El Árbol de la Ciencia, Pío Baroja

Obra del gran novelista español Pío Baroja (1872- 1956), publicada en 1911. Con La dama errante (1908) y La ciudad de la niebla (1909) forma esta novela la trilogía de Las ciudades.

Es la breve historia de Andrés Hurtado desde que comienza los estudios médicos hasta el día —no muy lejano— de su muerte. Es una vida vulgar, como tan­tas, sin un atisbo de felicidad: una Facul­tad agria, una familia sin ternura y unos amigos sin generosidad. Este es el ambien­te próximo. El remoto, una visión de Es­paña que merece especial comentario. Estas circunstancias tan poco propicias, condi­cionan el vivir de Andrés Hurtado: ca­rente de fe, incierto en sus pasos, amargado de todo. Por eso, como nave desarbolada, se deja arrastrar por la vida. Sus modestas pretensiones son cubiertas lejos de la pro­fesión, que sólo le sirvió para odiar más a los hombres; en su oficio de traductor encuentra un acomodo independizado; jun­to a él, Lulú, la muchacha atrevida y hen­chida de ternura, llena los pocos días en que Andrés sintió cierta felicidad de vivir. Pero los tiempos malos se precipitaron de­masiado pronto: el embarazo, las rarezas de la esposa. Y el fin. Al nacer, muere el hijo; y en la mañana del tercer día, Lulú. A la hora del entierro, Andrés tampoco vi­vía: durante la noche se había envenenado.

El argumento de la novela carece de com­plejidad; tampoco hay desviaciones del tema central. Aparece, sólo, lo estrictamente ne­cesario; la apoyatura que la novela precisa para mantener nuestro interés. Pero es que junto a esta narración —tan esquemática­mente expuesta— hay una vida mucho más densa de la que Andrés Hurtado — como Lulú, o en cierto modo el doctor Iturrioz — son espejos y consecuencias. Esta es la maestría de Baroja: haber sabido unir dos planos absolutamente distantes: el de la realidad nacional y el de la ficción nove­lesca. Para poderlos unir ha sido preciso que el escritor — desdoblado muchas veces en el protagonista — haya vivido la exis­tencia de sus criaturas, y ese existir real del hombre Baroja es el que lleva de la pro­blemática de A. Hurtado a la problemática nacional del 98. La propia postura crítica del novelista está recogida en la postura amarga de su doble Hurtado. Mucho de lo que aquí se nos cuenta a propósito del joven galeno (la Universidad, los antiguos maestros, los pueblos donde se ejerce) lo encontramos años y años después en la autobiografía de las Memorias. Más que en otros ca­sos o — si se prefiere — con claridad ma­yor, una criatura literaria nos ha hablado del pensamiento del novelista y, al verlo caminar, pensamos en los Sitios y los días por los que Baroja anduvo de estudiante.

Si reconocemos valor autobiográfico a la novela — hasta el límite en que se le pue­de reconocer; de otro modo no pertenecería a este género literario— es más fácil com­prender cómo han podido unirse los dos planos distantes de que hablaba, y, levan­tada la vida casi imperceptible de An­drés Hurtado, nos encontraremos con esa otra visión más densa y consistente: la de España. España se refleja en una gale­ría riquísima de tipos y tipejos a los que habitualmente les falta toda idea de bon­dad o grandeza; exceptúense Lulú, Iturrioz, Ibarra o el ama, y tendremos una nómina de chulos, prostitutas, explotado­res y vividores de la más baja estofa. Si éstas son las gentes, su presencia colectiva no vale mucho más: el caciquismo’ la di­rige y la cobardía o el aprovechamiento obedecen. No hay espíritu, la inteligencia está embotada por politiquerías y toreros; en las clases dirigentes no se encuentra otra cosa que un yo hipertrofiado. Una Es­paña envejecida o, peor aún, con una reli­gión en la que los más ya no creían, una ciencia trasnochada, y unos valores le­vantados sobre bases de arena. Sólo están vivas la mentira, la envidia, la inmoralidad o las ideas menos nobles. Así cuando un hombre del tiempo quería conocer «el ár­bol de la ciencia» no permitía otros que los frutos del desconsuelo. La vida de Andrés cruzaba amargada sobre la superficie de la patria y de la contemplación de las tie­rras y el trato con las gentes; «la vida en general, y sobre todo la suya, le parecían una cosa fea, turbia, dolorosa e indomable». Por aquellos días, los pecados individuales y los colectivos habían llevado a España al desastre. Algo después, toda esta concien­cia de fracaso, fraguaba en la individua­lidad de Andrés Hurtado, que moría por no haber sabido vivir.

M. Alvar