[Die Liebe auf dem Lande]. Es sin duda la composición más lozana y original del cancionero de Jakob Michael Reinhold Lenz (1751-1792), publicada póstuma, junto con otros escritos del mismo, por Schiller en el «Musenalmanach» de 1798, gracias al manuscrito que le dejó Goethe. Escrita en «Knittelverse», verso libre de cuatro pies en pareados, característico de la poesía popular alemana de los siglos XV y XVI (Hans Sachs), que Goethe y los «Stürmer und Dránger» preferían para la narración y la sátira. La poesía, que probablemente es de 1775, desarrolla en un ambiente fantásticamente imaginado, pero a pesar de todo, en contacto con la realidad, el trágico epílogo del idilio goethiano de Sesenheim.
Hija de un párroco rural, como Friederike Brion, la muchacha amada por Goethe, la protagonista del relato de Lenz conserva la ingenua gracia y la incontaminada pureza de su modelo; como Friederike, vive sólo del recuerdo del que un día apareció en su casa, para robarle, cuando todavía era niña, el corazón. Y si los perfiles del semblante querido se han borrado ya casi de su memoria, la imagen espiritual del amado no la abandona nunca, lo mismo que dura en su corazón la virtud de su palabra de poeta y de amante apasionado. Como las mejores poesías de Lenz, tampoco ésta ha nacido de la inmediata experiencia de la vida dolorosamente sufrida bajo la protección del «eros» y con el sentimiento de ser un rechazado y un vencido, sino del recuerdo de una breve hora de paz y de felicidad huida para siempre. En la nostálgica llamada de la «realidad de los sueños que, innatos en nosotros, nadie verá nunca realizar», el poeta se dedica enteramente a su criatura. Desde el día del primer encuentro con Friederike, a quien conoció y frecuentó en su intimidad familiar pocos días más tarde de la marcha de Goethe, han pasado ya tres años. En la lejanía, la figura suave y melancólica de quien le había inspirado algunos de sus cantos más bellos, se confunde con la dolorosa de Cornelia Schlosser, la infeliz hermana de Goethe, que Lenz veneraba con afecto temeroso y afligido y con piedad profunda, como a la perfecta encarnación del ideal cristiano de la mujer grande en su silencioso sufrimiento, que él opone al ideal romántico del superhombre libre de toda ley divina y humana. Que no crea el hombre, en su orgullo titánico, que es sólo él la sal de la tierra: «la bondad, la paciencia de la mujer no tiene límites, como la eternidad».
Y así también en su plena humanidad dolorosa, es la muchacha cuya historia narra Lenz. Obligada por el padre a casarse con el joven teólogo que, introduciéndose como coadjutor en casa del párroco, ha sabido conquistarse con un sermón de gran efecto la simpatía del pueblo, donde poco más tarde consigue su parroquia, ella acepta con sumisión resignada su destino como un deber que la vida le impone. Con la cara oculta entre las palmas de las manos y mil serpientes en el pecho, se dispone para el tálamo. Al tipo tradicional de la mal casada opone Lenz un nuevo tipo: la mujer que, violentándose a sí misma, con corazón de madre, trata de elevar hasta ella al hombre que le ha sido dado por compañero. En contraste con la figura de la mártir que aparece envuelta en una luz celestial, el poeta ha colocado las dos figuras del viejo y del nuevo pastores, tratadas con crudo realismo. El padre nos es presentado en el momento en que lleva a cabo y bendice el inhumano sacrificio de su propia hija, mientras que el joven y «bien cebado» ministro, revela en su declaración a la esposa escogida entre todas, la grosería de su naturaleza de filisteo, para quien el matrimonio es sólo un medio de dar libre desahogo al apetito carnal contenido durante demasiado tiempo. En el breve espacio de cien versos Lenz nos ha dado, con un arte que ya preludia los más lejanos desarrollos del drama y de la novela social del Ochocientos, la historia de toda una vida.
C. Grünanger