[Ars poética]. Con este nombre se suele entender la más larga de las epístolas (v. Sátiras y epístolas) — la tercera del segundo libro — que Quinto Horacio Flaco (65-8 a. de C.) compuso hacia el año 14 a. de C., y dedicó a los Pisones: al padre y a sus dos hijos. Desde la antigüedad fue separada de sus demás epístolas, también porque, dada su extensión, constituía un librito aparte. No es fácil trazar una línea constante que ligue entre sí las partes de esta carta, cuyo substrato es áridamente filológico y gramatical, mientras las digresiones, las observaciones personales del poeta, los juicios literarios, y las polémicas se muestran de cuando en cuando independientes y caprichosas. Horacio al escribir esta carta tenía a la vista los preceptos que, desde hacía siglos, habían penetrado en la tradición de las escuelas y se remontaban en cuanto a su teoría a la Poética (v.) de Aristóteles, mientras que en lo relativo a la crítica literaria de los poetas romanos adquiere el carácter de franca polémica contra los arcaizantes, esto es, contra los que habían formado la precedente literatura latina.
El poeta comienza con esta observación: la fantasía de los poetas debe ser refrenada y corregida por la verosimilitud. Son necesarios orden, mesura y cautela al escribir; de otro modo se incurre en excesos y se pierde de vista la esencia de la poesía. Un tratado preciso y escolar se había de proponer explicar ese aserto: de este modo se introduce en él una historia literaria de Grecia, ordenada con un criterio métrico e ideográfico, como era costumbre exponerlo en las bibliotecas de Grecia y de Roma, clasificando a los autores según cánones determinados. Se comienza por Homero, cantor de las gestas épicas, que se sirvió del hexámetro; a este verso se emparejó el pentámetro; se originó de ello el dístico, llamado elegiaco porque era usado por poetas elegiacos con propósitos bélicos, eróticos o gnómicos. Arquíloco inventó el yambo, que por su prosaica facilidad se convirtió, gracias al florecer de la tragedia ática, en el verso recitado del drama; así como el metro de la poesía mélica coral pasó a las partes líricas y cantadas de la tragedia y de la comedia. Estos esquemas sirven indudablemente para no desviarse de un género a otro; convienen a la comedia los caracteres cómicos, y a la tragedia, luctuosas vicisitudes. Y puesto que la Poética de Aristóteles había designado como género literario perfecto la tragedia, también Horacio escoge la dramática como campo experimental de sus estudios estilísticos y técnicos; he aquí para esto nuevos preceptos : no se busque en un drama el efecto final, no se dé al coro una función diversa de la de un actor, apláudase la virtud, sea deprecado el vicio. A la música acompaña la dramática; con todo, de sirvienta sometida a la palabra, la música por obra de los flautistas, adquirió preponderancia hasta el punto de hacer olvidar el valor mismo del vocablo.
Fue compañero de la tragedia el drama satírico, farsa bufonesca poblada de obscenos sátiros que no deben dejar sus orígenes selváticos y convertirse en abogadillos ciudadanos. Hasta aquí la preceptiva escolar y puramente dirigida a sistematizar la literatura griega, basándose en el prejuicio de que el ápice de la tragedia fue alcanzado por Sófocles, y que las más tardías innovaciones, sobre todo por parte de Eurípides, deben considerarse como obra de áridas invenciones de un excelente ingenio a quien falta fuerza poética. Pasando luego del ámbito de lo helénico al de lo latino, esta miopía crítica se hace cada vez más intransigente. Ninguno de los poetas antiguos de Roma, llámense Ennio, Cecilio, Plauto o Accio halla perdón a los ojos de Horacio; porque no conocieron el trabajo de la lima. A la poesía y a la poética de los arcaicos, Horacio opone el gusto de su sociedad literaria: precisamente esos Pisones a los cuales va dedicada la epístola pertenecen a la nueva generación de refinados críticos. Pero en esta rebusca de perfección hay el peligro de caer en el defecto de mediocridad; de la mediocridad, pues, hay que guardarse, porque siendo espiritualmente la poesía toda del alma y para el alma, o sube al cielo o se precipita bajo tierra, pero no puede jamás hallar un término medio. Debe divertir e instruir; debe ser inspirada pero exhibir doctrina. En suma, para ser verdaderamente poeta es necesario poseer el estilo poético; pero es preciso que éste sea sometido a una justa regla y sea enderezado a los fines señalados.
