Buscón, Francisco de Quevedo y Villegas

Novela picaresca de Francisco de Quevedo y Villegas (1580-1645), publi­cada en Zaragoza en 1626, pero escrita se­guramente muchos años antes, en una fecha que según las diversas opiniones de los crí­ticos, basadas en referencias internas y ele­mentos documentales externos, va de 1601 a 1608. La fecha más probable de compo­sición parece ser el 1603. La novela, cuyo título desarrollado es Historia de la vida del Buscón llamado don Pablos ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños, se conoce también con el título de Historia y vida del gran tacaño y más brevemente El gran ta­caño. Debió de circular durante muchos años manuscrita, y uno de esos manuscritos, no autógrafo, titulado La vida del Busca­vida, por otro nombre don Pablos, fue ha­llado en la biblioteca de Menéndez Pelayo y presenta tales diferencias con la redac­ción impresa, evidentemente expurgada por la censura, que autoriza a creer que se trata de la versión original, y como tal fue edita­da por Américo Castro en 1908. Nos en­contramos ante una de las expresiones más originales de la picaresca. Publicado des­pués del Guzmán de Aljarache (v.) y del Marcos de Obregón (v.), el Buscón remata la fase formativa del género, porque, aunque el texto original de la novela sea anterior a dichas dos obras, es imposible que Quevedo no se aprovechara de las mismas para la versión definitiva. Ciertamente la influencia preponderante es la del Lazarillo de Tormes (v.) a la que se asemeja por el plan general y la extrema simplificación de los episodios. El «buscón» o «pícaro» que refiere su historia es Pablos de Segovia (v.) que también empieza hablando de sus padres: un barbero ladrón y una bruja y alcahueta que no están de acuerdo sobre el oficio que habrán de dar a su hijo, pues el primero quisiera encaminarlo hacia la profesión li­beral de ladrón y la segunda quisiera que siguiese las huellas maternas.

Pero Pablos aspira a una vida mejor y es enviado a la escuela, donde pronto conoce la maldad de los compañeros, que le persiguen con abier­tas alusiones a los méritos de sus padres. Sin embargo, empieza su ascensión haciéndose amigo de don Diego, hijo del caballe­ro don Alonso Coronel de Zúñiga. Durante una cabalgata carnavalesca, el caballo de Pablos coge, al pasar, y se zampa, un repo­llo del puesto de una verdulera. Surge una pelea, los estudiantes son objeto de una ro­ciada de hortalizas y Pablos, que sale me­lancólico y apestoso de la batalla, se libra de las iras de los suyos por la muerte del caballo (cuyo grotesco retrato es una de las páginas más célebres de Quevedo) y se refugia en casa de don Diego. Junto a éste es enviado al colegio para que sea su cria­do, según la costumbre de la época. El dó­mine Cabra (v.) (otro retrato célebre) que aborrece el pecado de la gula e incluye en el mandamiento «no matarás» perdices, ca­pones y demás animales, mata de hambre a sus colegiales, que salen de la escuela más muertos que vivos y, después de una larga convalecencia, son enviados a la Uni­versidad de Alcalá. En el camino pagan el primer tributo a la astucia de los «picaros» que en la Venta de Viveros, aprovechándose de su inexperiencia, se hacen pagar la cena dejándolos en ayunas y burlados. Pero la peor parte toca a Pablos que, en Alcalá, sufre las terribles burlas con que los es­tudiantes acogen a los recién llegados. Las crueles experiencias inclinan el ánimo de Pablos, al mal, y «bellaco con los bellacos», se convierte muy pronto en maestro de las bromas estudiantiles: se une con el ama de la posada en perjuicio del huésped y roba también a ella, haciéndose entregar, como destinados a la Inquisición, los pollos a los que la mujer llama «pío, pío», con el nom­bre del Papa; se distingue en juegos de manos y hazañas de todas clases e incluso llega a robar las armas de los corchetes y alguaciles. Un tío suyo, que ejerce el hon­rado oficio de verdugo, le escribe desde Segovia que ha tenido el dolor de ahorcar a su padre y que su madre se encuentra en las cárceles de la Inquisición de Toledo.

