[Sous la lampe]. Colección de ensayos de Léon-Paul Fargue (1878-1947), publicados en distintas fechas y revistas y reunidos en 1930, de idéntico modo que Intervalos [Espaces], otro volumen de ensayos dado a conocer por el mismo año. En la primera parte, nos encontramos con una especie de arte poética de Fargue; concepción fogosa y llena de ímpetu de un artista que, como él mismo confiesa, «ama la inteligencia que se alimenta de carne». Poesía libre para la vida, pero jamás anárquica, como tampoco desdeñosa del paciente trabajo, sino de ese «modo» certero que sabe hacerla natural. Aunque algunos trabajos se resientan un poco de su validez temporal por circunscribirse demasiado a circunstancias de la época — 1920 —, Fargue sigue revelándose en ellos el anticonformista de siempre. Así, por ejemplo, cuando ironiza contra la moda de los viajes, que, por entonces, hacía furor: «Basta ya de viajes, esa manía de perturbado sentimental o de advenedizo… Te crees libre porque marchas, y te llevas las muelles zapatillas hogareñas», o cuando la emprende con algunos consagrados grandilocuentes, como Barrés y D’Annunzio, «sosas bellezas de la literatura».
A Léon-Paul Fargue le bastan unas cuantas líneas para revelarnos la íntima personalidad del escritor a quien estima, por ejemplo, Apollinaire. ¡Y con qué temblor evoca la época de su juventud, aquellos tiempos «en que vivían los maestros», maestros que se llamaban Verlaine o Mallarmé y a quienes los jóvenes discípulos, como Fargue, respetaban y escuchaban devotamente, dispuestos, si era preciso, a dar su vida por ellos! Tiempos de finales del XIX, época del dandysmo literario y de los modales delicados, refinados. Inspirado por esta nostalgia de su adolescencia, el Fargue que nos habla aquí es el visionario envuelto en las sombras, el paseante del pasado que sabe infundir a la banal realidad una dignidad misteriosa y lejana. Pronto nos sentimos penetrados por la finísima y delicada sensibilidad que alza estas apariciones enmarcadas en un halo de silencio; después, un poco desorientados, nos tropezamos con trabajos despreocupados y chocantes, algunos de ellos buenos, pero de todas formas, demasiado fáciles: audaces travesuras del paseante noctámbulo. El contraste es demasiado brusco y, a veces, el lector puede tener la impresión de enfrentarse con un charlatán callejero o un voceador de feria. He aquí un rostro que sólo dice su secreto cuando se identifica con el del evocador emocionado. No es dudoso asegurar que Fargue sabe tan bien como el lector la relativa importancia que puede concedérseles a estas especies de fanfarronadas, que quizás sean la máscara con que Fargue oculta a los inoportunos lo más íntimo de su propio ser.