La impresión que produce la lectura de esta epístola no es siempre agradable; los críticos andan discordes al juzgarla: hay quien insiste en la parte doctrinal y admira las digresiones históricodoctrinales; quien prefiere insistir en los acentos polémicos, de reacción contra la literatura anterior; quien nota complacido cierto tono epicúreo de desenfado con que es tratado el mundo en su manifestación literaria; y hay finalmente quien se lisonjea de hallar en el Arte Poética la clave para la comprensión del hombre y el poeta Horacio. En realidad, nos hallamos ante un Horacio envejecido que hace años ha abandonado su producción lírica y se ha limitado a la sermoneadora. La misma Arte Poética ofrece un doble pretexto epistolográfico para una larga e inorgánica conversación cuya característica fundamental vendría a ser el acento bonachón de comprensión y humanidad del viejo que pontifica desde lo alto de su Trono. Y estas normas representan lo más rancio y trillado que se pronunció jamás en las aulas de las escuelas. Sus enseñanzas se remontan, por su parte doctrinal, a la didáctica poética de cerca de medio siglo antes: Horacio no le ha añadido nada original, fuera de unas frases dirigidas a defender la producción de la sociedad literaria que giraba en torno a Mecenas; pero en cambio ha ignorado demasiadas cosas; toda la producción elegiaca de Tibulo, Propercio, Ovidio que engrandece la lírica augustea. Su interpretación del pasado está completamente desprovista de perspectiva histórica y, a fin de cuentas, a la luz de semejante poética inspirada sólo en la moderación, la mesura y la templanza, nos veríamos obligados a condenar en masa los Epodos (v.) juveniles, gran parte de los primeros tres libros de las Odas (v.) y tal vez hasta algunas de las Sátiras y epístolas (v.) del I libro.
Producto de actividad senil, que no ha perdido nada de su habilidad técnica versificadora ni de su poética dialéctica, el Arte poética se revela como la cristalización de un método de juicio estético que, perdido ya con los actos su vivaz y vivificante dinámica, parece a quien bien la observe el más presuntuoso canon que la clasicidad nos haya trasmitido, y el más falaz repertorio, en que las personas de gusto conservador toman insulsas observaciones de verosimilitud y decoro para aplicar en toda ocasión a la lectura de los poetas [La primera traducción castellana del Arte poética de Horacio es la de Vicente Espinel, escrita en verso suelto y publicada en el volumen de sus Rimas (Sevilla, 1591). La de Luis Zapata (Lisboa, 1592), también en verso suelto, es rarísima. A fines del siglo XVII el jesuita catalán Joseph Morell la tradujo al castellano en versos pareados (Tarragona, 1684), pero fragmentariamente la había traducido el humanista murciano Francisco Cascales que publicó numerosos pasajes de su versión en las Tablas Poéticas (Murcia, 1617). En el siglo XVIII la tradujo en silvas el fabulista Tomás de Iriarte (Madrid, 1777) y en el Romanticismo fue objeto de una nueva versión por Javier de Burgos (Madrid, 1820), criticada muy severamente por Andrés Bello, y de la famosa traducción en verso suelto de Francisco Martínez de la Rosa (París, 1828)].
F. Della Corte
* La obrita de Horacio había de inspirar, durante los siglos XVI y XVII, varias obras: entre las más conocidas figuran: el poema en hexámetros Poeticorum libri tres (1527), de Marco Gerolamo Vida (1485-1566); Arte poética (1551) de Girolamo Muzio (1496- 1576); Uart poétique, publicada por Tilomas Sibilet (1512-89) en 1548, que preludia la próxima reforma con su invitación a imitar la antigüedad; otras de Ronsard, Vauquelin de la Fresnaye, Boileau, etc. (v. más abajo).
Si se tiene en cuenta que en la Epístola a los Pisones, Horacio dispuso el conjunto de manera que mientras fingía enseñar el camino de la poesía quería apartar de ella, iodos sus presuntos defectos parecerán justificados. (Wieland)