Reunidos primeramente por su autor en siete volúmenes (1916-1918), constituyen la obra más viva de Miguel de Unamuno (1864-1936) y una de las producciones más típicas de la literatura española del siglo XX. El primer ensayo, En torno al casticismo (v.), aparecido en forma de artículos en la revista «España moderna», es uno de los principales documentos sobre la crisis de la conciencia nacional española que tomó el nombre del año en que tuvo lugar el desastre en la guerra de Cuba (1898); crisis que, como «todo implacable examen de conciencia», fue fecunda y condujo al propio Unamuno — uno de sus protagonistas — a un renovado amor hacia la «tradición eterna», que, por otra parte, aparece aquí ya anunciada en la simpatía hacia los grandes místicos y hacia el concepto español del amor. Al propugnar la europeización de España, pese a un vasallaje residual en las relaciones con ideologías extranjeras, aparecía implícita una fe en la robustez del alma nacional, que no se apreciaba entre los exaltadores confesionales del «casticismo».
Esta posición, no exenta de íntimas contradicciones, se desarrolla en una amplia serie de ensayos publicados en revistas y periódicos y recogidos después en los volúmenes Mi religión y otros ensayos (1910), Soliloquios y conversaciones (1911) y Contra esto y aquello (1912). En «¡Adentro!» (1900) se afirma que no es preciso trazarse un plan de vida: la vida misma crea el plan, viviendo. «Ser hombre de meta y propósitos fijos no es más que ser como los demás nos imaginan». «La ideocracia» (1900) precisa el anti intelectualismo y explica el futuro pragmatismo del autor. Es verdadera la idea que se realiza, y solamente lo es cuando se realiza. Lo importante no es poseer estas o aquellas ideas, sino pensar. «A lo que salga» (1904) clasifica los escritores en «ovíparos» y «vivíparos» y pone de manifiesto la predilección que Unamuno tiene por escribir sin seguir un plan preestablecido, «a lo que salga», como dice en «iAdentro!», libre de toda «deplorable idea del decoro», «Intelectualidad y espiritualidad» (1904) y «Los naturales y los espirituales» (1905) distinguen tres estados humanos: los carnales, es decir, el pueblo, que vive como los sonámbulos; los intelectuales, hombres del sentido común y de la lógica, sean teólogos o científicos: plúmbeos pedantes; los espirituales o soñadores, «que no toleran la tiranía de la ciencia y menos la de la lógica», discurriendo pascalianamente con el corazón.
Como dice en el ensayo «Sobre la filosofía española» (1904), es el propio sentimiento lo que hace toda la filosofía. «Nihil cognitum quin praevolitum». Es con una jaculatoria y no con un pensamiento lógico, con lo que se afirma la fe en Dios, esto es, la «Plenitud de plenitudes y todo es plenitud» (1904). A veces esta espiritualidad puede ser mejor comprendida por los carnales que por los intelectuales, por Sancho Panza (v.) mejor que por el bachiller Sansón Carrasco (v.). Y si Cervantes piensa más con éste que con aquél, nosotros seremos quijotistas y no cervantistas. Comprenderemos a Don Quijote (v.) mejor que le llegó a comprender Cervantes: «Sobre la lectura y la interpretación del Quijote» (1905), que viene a ser como la introducción a la Vida de Don Quijote y Sancho (v.). En un grupo de ensayos desde «La crisis actual del patriotismo español» (1905) a los titulados «Sobre la europeización» (1906) se precisa la posición de Unamuno respecto al problema nacional. Unamuno señala en lo que se llamaba «europeización», el espíritu científico intelectualista francés, al que contrapone la pasionalidad española movida por la lógica del corazón a la que «sería mejor llamarle cardíaca».
Así se ve arrastrado a descubrirse profundamente español, y como la «raison du coeur» es para él superior a la fría lógica, a la aspiración de «españolizar Europa» con aquel espíritu idealmente agresivo, sin el cual un pueblo no puede vivir. En Mi religión y otros ensayos se desarrolla en sentido aristocrático el sentimiento social de Unamuno. El pueblo no sabe cuáles son sus angustias y sus aspiraciones, y precisa luchar por él, contra él («Los escritores y el pueblo», 1908). Lo científico es una forma de democracia del intelecto: «se imagina que la jerarquía mental se forma, como la política, por sufragio». La base de tal democracia es la soberbia sin fundamento «tanto mayor cuanto menos razón se tiene para enorgullecerse»: «Cientificismo» (1908). Parece que ya se lee a Ortega y Gasset en La rebelión de las masas (v.).
En Soliloquios y conversaciones Unamuno se crea un problema sobre la misma ocasionalidad de su escribir para periódicos. Cae en la cuenta de que se repite («Soliloquio»)! pero a la vez piensa que también los grandes genios han sido hombres de escasas ideas. Por ello se opone al «tout comprendre, c’est tout pardonner»: «¿No podría ser que quien afecta comprenderlo todo es porque no entiende nada?». Y seguidamente, ataca la ironía. Los españoles no conocieron nunca la ironía ni tampoco el malhumor («Malhumorismo»). En este ensayo, como en la «Defensa de la haraganería», que es el «otium» sin el cual el trabajo carece de inteligencia, puede apreciarse nuevamente su nacionalismo crítico. En estos escritos, dirigidos a los sudamericanos, se revela particularmente la polémica antiprogresista. Contra esto y aquello es un libro cuyo éxito se debe, en buena parte al título, que hace sospechar una agresividad que en realidad no existe. Este título ha contribuido a la fama de hombre descontentadizo de todos y de todo, de que goza Unamuno, y que no está de acuerdo con su verdadera personalidad.
Precisamente en el primero de estos artículos («Algo sobre la crítica») dice que pocos hombres pueden considerarse «más blandos y más condescendientes que él». El primer grupo de ensayos, si bien no gozan de la fama de otras obras suyas, constituye, tal vez, la más auténtica expresión de la originalidad unamuniana. Asimismo, algunos ensayos de los que no se ha hecho mención, como «La locura del doctor Montarco» (1904), «Sobre la soberbia» (1904), «Soledad» (1905), «¿Qué es verdad?» (1906) y «El secreto de la vida» (1906), alcanzan un alto grado de plenitud lírica. Los segundos ensayos, no exentos de nuevos temas, aunque se resienten del profesionalismo periodístico que con anterioridad Unamuno había negado, están con frecuencia consagrados a la crítica impresionista y personalísima, no de libros, sino de hombres a través de sus obras: Ibsen, Kierkegaard, Flaubert, Rousseau, Taine, Carducci. Pero los ensayos que consuman plenamente la personalidad de Unamuno son La vida de don Quijote y Sancho (v.) y La agonía del Cristianismo (v.). Al comentar el gran libro de la raza y al examinar la significación del Cristianismo en el mundo moderno, el escritor llega a definir los aspectos de lo que se denominó la «paradoja unamuniana»: aquella armonía hecha de disonancias entre misticismo y laicismo, liberalismo y anti europeísmo, Edad Media y Humanismo, que constituye su originalidad como ideólogo y escritor.
F. Meregalli
Unamuno pertenece a la familia de Kierkeggard, de Brand, de Ibsen, de P. Loyson, de todos aquellos pastores intratables, sordos a todo lo que no sea la verdad dolorosa, su sed de dolor y verdad; con todos ellos, Unamuno es el heredero de ese mundo ideal que el protestantismo hubiera podido representar si hubiese mantenido su espíritu de protesta, si no hubiese caído en la hipocresía, si hubiese sido lo que habría debido ser, la religión del individuo y no el código de una secta. (J. Cassou)