía son objeto de dos ensayos más importantes, De la educación estética del hombre, en una serie de cartas (v.) y De la poesía ingenua y sentimental (v.). C. Baseggio – E. Rosenfeld
En sus ensayos históricos y filosóficos admiramos no solamente el vuelo del poeta, la frase del orador experto, sino también la inteligencia aguda del profundo pensador, la fuerza y la dignidad del hombre. (F. Schlegel)
Podemos decir que en estos ensayos las ideas son no tan descompuestas y analizadas como, si se me permite la imagen, talladas en facetas de manera que cada una de ellas recibe y refleja una nueva luz. Esto vale principalmente por la segunda parte de Gracia y Dignidad, donde se exponen las diferencias entre las varias especies de la manera de sentir y comportarse. Nunca, antes de entonces, se habían tratado estas materias de una manera tan pura, completa, y luminosamente perspicaz. (Humboldt)