También don Diego ha recibido una carta en la que su padre le ordena que vuelva a Segovia sin llevarse a Pablos. Ambos se separan y Pablos vuelve a Segovia para re­coger la herencia paterna. Durante el cami­no tiene los más extraños encuentros: cae primero sobre un «arbitrista», es decir, uno de aquellos juristas de encrucijada que pro­ponían proyectos generalmente extravagan­tes para resolver los negocios públicos, que piensa — entre otras cosas — resolver la guerra de Flandes secando con esponjas el mar que impedía la toma de Ostende. Des­pués de dejar al «arbitrista», acompaña a un espadachín (alusión al célebre maestro de armas Pacheco de Narváez) que, con el libro en la mano, pretende colocar golpes infalibles con ayuda de la geometría, pero es puesto en fuga por un ignorante mulato (alusión al espadachín Francisco Hernández «el Mulato»); encuentra luego a un poeta clérigo (alusión a Godínez o a Valdivielso) que ha escrito un poema de cincuenta octa­vas para cada una de las once mil vírgenes y una comedia cuyos personajes son los animales del arca de Noé; topa en fin con un soldado matasiete que exhibe sus saba­ñones como heridas recibidas en combate y con un pío ermitaño que no tolera es­cuchar blasfemias y, por pura humildad consiente en olvidar la tonsura por las cartas, pero tiene tal habilidad en las ma­nos que los despoja a todos. Llegado a Se­govia, Pablos ve los despojos de su padre que «esperaba comparecer abundantemente, dividido en cuartos, en Josafat». El final vergonzoso de sus padres y el oficio infame del tío le impulsan a cortar las amarras con su familia y, cobrada la herencia, consis­tente en 300 escudos, se va a Madrid. Su compañero de viaje es don Toribio (v.), un «hidalgo» tan pobre como orgulloso que es­conde su desnudez bajo la capa. Don To­ribio le enseña el modo de vivir a expensas del prójimo y, llegados a Madrid, le intro­duce en una cofradía de picaros que viven de robos y timos. Tampoco allí necesita Pablos muchas lecciones y pronto se pone en acción. La primera víctima es un con­discípulo de Alcalá, el licenciado Flechilla, a quien hace que le invite a comer, prometiéndole los favores de una mujer; al salir de casa de Flechilla topa con dos mujeres de las que «piden prestado sobre su cara» y las engaña haciéndose pasar por un rico caballero.

Pero la vieja Lambrusca que asis­te a la cofradía vendiendo los objetos roba­dos y procurando a los asociados cuellos y baberos a falta de camisas, es detenida y denuncia al grupo. Pablos, que acaba en la cárcel con los demás picaros, experimenta la vida de la cárcel y sus amarguras. Con lo que queda de su herencia corrompe a sus guardianes y se libra de los rigores de la celda; se hace amigo del carcelero, se finge pariente de su mujer, acusada de ser judía y al fin, después de comprar hasta al escribano, es puesto en libertad sin la acos­tumbrada publicación de la culpa. Al salir de la cárcel va a vivir en una casa donde hay una joven casadera y contando milla­res de veces los pocos escudos que le que­dan y con otros expedientes, le hace creer que es un gran señor. Pero una noche, mientras se dispone a llegar hasta ella, cae del tejado, le detienen por ladrón y le apa­lean. Libertado gracias a la ayuda de un portugués y un catalán rivales suyos, deja la casa sin pagar las deudas y hace que le detengan unos falsos agentes de la Inqui­sición, entregándose luego a una vida de galanteos, con los medios que le proporciona su habilidad de tahúr. Está a punto de con­traer matrimonio con una rica dama, bajo el nombre de Felipe Tristán, cuando se en­cuentra con su antiguo patrón, don Diego Coronel, quien le reconoce, y una noche, con un subterfugio, le hace apalear. Una vez sano, se encuentra sin dinero por­que entre tanto le han robado sus cómpli­ces. Recobra entonces los ropajes de pícaro y pidiendo limosna se dirige a Toledo. Allí, repuesto otra vez, topa con una compañía de cómicos y, presa de los hermosos ojos de una farandulera, se hace actor y luego autor de comedias. Disuelta la compañía, se pone a cortejar monjas y se dirige a Se­villa, donde se vale de su habilidad de tahúr. Un antiguo condiscípulo de Alcalá, llamado Matorral, le introduce en los am­bientes de la mala vida sevillana y en un encuentro con los corchetes, los truhanes limpian «dos cuerpos de dos esbirros de sus almas malditas» y se refugian en una igle­sia. La última transformación de Pablos es la de rufián, y entonces decide trasladarse a América con su taifa «a ver si mudando mundo y tierra mejoraría su suerte». Las últimas palabras de la novela prometen una segunda parte que nunca fue escrita. Son evidentes las analogías del Buscón con sus predecesores: es la misma aventura del desheredado, del «homo naturaliter» que desde el fondo anónimo de la vida asciende la escala social y denuncia sus hipocresías y miserias. La técnica es francamente pri­mitiva y señala una vuelta a la «picaresca pura» del Lazarillo, es decir, a la narración lineal, sin incisos novelísticos ni digresio­nes morales.

