Cartas de Pascal

Esta colección epis­tolar publicada, con excepción de las cartas íntimas, en una gran edición de Bossut el año 1779, contribuye eficazmente al com­pleto conocimiento de Blaise Pascal (1623- 1662.), permitiendo seguir paso a paso su evolución espiritual. El hombre se nos mues­tra aquí por entero: hermano afectuoso, jo­ven sabio imbuido de una confianza abso­luta en la razón, actitud que más tarde calificará de simple orgullo; hijo conmovido por la muerte de su padre pero que ya sabe encontrar el refugio consolador de lo sobre­natural, y, finalmente, director espiritual fogoso y rígido, según se nos manifiesta en su correspondencia con la señorita de Roannez. Las primeras cartas de Pascal son las de un matemático y físico; en la misiva- dedicatoria al canciller Séguier, a propósito de la máquina aritmética, el joven Pascal proclama sin reservas su entusiasmo por una ciencia que no considera simplemente teóri­ca, sino también dirigida a las aplicaciones prácticas, y que deberá integrar «las clari­dades de la geometría, de la física y de la mecánica». Por entonces, su preocupación se centra en los problemas del vacío, ocupándose de ellos en sus cartas polémicas de 1647 dirigidas al P. Noel, como también en la que envía este mismo año a su cuñado, M. Périer, a quien le pide que repita en el Puy-de-Dóme las experiencias de Galileo.

La correspondencia nos permite también acompañar a Pascal por el camino que le lleva a la conversión, que hará de él un cristiano y místico; transformación que no se produjo de un modo súbito. La carta que, en 1652, dirige a Cristina de Suecia, anunciándole el envío de la máquina aritmética, aparece todavía, como la dirigida al canci­ller Séguier, insuflada de una pasión cientí­fica completamente profana. Y, entonces, en el momento que parece ya ligado completa­mente al «mundo», Pascal se enfrenta con la inquietud religiosa: su hermana Jacqueline se hace monja y, con tal motivo, Blaise visita con frecuencia a los hermanos de Port-Royal. Su viva impresión la confía a su otra hermana, Madame Périer, en las cartas de 1648, donde ya aparecen ciertos grandes temas de la «Apología», como son el de la absoluta primacía de la gracia en la obra de la salvación, y el del simbolismo espiritual de todas las criaturas, piedra an­gular de su futura exégesis. En 1651, Pascal pierde a su padre y, después del luctuoso hecho, con tal motivo, envía a Madame Pé­rier una gran carta-sermón, demostrativa dé la inquietud religiosa que se ha apode­rado de este «mundano»; en ella desarrolla la doctrina de la omniprovidencia divina y conmina a su hermana a acallar su dolor poniendo toda su confianza en las realidades de la gracia, hasta ver la muerte del padre encajada en ese plan divino, donde todo es adorable. No obstante, Pascal observa una existencia «mundana»: viaja y, al mismo tiempo que acaba el modelo definitivo de su máquina aritmética, mantiene corresponden­cia con el sabio Fermat sobre la teoría de las probabilidades (1651-1652).

Entre las car­tas escritas después de la «conversión», po­seen gran valor las dirigidas a la señorita de Roannez, hermana de un amigo suyo; aquí Pascal se nos muestra, como director espiritual y tenaz acosador del alma vaci­lante, inclinado a la dureza y violencia es­pirituales, haciendo a veces caso omiso del Evangelio para arrancarle más pronto su consentimiento. Y así escribe para confir­mar a la joven en su vocación religiosa: «No hace falta saber si se tiene vocación para salir de este mundo, sino solamente si se tiene vocación para vivir en él, y huelga pedir consejo sobre si se está llamado a abandonar una casa apestada o incendiada.» De estas cartas, que datan de 1656, sólo se conservan fragmentos, dominados por la misma tónica de completo abandono a los designios de la Providencia. A menudo, nos tropezaremos aquí con frases en donde late el espíritu y estilo de los Pensamientos (v.); en una hermosa página, Pascal proclama su fidelidad católica al Papa, porque, según dice, el cuerpo nunca puede vivir sin la cabeza, y todas las virtudes, austeridades e incluso los martirios son estériles fuera de la Iglesia. Algunas cartas de sus últimos años nos descubren su estado espiritual de entonces: Pascal se desliga paulatinamente del mundo y su piedad irrumpe ya en los dominios del rigorismo, desaprobando, por ejemplo, el ansiado matrimonio de su so­brina, porque — le escribe a madame Pé­rier — «la condición de un matrimonio ventajoso es tan envidiable a los ojos del mun­do como vil y perjudicial ante Dios». Pa­rejamente, en una carta a Fermat, ataca las mismas matemáticas que en sus primeras epístolas adoraba, afirmando que son, sin duda, un elevado ejercicio espiritual, pero completamente inútil. No obstante, en 1658, poco antes, todavía lo vemos entregado a una correspondencia pública sobre los pro­blemas de la cicloide, con sabios como Huyghens, Carcavi, Sluse, el P. Lalouére. etc… La correspondencia de Pascal ofrece, pues, una diversidad en armonía con la persona­lidad de su autor y, aunque no nos descubra a un Pascal ignorado u oculto, nos sirve para completar el conocimiento de sus obras, poniendo de relieve la perfecta unidad del hombre con sus trabajos.