El Defensor de la Paz, Marsilio

[Defensor Pacis]. Tratado de derecho civil y eclesiás­tico de Marsilio (o Menardius) de Padua (hacia 1270-1343), escrito en colaboración con Jean de Jandun (m. 1328), hacia 1324. La ocasión de escribirlo fue la aguda con­tienda entre Ludovico el Bávaro y Juan XXII, que lo excomulgó; en las peripecias de la lucha tuvieron gran influencia las atrevidísimas ideas de esta obra, que pro­pugnó el origen popular de la autoridad imperial, en contraposición a la papal. Sir­ve de base al tratado la concepción unita­ria del Estado, que no sólo tiene fines tem­porales, sino también espirituales, que lle­van consigo el derecho de intervenir in­cluso en la administración de la sociedad espiritual (regalismo). Las leyes se ori­ginan en la voluntad popular y de ella toman su autoridad, en una monarquía templada y de régimen electivo, reveladora e intermediaria de la voluntad divina; y el fin de las leyes, es el de dirigir al hombre al bien colectivo, supliendo las deficien­cias del individuo. Esta constitución del Estado, aseguraría la paz pública si no se entrometiese la Iglesia, especialmente el Papado, al que el autor denuncia violen­tamente.

No admite la institución divina de la Iglesia, ni la jurisdicción espiritual que de ella deriva, sino que basándose en las Escrituras y en la tradición le niega todo poder temporal y jurisdicción exter­na, hasta en el campo espiritual, a no ser que le sean concedidas por el Estado, que puede en cualquier momento retirárselas. La Iglesia queda, por tanto, reducida al orden estrictamente espiritual, esto es, a la administración de los Sacramentos. Ella puede exhortar y reprender a los fieles, hacer entrever la amenaza de castigos eter­nos, pero las herejías sólo pueden ser re­primidas por el poder temporal, que tiene también a su cargo el castigo de los ecle­siásticos delincuentes. El clero debe quedar sometido a la ley de pobreza, sin derecho a poseer inmuebles. Los bienes puestos a disposición de la Iglesia por los donadores, pertenecen en realidad al Estado, y están sujetos a impuestos. Se denuncian también los excesos de riqueza, las malas costum­bres del clero y la desigualdad entre los miembros de la jerarquía eclesiástica. En relación con el Papado, admite la supe­rioridad de Pedro sobre los apóstoles; el obispo de Roma no es el sucesor de Pedro, que es dudoso que estuviera en Roma, sino que es el sucesor de Pablo. La misión de proveer a los intereses generales del Cris­tianismo, no está confiada al Papa, sino al Concilio General, del que deben formar parte los representantes laicos, que son los que deben prevalecer, dada «la ignorancia del clero en materia religiosa».

Su convo­cación corresponde al emperador. Los fieles deben decidir las divergencias entre los prelados. La exposición doctrinal termina con una denuncia de todas las apropiacio­nes de autoridad y los abusos en el ejer­cicio del poder por parte de los Papas, tanto en el campo espiritual, como en el temporal, y va seguida de cuarenta y dos tesis, en las que se condensan las principales posiciones filosóficas y teológicas en defensa del tratado. Es el sistema más radical y coherente de regalismo y estatización de la Iglesia, pero concebido desde un punto de vista que quiere ser cristiano, más bien que católico ortodoxo. En el Defensor minor, la obra siguiente (1328, descubierta en 1903), Marsilio resume, precisa y agrava todavía en varios puntos estas conclusiones. En ella se profesa la soberanía absoluta de la ley, bien divina, bien humana: la Iglesia no puede aplicar sanciones coactivas, ni aun para salvar al mundo entero de la herejía; las excomuniones y la interdicción no se justifican en nombre del derecho divino. La primacía del Papa «puede admitirse por costumbre y tradición, pero no como un dogma necesario para la salvación eterna» y, puede, por tanto, ser revocado por un Concilio. En cuanto al matrimonio, la Igle­sia puede establecer en teoría todo lo que en relación con él está de acuerdo con la ley divina, pero dejando las soluciones prácticas al poder civil. El Defensor de la paz y sus autores, fueron refutados y con­denados por el papa Juan XXII en 1326, y más solemnemente en 1327, pero sus ideas, tanto políticas como religiosas, tuvieron gran difusión. Si los Reformadores del si­glo XVI ignoraron la obra, sus discípulos hasta nuestros días la han utilizado am­pliamente como «espejo fiel de nuestros tiempos». Las ediciones se multiplicaron (es notable la crítica de C. W. Prévité Ortan [Cambridge]), y se hicieron traducciones a varias lenguas.

G. Pioli