Los tipos del Lazarillo se mul­tiplican sobre una línea de deformación caricaturesca y la trama descarnada ofrece al autor un conjunto de elementos que lle­gan a enlazar, y casi tallar de nuevo con su vigor, un tipo de sátira de Danza de la muerte (v.); no se trata ya de la identi­ficación de una humanidad inquieta con sus contrastes, sino la denuncia de una socie­dad que ha alcanzado los extremos de la decadencia moral. El estoicismo senequista de Quevedo adopta actitudes cínicas y pa­radójicas. Lo extraño, lo macabro, lo gro­tesco, lo repugnante, se mezcla en barrocos contrastes plásticos y verbales que colocan el realismo picaresco sobre un plano de au­téntica creación; es un mundo que ya no contiene nada real, un verdadero sueño poblado de objetos virtuales, un repertorio de imágenes audaces y completamente nue­vas. Por ello, contrariamente a lo que afir­maba Américo Castro, puede decirse que esta fantasía en negro participa del espíritu moderno hasta un punto desconcertante.

C. Capasso

Dejábase arrebatar con -frecuencia del to­rrente del mal gusto (de un mal gusto dis­tinto del de Góngora), no por anhelo de dogmatizar, sino por genialidad irresistible, que le llevaba a obscuras moralidades sen­tenciosas, a rasgos de la familia de los de Séneca, a tétricas agudezas, que convierten su estilo en una perenne danza de los muertos. (Menéndez y Pelayo)

Un desmesurado equívoco que no acaba con las palabras sino que invade el mismo fondo de la acción. (A. Castro)

Quevedo, autor de obras místicas, creyen­te seguro y fervoroso, introduce en la sociedad española el sentido de la irreveren­cia, del escepticismo y de la profanación. Leyendo a Quevedo se tiene la sensación de encontrarse en un mundo aparte. Por deducción, por analogía, ampliando indefini­damente los sentimientos sugeridos por el autor, llegamos a subversiones de valores, a destrucciones de valores a las que no había llegado Quevedo; pero por cuyo de­clive — para llegar hasta aquí— nos había puesto Quevedo. (Azorín)

Sabe decir todo lo que quiere, y hablar y escribir pueden haber sido sus mayores alegrías, después de la acción; en aquella su frase encabritada y gallarda, las palabras nacen unas de otras y se animan con un misterioso transformismo; un gran regocijo verbal se nota en el ritmo de su estilo: no es fuente que mana, sino caprichoso chorro que salta y se sacude en el aire. Un repi­queteo de palabras, un estropearse de ideas contrarias, un estado agudo de la mente… Y con todo, Quevedo también sabe callar cuando es oportuno. (A. Reyes)

Quevedo, como Fernando de Rojas, como Santa Teresa, como Góngora, da la impre­sión de estar creando en cada momento el lenguaje en que se expresa… ¡Qué vocablos nerviosos y linajudos, como potros finos, los de Quevedo! ¡Qué rápidas y perfectas cópulas de sustantivos y adjetivos! ¡Qué salto de elipsis, qué trágica bacanal en el hipérbaton!… ¡Y aquel impulso frenético que fuerza las nociones vestales y a causa de que los mismos verbos intransitivos se vuelvan violentamente, prolíficamente tran­sitivos!… En medio de esta orgía de fuerza brilla de pronto la inteligencia hecha mali­cia, con el frío esplendor de una navaja es­pañola, en la revuelta confusión de un fan­dango popular.             (E. D’Ors) Es una novela que pudiéramos llamar primitiva, ingenua hasta la crueldad, libre de postizos y subordinada a la esbeltez y al interés del relato. (Cortés) Tan variado, contradictorio, móvil, agi­tado e incongruente como su vida es el es­tilo de Quevedo. Rico como la vida; como ella, plegándose a todas las formas. Existen sólo dos escritores en España (sus dos es­critores máximos) ante cuyo estilo no se duda: Cervantes y Quevedo. (Astrana Marín)

Quevedo en el Buscón, más que un cua­dro de humanidad picaresca, ha trazado con extraordinario ingenio, amenidad y amar­gos escorzos, una muñequería entre grotes­ca y trágica, en caricatura, de deformado realismo… Quevedo va más allá de cuanto es cínico, doliente, amargo o trágico, con la impasibilidad de un jugador genial, sin la menor señal de compasión. El Buscón es uno de los libros más agudos y al mismo tiempo más inhumanos que se pueda ima­ginar; asusta, junto a sus extraordinarias dotes literarias, la indiferencia del autor al jugar con el dolor y la muerte. (A. Valbuena Prat)