Del trovador tolosano Guilhem Montanhagol (1229-1258) han llegado hasta nosotros catorce composiciones líricas (canciones, serventesios y una «tengon» con Sordel). De estas canciones algunas reflejan la espiritualidad del período albigense y son comparables a las Poesías de Peire Cardinal (v.) si bien mucho más moderadas en el tono; aunque son también una elocuente protesta contra los rigores de la represión católica de la herejía. Pero en la historia de la tradición trovadoresca, la poesía de Montanhagol es importante porque representa un intento de renovación del espíritu y las formas tradicionales. El concepto trovadoresco del amor se espiritualiza en Montanhagol. Ya casi todos los trovadores, que entienden el amor esencialmente como un estado de «devoto vasallaje», como una condición del «homenaje» del amante a la dama, consideraban por otra parte el amor como factor de elevación moral, como fuerza que purifica, ennoblece, vuelve cortés, «elegido», incluso a los más villanos (v. Versos de Guillermo IX). En Montanhagol este concepto se reafirma y se define; y el amor es entendido como «virtud» en sentido religioso, «santificante». Todo elemento sensual, o si se quiere, mundano, es desterrado del amor por Montanhagol. «No ama — dice— quien invita a su dama a la culpa. El amante no debe querer de ninguna manera lo que pudiera deshonrar a la mujer a quien ama» [«Nuls om vo val»]. «El amor — dice aún — no es pecado, sino virtud que hace buenos a los hombres malvados y mejores a los buenos». De manera que el poeta llega a una afirmación nueva y radical: «D’amor mou castitaz»; «del amor deriva la castidad», porque quien en amor pone todos sus pensamientos no puede obrar mal [«Ar ab lo coinde»]. Los conceptos y las fórmulas son, como se ve, del «Stil nuovo» (v., y v. Poesías de Sordel).
A. Viscardi