[Super quatuor libros Sententiarum subtilissimae quaestiones earumdemque decisionesJ. Vasto comentario filosoficoteológico al Libro de las Sentencias (v.) de Pedro Lombardo, por el pensador, teólogo y político franciscano inglés Guillermo de Occam, o d’Ockham (alrededor de 1290-1349), compuesto en el período de su enseñanza en Oxford (1318- 1324). Los últimos tres libros, mucho más compendiosos, son probablemente una redacción de sus lecciones, compilada por sus alumnos. El «Doctor invencible» aquí se muestra como «venerabilis inceptor» de la «vía moderna», caracterizada por su «terminismo», renovación del nominalismo y más aún del conceptualismo de los siglos XI y XII, y por la disolución de la Escolástica (v.) como preparación al Humanismo (v.). Los «universales» no tienen existencia en el mundo de la realidad, y son solamente «términos». El «concepto» es un término que existe en el pensamiento anteriormente a toda expresión como un lenguaje natural.
Nada es universal en la naturaleza, pero puede hacerse tal por convención, las realidades exteriores no menos que las del alma. En el alma, lo universal es una cualidad subjetiva de la mente. Singulares por su naturaleza como las palabras, los conceptos existen en el alma como «imágenes», «pinturas» de la cosa, «ficciones» que, con todo, pueden representar todas las cosas de que son imágenes: éste es el universal objetivo. Todo nuestro conocimiento, hasta el intelectual, comienza por lo singular material; y todo lo real es singular. No hay, pues, lugar para el «intelecto agente» que desmaterialice la especie sensible, ni especie sensible que aproxime el objeto al espíritu. El conocimiento es intuitivo si se trata de existencia actual, o abstracto si sólo los términos están presentes al espíritu, sin certidumbre de la existencia actual. Ninguna cosa, por ser diferente de sí misma, tiene todo lo que posee, de una vez y del mismo modo; por lo tanto, sustancia y accidentes, materia y forma son tan singulares como el individuo. Si entre individuos de la misma especie hay semejanza substancial, ésta tiene lugar entre la existencia entera de ellos, no entre aspectos distintos entre sí. No habiendo en Dios distinción alguna de los atributos entre sí, y con la simplicísima esencia divina, aunque nosotros nos sirvamos de nombres y conceptos diversos para pensar en Dios y hablar de él, en realidad su inteligencia y su voluntad son la divina esencia misma. Sólo cuando se los predica con relación a las criaturas, se diversifican, pues el objeto de su voluntad se limita a las criaturas existentes.
Las ideas en Dios son las cosas mismas que Él conoce, no el medio para conocerlas. Él conoce lo que quiere, con certidumbre absoluta; pero su querer es libre, y las cosas permanecen contingentes. De la presciencia de Dios, sin embargo, es imposible hacer análisis, porque su simplicidad excluye toda psicología divina. Dios es voluntad; ésta es la causa primera de todo. Forma una sola cosa con su absoluta libertad y sólo en tal sentido halla una directiva en la inteligencia divina. Se reafirma de este modo la superioridad de la voluntad sobre la razón, característica del agustinismo inglés. Toda la ordenación del mundo es contingente; y por el hecho mismo de que Dios así lo ha querido, es justo y bueno, y no es que Dios lo haya querido, por ser justo y bueno por su naturaleza. Puesto que tampoco en el alma humana hay diferencia alguna real o formal entre su sustancia y sus potencias, y sólo hay en el hombre un alma y los diversos actos de ella, no se puede hablar de primacía en él, de la voluntad sobre la inteligencia, sino que los actos de voluntad son más nobles que los de la inteligencia. Occam rechaza por lo tanto el idealismo tomista con su primacía sobre la voluntad, la estructura tomista de lo real con su mecanismo del conocimiento, el análisis tomista del ser divino y hasta sus pruebas de la existencia de Dios. Occam prefiere como prueba de la existencia de Dios el argumento de la «conservación» de las cosas en el ser: porque si hubiese una infinidad de causas conservadoras nos hallaríamos ante el infinito actual, lo cual es imposible.
Con estas críticas radicales del tomismo, la época de las construcciones escolásticas queda superada, y la teología se desvincula de una determinada metafísica. El ser supremo trasciende nuestra capacidad de demostración, y sólo la fe nos da la certidumbre de su existencia; pero el Dios de la fe escapa por su simplicidad a todo análisis de nuestro espíritu. Ya en 1324 Occam fue invitado por la corte pontificia de Aviñón para responder acerca de su enseñanza; pero sólo después de su huida de Aviñón por motivos de oposición y rebelión disciplinaria, el autor fue condenado, y únicamente por esa conducta, no directamente por sus doctrinas, de las cuales la Comisión Pontificia había extraído 51 artículos, distinguiendo las ideas estrictamente filosóficas de las teológicas. Aun reprobando muchas de las primeras la sutil dialéctica y la habilidad evasiva de su autor hicieron difícil una condena categórica; en cambio, entre las teológicas, muchas fueron calificadas de falsas, erróneas y hasta heréticas. Con todo, es notable que la condena del conjunto del sistema de Occam, a pesar de ser el más radicalmente destructor y demoledor de los fundamentos del edificio de la teología racional, no fue pronunciada por la Santa Sede, sino por la Universidad de París en 1339, y de nuevo en 1340.
Pero como resultaron ineficaces todas las prohibiciones de ésta, y la doctrina de Occam, «via modernorum» prevalecía cada vez más sobre la «via antiquorum», finalmente, en 1474, la Universidad obtuvo que por decreto real fuese proscrita de la enseñanza la doctrina de los «nominales seu terministas» (con Occam a la cabeza) y reintegrada la de las «doctorum realium», con Aristóteles y sus comentadores. Pero ya en 1481 el fracaso clamoroso de aquel decreto provocaba un decreto contrario, con restitución de las obras, y orden «de faire savoir que chacun y étudiát qui voudrait». Mientras tanto lo que constituía el disolvente más pernicioso del nominalismo, la distinción absoluta entre el dominio de la fe y el de la dialéctica, había preparado el triunfo del humanismo y la Reforma.
G. Pioli