[Lettres de femmes]. En esta obra suya aparecida en 1892 y completada por otros dos volúmenes, Nuevas cartas de mujeres [Nouvelles lettres de femmes] y últimas cartas de mujeres [Derniéres lettres de femmes], publicadas respectivamente en 1894 y 1897, Marcel Prévost (1862-1941) se sirve de la forma de confesión epistolar para introducirnos en el mundo galante y sentimental que constituye el fondo de sus novelas. Es toda una galería de mujeres, que por medio de una carta o de un diario, sondean en su corazón, analizan sus actos y sus sentimientos, abren su yo más íntimo, o intentan velarlo con una máscara ambigua que no engaña al lector avisado. Son colegialas que, con una ingenuidad completamente artificial, indagan en el libro ignoto de la vida y del amor; jóvenes esposas que cuentan sus primeras experiencias dulces o amargas; bellas señoras que se las componen entre el marido y el amante, según los impulsos del deseo, del orgullo, de la avidez o del aburrimiento; son mujeres que en su ocaso son acometidas de accesos febriles de pasión, aunque sea por sus maridos, en quienes descubren su último amante; son mujeres expertas en amor que aconsejan a las novicias; son las abandonadas que se desesperan, o que se apaciguan con la maternidad; son las desengañadas que se suicidan, amigas malignas, madres juiciosas o locas, mujeres de hoy y mujeres de ayer; solteronas o monjas; mujeres que suplican o que se acusan, que provocan o que se defienden.
Hallamos en estas cartas a la abuela que reprocha al confesor de su nieta recién casada su excesiva severidad, a la muchacha inglesa que escribe la teoría del «flirt»; a la camarera fiel que se sacrifica y condesciende a todos los deseos de su amo para tenerle alejado de su ama, atenta a ocupaciones extraconyugales; y a la mundana de buen corazón que dicta a su amante una imposible carta de ternura hacia la esposa lejana. Leemos las informaciones acerca del novio que la novia ha pedido a la amante de él, y vemos cómo una mujer y una amante pueden entenderse gentilmente, para ahogar los escándalos que el hombre oficialmente compartido por las dos, suscita con una tercera mujer. Estamos siempre dentro de los confines de un mundo falso y artificial del «fin de siglo», abierto a todas las curiosidades menos nobles, ignorante de la verdadera pasión. Prévost se mueve en ese mundo con el arte en que es maestro, infundiéndole su gracia sentimental y la habilidad de las frases que lo dejan adivinar todo sin perjudicar jamás el sentido de las conveniencias.
E. C. Valla