[Canto d’Igea]. Es, juntamente con Embrujo (v.) una de las más conocidas y bellas poesías de Giovanni Prati (1814-1884); la única perla sacada de las turbias y espumosas aguas del poema Armando (v.), en la que expresa el elegiaco anhelo del protagonista por curarse del morbo romántico. La oda empieza con un desfile de los hombres a los que Higea, personificación de la tierra madre y regeneradora, concede «los cándidos tesoros del sueño y de la mesa»: pastores, agricultores, artesanos, pescadores y guerreros. Pero el Espíritu, lanzado como un caballo enloquecido, y rotos los necesarios y armoniosos vínculos con el cuerpo y con la realidad, se agota en su mismo atormentado trabajo sin fin, hasta que se quebranta como la cuerda demasiado tendida de un arco. De este morboso desequilibrio el hombre vuelve a levantarse tan sólo reconquistando la benéfica armonía entre las fuerzas del espíritu y las del cuerpo, bebiendo en la «copa de la vida» que Higea tiene en su «rosada mano»; permitiendo, en el contacto regenerador con la naturaleza madre, que le lleguen a él las fuerzas desparramadas en los infinitos y dispersados elementos del mundo físico y natural. La belleza de esta poesía está, por decirlo así, en su clima; en estos estremecimientos de germinal frescura que acompañan las imágenes del renacimiento del hombre en contacto con la grande e inagotable naturaleza. La unidad de la inspiración y del motivo compensa la fluida aproximación y la abundancia de las imágenes y del ritmo. Carducci la comparó a un coro de Sófocles; de todos modos es cierto que numerosos críticos le atribuyeron un significado histórico-literario muy amplio; casi el de un preludio a los vastos y jocosos sentimientos naturalistas y pánicos de la lírica italiana sucesiva, cuyo ciclo se abre con las Odas bárbaras (v.) de Carducci y se cierra con el Alción (v.) de d’Annunzio.
D. Mattalía