Baladas Populares Inglesas y Escocesas, F. J. Child

Bajo este título, F. J. Child publicó, entre 1881 y 1898, una edición crí­tica en cinco volúmenes de 305 baladas en sus diferentes versiones. Entre las numero­sas colecciones de antiguas baladas inglesas ésta es la más importante. El término «bai­lad» puede referirse a una composición poética cuyas estrofas aparecen ligadas por el estribillo, o sea por un mismo verso o dístico final común a todas, como también a una composición de carácter narrativo pero escrita en estrofas líricas para ser can­tadas. Esta homonimia tuvo su origen en Inglaterra y se explica por la lenta evolu­ción de la balada, que no adopta una for­ma definitiva hasta finales del siglo VIII. Más tarde, se trató de escapar de este con­fusionismo creando la palabra «ballade» (con el acento sobre la segunda a) para referirse a la primera forma, y, en Italia, designando la segunda con el nombre de «canción épico-lírica», pero sin que ningu­na de estas expresiones fuesen admitidas por el uso, determinándose la divisoria del simple contexto o aplicando el calificativo «popular». Estas baladas populares forman parte del inmenso dominio de la poesía folklórica: poesía simple, elemental, que no se ocupa de los grandes problemas ni da salida a profundos sentimientos. El pue­blo la crea o la transforma, a través de la tradición oral, con variantes sucesivas, a medida que el canto va de boca en boca y se transmite de uno a otro país. El gé­nero baladas se distingue, primero, por su carácter de relato y, en segundo lugar, por la simplicidad de la música que le acom­paña.

Sus temas, generalmente, se caracte­rizan por su extremada simplicidad: relatos de hadas, historias de amor de desenlace casi siempre trágico, relatos de aparecidos, odios y amores inextinguibles, cabalgatas a través de las vastas llanuras de Inglaterra o de las salvajes montañas de Escocia, aven­turas de mar y de caza, etc. El paisaje de fondo más corriente de las baladas es el bosque («the green wood») y el mar («the white foam»); en cuanto a la época del año, es manifiesta la predilección por «el mes más hermoso de todos: mayo», revelándose bastante menos frecuente, contra­riamente a lo que hacen suponer las imi­taciones de baladas antiguas del siglo pa­sado, la elección del invierno. Respecto a los temas, unos se ligan a acontecimientos y personajes históricos, otros a simples fan­tasías o a fábulas inmemoriales sin que fal­ten los relacionados con hechos diversos o basados en crónicas, pero esta variedad de temas no afecta para nada a la unidad de estilo, idéntica para todas las baladas y caracterizado por una acción reducida a sus elementos más simples y en donde todo o casi todo se confía al diálogo. Se trata de cuadros de colores elementales, sin matices de ninguna clase: el vino es rojo como la sangre, la sangre roja como el vino y lo blanco siempre es de nieve. Por lo general, un solo objetivo le basta a la fantasía del autor anónimo, pero esta fantasía, que a tan poca costa se satisface, siempre está al acecho de los pequeños detalles, y se recrea en lo menudo y secundario: un tra­bajo de análisis al que los autores popula­res no saben escapar y que, de rechazo, infunde a la balada un encanto delicado y sutil. He aquí la cabalgata del caballero herido y de la joven doncella que ha sal­vado: «La ayuda a subir a un corcel blan­co como la leche, y monta en su caballo tordo; un cuerno de caza cuelga de su cos­tado; se alejan lentamente. Bajo la clari­dad de la luna, cabalgan y cabalgan hasta, que por fin, llegan a una limpia fuente. Allí, echan pie a tierra; echan pie a tierra para beber en la clara fuente, pero el agua se tiñe con la sangre roja que mana del corazón del caballero y ella se horroriza. —¿Qué es eso, lord William? Temo que os hayan matado, —Sólo es la sombra de mi capa roja que se refleja en el agua clara».

Imágenes así resisten al tiempo, imágenes que encontraremos de balada en balada, em­papadas de poesía viva y perdurable, y en torno de las cuales se tejen las tramas más diversas. Ellas son las que infunden a estas composiciones todo su encanto. En el cam­po de la métrica, el «corpus» de las bala­das parece relativamente pobre. El metro más frecuente es la «common measure» o «common metre», ritmo que se corresponde aproximadamente con el de un cuarteto de versos alternados de 10 y 7 sílabas, de los que habitualmente sólo riman los pares. Este metro típicamente inglés en su des­arrollo, es, sin embargo, de procedencia la­tina, y tiene sus orígenes en la reducción del metro goliárdico («goliardique» en el original), que servía para los himnos ecle­siásticos, tratándose, por lo tanto, de un metro esencialmente lírico a propósito para ser cantado. Otros metros bastante corrien­tes son la «long measure» o «long metre», muy parecido a un cuarteto de versos de 10 sílabas que riman de modos diversos, y la «short measure» o «short metre» semejan­te a dos versos de 7 sílabas, uno de 10 y otro de 7 sílabas, con rima únicamente en los pares; metro este último de origen francés. Conviene advertir que las baladas, lejos de adaptarse estrictamente a estos es­quemas rítmicos, suelen más bien utilizarlos como punto de partida; de este modo, cada balada puede ofrecer una variación debida, lo más a menudo, a la influencia de la música; en este caso, el relato se con­fía a los versos impares y los pares se re­ducen a la simple notación silábica de una frase musical con palabras que nada o casi nada tienen que ver con el texto. En otros casos, por el contrario, son las palabras las que prevalecen interpolándose o añadiéndose versos para los que, por lo gene­ral, la música se repite o admite simple­mente una melodía de acompañamiento.

Numerosas son las baladas que han llegado hasta nosotros sin la música correspondien­te. En tales ocasiones, debe presumirse la presencia de ella, que, en su origen, fue simple música de acompañamiento traduci­da en palabras en el «burden», serie de versos siempre regulares, entre los cuales se encajaba la estrofa narrativa. La mayoría de estos versos no son de origen antiguo, como los que aluden a’ la alegría de los campos en flor, elogios de la primavera, ru­mores del agua y del viento, conmmemoraciones en villas y pueblos (temas demostra­tivos de la costumbre de cantar baladas en las fiestas de mayo y en las de cada loca­lidad). Más que de un estribillo, se trataba a menudo de un contra-canto elemental, contrariamente a los «burdens» rimados, de origen muy antiguo. Al coleccionarlas, las baladas inglesas han sido agrupadas en ci­clos, que sólo corresponden a una clasifi­cación según el contenido y no ateniéndose a una verdadera unidad, excepto las bala­das de Robín de los bosques y las Baladas fronterizas (v.). A partir de Robín de los bosques, los demás héroes que entran en la celebridad, son Sir Patrick Spens, Edom de Gordon, Johnnie Armstrong y Sir Cauline, sin gozar, claro está, de la notoriedad del primero. Mencionemos también en este grupo la balada Chevy Chase (v.). La fama de estas baladas se debe más a su valor artístico intrínseco que al renombre popu­lar de sus héroes y, sobre todo, a las imi­taciones que de ellas se hicieron en el siglo pasado, como la Balada del viejo ma­rinero (v.) de Coleridge, calcada de la Ba­lada de Sir Patrick Spens (v.). En el si­glo XVIII, las imitaciones fueron innumera­bles, especialmente tras la aparición de la recopilación de Percy (v. Reliquias de la antigua poesía inglesa) que difundió por Europa la fama de las baladas inglesas y escocesas.