Como en las otras novelas que forman la trilogía de «La lucha por la vida» (1904), nos presenta Baroja un mundo abigarrado, en el que pululan incansablemente los tipos más diversos. Esta última narración de la trilogía trae ya la total liberación de algún personaje ya conocido, Manuel —por ejemplo—, hijo de Teseo que unifica el desarrollo novelístico; la ruina de otros, el Bizco, animalidad irrefrenada en las novelas anteriores; la pérdida borrosa de otros, como Roberto, cuando el sueño se ha hecho carne y se ha convertido en cotidiana costumbre. La novela apenas es una supervivencia de las anteriores: a esta liquidación de tipos habría que añadir la revisión de otros ya convertidos en historia (la Justa, la Violeta, la Flora, etc.). El desplazamiento se ha producido con la propia elevación de Manuel, en el momento mismo de su asentamiento como impresor, y el novelista ha necesitado dar una vuelta totalmente nueva a sus narraciones y llenar con una idea aquellas pobres vidas que tenían — ahora — un sentido superior a la búsqueda de las estrictas monedas de cada yantar. Pero la idea que viene a coordinar tanta voluntad dispersa es la del anarquismo; y precisamente para que este anarquismo tenga vida es necesario buscar tipos que lo sustenten. Manuel, el aparente protagonista, está ya lejos de las gentes entre las que vivió y con las que convive; su ideal tras la lucha de años había sido alcanzar unos minutos de sosiego: «Manuel podía estar después de comer algún tiempo charlando».
Le queda un poso insobornable de bondad, de desear el bien para los demás, de fidelidad a las gentes que fueron tantos días su compañía, pero la violencia y el rencor repugnan cada vez más a su alma. Por eso es necesaria la salida de nuevas gentes que alienten con brío. El primer encuentro es el de Juan. Juan era hermano de Manuel. Su carácter era dulce y sumiso en oposición a la violencia y altivez de su hermano. Por eso los tíos que cuidaban de ellos decidieron la línea más clara y cómoda, para ellos al menos: Manuel pronto fue devuelto a la madre y, por ello, le conocimos en la fonda de doña Casiana; Juan debía encontrar acomodo en un seminario. Sin embargo, las cosas variaron contra toda previsión: Manuel acabó frenado por la vida; Juan no volvió al seminario, se hizo vagabundo, caminó con mendigos, se alió con rufianes, siempre con una impoluta bondad en su corazón. Barcelona y París fueron sus metas; aprendió dibujo y escultura y, cansado de barquinazos, un día recaló en casa de Manuel. La injusticia acabó llevándole al anarquismo y allí — minero obsesionado — quiso encontrar el oro en el alma del hombre, pero el oro no apareció. Su vida tuvo mucho de abnegación, de ensueño irrealizable, de amor sin posible correspondencia, pero todo fue inasequible en un mundo donde el fraude, la trampa y la ignorancia, lastraban los vuelos más limpios. Un día de mayo, la tisis le dio descanso para siempre, mientras su cuerpo debía responder a una requisitoria de detención.
En torno a esta figura y a la Aurora, taberna luego adjetivada con Roja, salen toda clase de anarquistas: soñadores, arribistas, resentidos, hampones… gentes de muchos pelos y de idéntica procedencia, casi siempre. Y en el fondo, unas buenas intenciones que los vividores hacían degenerar en empresas comerciales personalísimas, cuando no hostiles a la ideología que les dio vida. Por eso sistemáticamente hay un amargo fondo de desencanto en estas gentes incapaces de una misión ordenada o de un quehacer que no ande presidido por la hispánica «real gana». Y, en relación con este anarquismo heterogéneo y disperso, el mundillo de donde se extraía mucho de aquel fermento (chulos, prostitutas, ladrones de cementerio) o las gentes que interferían entre tanta vida cruzada (chivatos, torerillos, verdugos). La acción rebasa los límites de lo puramente novelesco para mezclarse con nombres y hombres históricos en las efemérides del tiempo: hoy se pueden ver algunas de estas páginas como crónica de unos días menos que serenos: allí la historia del anarquismo español y, en las páginas, trenzada a ellas la lucha de anarquistas y socialistas, el viejo republicanismo, los conspiradores venidos de fuera y, como una estela de luz falsa, los festejos de la coronación del joven Alfonso XIII, cabalgata de fanfarria y oropel, vista desde los ojos de los terroristas.
M. Alvar