[Le prix de la vie]. Problemas morales meditados a la luz de una concepción religiosa de la vida, por Léon Ollé-Laprune (1839-1898), publicados en 1894. A la pregunta: ¿cuál es el sentido de la vida?, el autor responde que la vida es singularmente preciosa, por el fin y por el uso que podemos y debemos hacer de ella.
En todo problema los datos consisten en hechos y exigencias del pensamiento; aquí los datos son: que de la vida «puedo» hacer lo que yo quiero, y en otro sentido, que «no puedo hacer» lo que quiero. Ahora bien, toda vida humana tiene por ley la de no poder subsistir en el abandono inactivo, ni en el aislamiento egoísta. Su objeto es «hacer el hombre» y «obrar como hombre». Llegar a ser para los demás fuente de bien, de vida, de ser, es el grado más perfecto de la existencia como vida intensa y universal. La vida humana supone una «idea» de la naturaleza humana que permita juicios de valor: no una noción científica, sino una idea-tipo, o ideal, pues el hombre trasciende la naturaleza. El hecho de la «obligación moral» constituye una tremenda novedad en relación a cuanto precede al hombre en la escala de la evolución. Es el deber, dato simple e irreductible, lo que explica y dirige la vida. La distinción entre lo que es y lo que debe ser no tiene sentido si no se reconoce a la naturaleza y al hombre un principio trascendente por el que los dogmas morales renacen a despecho de todos los esfuerzos por fundar una moral sin obligaciones (Guyau). La ley moral tiene una «autoridad» e introduce «un mundo de vida a través del sufrimiento y la muerte». Y todo está pendiente del viviente eterno y perfecto: Dios, en quien el deber es libertad. Sin duda en el mundo hay mucho mal: físico, intelectual y moral; y desgraciados los que no lo sienten, los «satisfechos».
Entrevemos así el significado y la misión moral del dolor, que es la de educar, formar al hombre: «Sin dolor no se vive en el amor». Él es el que alimenta la piedad. ¿Es, pues, buena o mala la vida? Si por bien se entiende que el ideal pueda ser fácilmente reconocido y alcanzado, entonces diremos que lo que da valor a la vida, aun al margen de la felicidad, lo que constituye la razón de las cosas, prevalece y se impone; de otro modo, ¿qué sería de la libertad, de la moralidad y del valor de la vida? Se ha llegado por algunos a pensar, en este caso, que el bien moral tiene por fin la especie, la humanidad, el universo, no el individuo. Pero la eminente dignidad de la persona moral nos hace afirmar la vida más allá de los límites actuales, en la esfera de lo futuro. La vida presente vale, pues, para el porvenir, al cual conduce y prepara; es un «medio» que, por lo mismo, es también un «fin»; la proyección de lo invisible, de lo eterno.
La renunciación, el sacrificio, la muerte, son la ley de toda vida creada, que señala lo que conviene hacer: querer el bien que Dios quiere, como Él lo quiere y lo hace. Fórmula comprensiva, fecunda y accesible a todos. La voluntad debe formarse a sí misma a fuerza de querer; pero su debilidad es ciertamente muy grande: necesita la ayuda de Dios. El deber impele al amor; y, por tanto, hacia el Ser al que el amor se endereza, y en el Ser en que la acción adquiere todo su valor. El amor entonces se llama religión: la cual crea entre el hombre y Dios una relación que la ciencia, la filosofía, la moral, por sí solas, no pueden establecer. Vivir en Dios e imitarlo no es retirarse de todo; nuestro objeto concreto en la vida de hoy y de mañana es el de osar encontrarse en un número selecto, y hacer cosas audaces, prestando servicios prácticos a la sociedad. Penetrada de platonismo, kantismo y cristianismo moral, esta obra de Ollé-Laprune ha ejercido una vasta influencia sobre los espíritus «fin de siglo» y representa una de las más sinceras reacciones ante los epígonos de aquel período.
G. Piou