Las ciento veinticuatro cartas que desde el convento de San Mateo en Arcetri, Virginia Galilei (1600-1634) escribió a su padre, no fueron publicadas hasta nuestra época bajo el cuidado de Antonio Favaro (Florencia, año 1891). Comprende el último decenio de la vida (10 de mayo de 1623-10 de diciembre de 1633) de la hija natural del gran hombre de ciencia, y nos transportan con suave y sencilla intimidad a la vida de un convento del siglo XVII. Sobre ese fondo destacan las figuras de Sor Celeste y de su padre, con sus mutuas y afectuosas solicitudes e intercambios de obsequios. Galileo muestra solicitud no sólo por su hija, sino por todo el convento. En efecto, allí llegan de parte suya melones y sandías, cidras y otras clases de frutas exquisitas y vinos de las mejores calidades; y, a petición de Sor Celeste, para ella o para alguna compañera enferma, pollos, queso de Holanda, lacticinios, carne de cordero, gallinas, caza de todas clases. Otras veces se trata de dones más espirituales: envío del Ensayador (v.), petición de un breviario, de una colección de cartas familiares (cuando Sor Celeste, tan vivaz y elegante escritora, se convierte, por decirlo así, en secretaria del convento). Pero es sobre todo «la afición a las cosas comestibles» lo que confiere a las cartas una tierna y casi infantil ingenuidad. Se entrevén algunas figuras de hermanas de refinado paladar, y en cierta ocasión todo el convento anda revuelto y regocijado por el envío de una cierva de parte de la Gran Duquesa María Magdalena.
Pues Sor Celeste va registrando los principales acontecimientos, a menudo para pedir consejo o ayuda a su padre: si es menester un buen confesor, o si hay que proveer un gasto para obtener una habitación para ella sola; si una hermana como enloquecida, intenta suicidarse, o si hay que poner bastidores a una ventana (y en este caso Sor Celeste expresa «cierto temor» de dirigirse a su padre «porque la obra es más de carpinteros que de filósofos»); otras veces el tono es sereno, de tranquilo idilio, como cuando describe minuciosamente el huerto, pero sin ninguna intención literaria, antes bien con la misma placidez con que dos renglones después, comunica a su padre que trabaja ella demasiado porque sus compañeras están «in purga». Estas sencillas confidencias filiales van unidas al más profundo afecto, varias veces manifestado con palabras conmovedoras: «compararía a vuestra señoría con el pelícano, que así como él, para sustentar a sus hijos se arranca a sí mismo las entrañas, así vos para subvenir a las necesidades de vuestras queridas hijas, no tendríais reparo en privaros de cosa que os fuera necesaria». Y habla ciertamente en nombre de las demás hermanas, pues todas muestran solicitud por el gran hombre de ciencia, y del mismo modo que Celeste tiembla por la salud paterna y no descuida ocasión, leve o grave (amenaza de enfriamiento o peligro de peste), para ayudar en lo posible a su padre con sus consejos o con el envío de remedios, así todo el convento, con ocasión del proceso romano de la Inquisición, sigue con ansiedad los acontecimientos y espera, rezando, las noticias, y cuando Galileo (julio de 1633) ha obtenido ser trasladado a Siena, hay allí un júbilo universal «porque la madre abadesa, con otras muchas, al enterarse de esta noticia, corren a su encuentro con los brazos abiertos y llorando de ternura y de alegría».
Pocos meses más durará el tierno epistolario. Ningún acontecimiento de consideración se advierte en la apacible vida del convento, fuera de la lastimosa enfermedad de una joven hermana tuberculosa «la más hermosa que haya habido en Florencia de 300 años acá». La última carta es una explosión de júbilo por la noticia de que a Galileo le ha sido concedida licencia para trasladarse a Arcetri: «…y no soy la única en alegrarme porque todas estas hermanas, por su favor, dan señales de verdadera alegría, así como muchas han compadecido mis penas. Le estamos esperando con gran deseo…». Era el mes de diciembre de 1633. El 2 de abril de 1634 Sor Celeste ya no existía.
C. Muscetta